En una curiosa coincidencia, Carlos Melconian y Guillermo Moreno se han manifestado en los últimos días alarmados por el paupérrimo desempeño del Gobierno de Alberto Fernández. El primero sostuvo que cualquier resultado electoral que no sea 100 a 0 va a ser un regalo para él. Mientras que el ex secretario de Comercio, e interventor en las sombras del Indec, afirmó que la gestión de Alberto es peor que la de Macri, que para él venía a ser como el summum de las desgracias imaginables hasta hace poco.
Sin embargo, en la sociedad reina una tolerancia increíble a las pérdidas. Se reciben malas noticias todos los días, pero buena parte de la gente hace como si nada: las naturaliza o directamente le son indiferentes. Donde más se nota esa actitud, además de en la caída de los ingresos, es en las muertes por el Covid.
Seguimos teniendo un número muy alto de muertes diarias. Y lo peor, muertes evitables, si se hubiera vacunado a tiempo y bien. Desde hace un tiempo sabemos además que esa posibilidad de tener vacunas en calidad y cantidad muy por encima de lo que el Gobierno logró estuvo al alcance de sus manos, y no en una oportunidad pasajera, sino durante meses y meses, en que se insistió en una estrategia errada, ideológicamente sesgada y absurda en términos prácticos.
Sabemos también que el Gobierno insistió conscientemente en esa estrategia en vez de revisarla, a pesar de que se frustraron reiteradamente las promesas que sus dos proveedores preferidos, Sigman y Putin, le hicieran. ¿Qué mezcla de ceguera, necedad e ilusión es la que lleva a un Gobierno a actuar así? En alguna medida, al menos, una que se asienta en la confianza en que la sociedad se lo va a permitir, le va a tolerar casi cualquier cosa.
Así que tal vez no tenga demasiado sentido seguir quejándose de Alberto, de su torpeza para elegir colaboradores y de la ridícula pretensión de presentarlos como expertos, tomar malas decisiones e insistir en ellas. Esos son los problemas de Alberto. El nuestro, nuestro drama colectivo, es que no hay reacción, o ella es al menos muy acotada, no se demanda casi nada y la sociedad se acomoda a las pérdidas y los fracasos con sorprendente pasividad.
Esta pasividad está asociada a un notable desinterés en la vida política y a la percepción de que “no hay salida”, hay que conformarse con el estado actual de cosas, porque este país no va a salir adelante, con suerte evitamos que se siga hundiendo, o que lo haga demasiado rápido como para impedir que nos acomodemos a su declive.
Y vinculada a esas percepciones se empieza a sospechar de una reacción concomitante de la sociedad ante las inminentes elecciones legislativas: tal vez poca gente vaya a votar, tal vez no tengamos tanto “voto bronca” como en 2001, pero sí mucho ausentismo, alentado también por los temores a los contagios, y sobre todo nutrido por la sensación de que no sirve de nada apoyar a unos u otros, porque nada va a cambiar.
Convengamos en que, después de varios gobiernos que terminaron frustrando las expectativas de cambio depositadas en ellos, es comprensible que la sociedad esté, globalmente, un poco harta, o al menos desinteresada de lo que los políticos y los partidos les ofrecen. ¿Por qué iban a creerles o entusiasmarse con ellos?
Así que no sorprende que el pesimismo se haya ido volviendo una marca tan extendida como gravitante en el ánimo de nuestra sociedad. Veamos algunos números: según Management & Fit, desde fines de 2017 que los que piensan que todo va a empeorar le ganan a los que creen que las cosas pueden mejorar. Incluso siguió siendo así, con apenas una leve moderación, en los momentos de auge del Frente de Todos, cuando ganó las PASO, y de nuevo cuando asumieron los Fernández.
Y si se extendiera la mirada al mediano plazo, el panorama sería aún peor, porque en verdad desde hace 10 años que la sociedad argentina tiene expectativas muy bajas o directamente malas, con efímeros arranques de optimismo, como sucedió cuando fue reelecta Cristina, cuando empezó el Gobierno de Macri o, más brevemente, cuando éste logró imponerse en las legislativas de 2017; el resto del tiempo, por muy largo tiempo, imperó el pesimismo. Lo que significa que la sociedad tiende a verse a sí misma desde la posición del perdedor, y a reaccionar en consecuencia, esto es, tratar de perder lo menos posible, sin imaginar siquiera que se pueda mejorar.
Por su parte la consultora Taquion ha registrado dos datos significativos sobre la profundidad de este ánimo pesimista. En primer lugar, el alto porcentaje de gente interesada o dispuesta a irse del país: bate récords, solo comparables con 1989-90, o 2001-2, y a diferencia de esos otros casos parece estar extendiéndose mucho más en el tiempo, pues viene profundizándose al menos desde 2018 y no tiene visos de revertirse. A eso sumemos que un porcentaje también bastante inédito de los encuestados señala que tal vez no votaría si no fuera porque hacerlo es obligatorio: entre los que no lo harían en ningún caso y quienes justifican esta actitud en ciertas “circunstancias”, que parecen ser las de hoy en día, suman 31%, casi un tercio del total.
Todo esto se ha agravado en los últimos tiempos, por la pandemia y la profundización del estancamiento económico con ahora ya no alta sino muy alta inflación. Y también porque se han combinado esos factores con una gestión de Gobierno que administra resignadamente, sin ideas ni capacidad para innovar, nuestro empobrecimiento. Y nos dice que eso es lo más que nos merecemos, porque las cosas podrían ser aún peores.
