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La impericia del presidente

Un presidente degradado por la propia confesión de sus actos ilegales a la categoría de “chanta”, nos deja en la oscuridad más absoluta

alberto fernandez
Presidente Alberto Fernández
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El Presidente dijo sentirse un hombre común. Se equivoca. No es una persona más, es el máximo mandatario de la Nación y representa en su persona todo el poder del Estado. Su salud, su seguridad, su entorno, sus actos son cuestiones de Estado. El Presidente debe ser el primero en respetar las normas y dar el ejemplo. Debió ser todo lo que la evidencia de su impericia no le permite ser, ya que los hombres “comunes” cumplen las leyes.

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No debía enojarse con sus críticos sino con él mismo, fue su error, no el nuestro. Los hombres comunes cumplieron con el aislamiento y no hicieron fiestas en sus hogares, ni culpan a sus parejas para luego retractarse y asumirla como propia a los gritos, como si los que nos mandamos el gafe fuéramos los que estamos del otro lado del televisor mirando cómo nos maltratan una vez más.

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El grito y el destrato no son actitudes propias de un estadista para con su pueblo. Mucho menos hacerse el ofendido por sus propios errores que dilapidaron la poca confianza que su persona tenía. La confianza es una pieza clave en todos los niveles. Cuesta mucho ganarla y segundos perderla. Para una nación que lucha contra la salud, educación, instituciones, seguridad y economía, que nuestro mandatario sea confiable es un activo que hoy ya no tenemos.

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Un presidente degradado por la propia confesión de sus actos ilegales a la categoría de “chanta”, nos deja en la oscuridad más absoluta. Sin autoridad no se puede gobernar. No es el dueño de los votos, y no podrá nunca más pararse frente a “sus gobernados” para pedir sacrificio alguno. La poca reputación que le quedaba se terminó evaporando, no por la foto o el video, sino porque confesó ser un infractor de la ley que nos mintió en la cara.

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Dilapidó la credibilidad necesaria para gobernar. La palabra “confianza” viene del latín, significa “con fe”, Alberto Fernández no solo dilapidó la poca confianza propia que le quedaba, sino que puso en jaque la credibilidad que un sector de la población tenía en el proyecto político que él encabezaba por decisión de la dueña del poder y de los votos. El presidente hoy no es una persona creíble para la ciudadanía.

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La evidencia junto a la confesión de su hipocresía, le ha quitado la legitimidad de los votos que ganó en las urnas. Nos hemos acostumbrado a votar al menos malo, pero sucede, como nos pasa ahora, que el que parecía el menos protervo, el más moderado, el que prometió cerrar la grieta, nos engañó. Para quienes depositaron su “fe” en el Presidente, los que le creyeron y lo escucharon llamar “idiotas o estúpidos” a los que eran descubiertos violando la cuarentena.

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Ellos deberán apretar el botón “recalculando” del GPS personal para volver a mirar a esa persona en la cual confiaron, pero que ya no podrán creerle nunca más. Demostró no estar ni a la altura de su cargo ni de las circunstancias. La gravedad que implica la idea de una organización populista que utiliza el poder para hacer lo que le venga en gana, evidencia lo impune que se sienten y lo perdidos que están.

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