Esto el Frente de Todos lo hace bastante bien: se presenta como una coalición redistributiva, pero es básicamente un emprendimiento reaccionario y reproductivo, pues apuesta a reproducir un statu quo penoso, frustrante, excluyente, administrando “lo que hay” con el modesto objetivo de que no estalle, tapando agujeros aquí o allá, transfiriendo plata de unos bolsillos a otros, con el mero objetivo de que el barco no se hunda del todo, o no lo haga demasiado rápido como para no poder “ajustarnos” a esa situación.
Y tiene su mérito, hay que reconocer, en administrar este ajuste social. Aunque a la larga no tenga destino, puede decirle a sus votantes: al menos te aseguramos la supervivencia, ya probaste con “el cambio” y viste que no funcionó, así que mejor seguí apostando a la reproducción de lo que hay, por más que lo único que pueda ofrecer sea más planes, más impuestazos tanto a los pocos que aún tienen algo para aportar como a los mismos pobres, que ya no les sobra nada, más cepos y barreras para que los capitales que quedan no se fuguen, más inflación para licuar las inevitables tensiones y desequilibrios resultantes de todo lo anterior.
El carácter intrínsecamente reaccionario de este modelo ha quedado bien a la luz en los planteos de los últimos días de uno de sus voceros pretendidamente más innovadores, hasta “revolucionarios”, Juan Grabois: dijo muy suelto de cuerpo que “la paz social está en peligro”, agitando el fantasma de un estallido del conurbano si no se aumentaban los planes sociales, exponiendo a su propio Gobierno a un juego extorsivo abierto, para nutrir su caja a cambio del servicio de control social que presta en los barrios pobres. “Te los mantengo en calma, así que ponete” fue el mensaje “preelectoral” que transmitieron sus palabras.
Y viene además impulsando dos iniciativas que pintan de cuerpo entero el carácter de los “cambios” que el oficialismo puede ofrecer: la universalización de las transferencias de ingresos (un “salario básico universal” por el que reclaman también otras organizaciones sociales oficialistas), es decir, que todos nos volvamos dependientes del dinero que hace circular el fisco (e imprime, cuando la circulación no alcanza), y que se otorgue personería gremial a los grupos piqueteros y de desocupados, reconociéndoles igualdad de condición con los trabajadores del sector privado y del Estado, aunque sean meros “clientes” de organizaciones que el único “trabajo” que realmente exigen de ellos sea que se movilicen en su apoyo (algo en lo que, si lo pensamos bien, tienen en común con muchos empleados del Estado, así que ¿por qué negarles ese “derecho”?).
¿Qué hace el Gobierno frente a estas tensiones? Dado que ha logrado digerir decenas de miles de muertes evitables sin perder sus chances electorales, tiene su lógica que se envalentone frente al crecimiento de la pobreza y nos diga: “no se preocupen, esto sabemos cómo administrarlo, así que no se va a salir de control”. Un mensaje tranquilizador. Aunque para nada entusiasta.
Y ahí reside el problema para el que la frustración y el desánimo político podrían actuar como solución: ¿Cómo combinar este enfoque “administrativo” y esencialmente reaccionario de nuestro fracaso colectivo, con la competencia política, en una situación en que la competencia es efectiva porque, salvo pocas excepciones, en todo el territorio del país hay fuerzas políticas de oposición coaligadas que ofrecen una alternativa? Lo que más necesita el oficialismo en circunstancias como esta es que la decepción de quienes esperaban algo más de su parte no se transforme en bronca, en un voto castigo a través de otras ofertas ahora más atractivas, que se quede en desánimo, en una muda frustración. Y hay que decir que muy lejos de conseguirlo no está, si nos atenemos a los datos que exponíamos al comienzo: si la mayoría se convence de que este país no tiene futuro, estará más dispuesta a seguir avalando a quienes le aseguran una mínima supervivencia, o por lo menos no va a tener mayor interés en apostar por otra salida, y muchos más se quedarán en su casa el día de la votación.
Es curioso cómo el oficialismo combina esta apuesta a la resignación con un discurso que promete “recuperar la felicidad perdida”. Que tal como explicó Cristina Kirchner, sería la que ella nos ofreció hasta 2015. Con lo cual la única “utopía” que nos plantea el Gobierno consistiría en regresar a ese “momento de extravío” y tratar de que, repitiendo ellos sus recetas, los resultados sean distintos. Ante lo que cabe preguntarse: si todo resultó tan mal, ¿por qué pensar que, volviendo por el mismo camino, las cosas podrían salir mejor de cómo resultaron?, ¿repitiendo lo que no funcionó no terminaríamos obteniendo cada vez peores resultados? Es el problema de siempre de estas promesas revisionistas con que juega todo el tiempo el kirchnerismo, suponen que lo que está mal es lo que hicieron los demás, ellos solo tienen que repetirse, hasta el cansancio.
¿Puede la oposición contrarrestar estas operaciones de desaliento?, ¿podrá entusiasmar a votantes tan escépticos y desanimados como se han vuelto muchos de los argentinos? Por ahora no ha hecho mucho por encarar esta cuestión. La competencia en la mayor parte de los distritos del país entre distintas listas de candidatos, algo inédito en la historia de las PASO, y que habla bien de su compromiso pluralista, hay que ver si ayuda o entorpece esa tarea: puede ser un factor de movilización o todo lo contrario, habrá que ver si pasadas esas internas las distintas corrientes fortalecen la cooperación y la confianza que las mantiene unidas, o los derrotados se desaniman, y ayudan a desanimar a los ciudadanos de a pie.
Por Marcos Novaro