Cristina Kirchner detesta que sus encuentros privados con el Presidente sean divulgados. Ese derecho pareciera constituir un patrimonio de ella. En septiembre, tras la derrota en las PASO, con su anteúltima epístola, había notificado sobre 18 reuniones desde diciembre del 2019. Después de la nueva caída en octubre se sucedieron los contactos. El último ocurrió los primeros días de la semana que pasó.
La administración de tanto hermetismo demostraría quién impone las reglas de juego en la relación entre Alberto Fernández y la vicepresidenta. Se explica también porque uno de los temas abordados fue la negociación con el Fondo Monetario Internacional (FMI). Asunto que divide al oficialismo. En una orilla están Cristina, su hijo Máximo Kirchner, La Cámpora y todo lo que arrastran en el Frente de Todos.
Del otro el mandatario y su racimo de aliados, gobernadores del PJ. Cristina Kirchner validó el pago al FMI por USD 1.800 millones. Lo contrario hubiera dejado al Gobierno a la intemperie e interrumpido la negociación que conduce Martín Guzmán. El dilema consiste ahora en atravesar los meses del verano con tres limitaciones objetivas: las exiguas reservas del Banco Central, la dificultad de seguir emitiendo con una inflación que no cede, la imposibilidad de acceder siquiera a una mínima ayuda externa.
Para la vicepresidenta, en ese terreno, son todas disyuntivas. El margen de maniobra es pequeño. El acuerdo, quizás a fin del verano, significará inevitablemente un ajuste macro económico durante el año pre-electoral, ensombrecido de nuevo por la ola de pandemia. Un trago difícil para las huestes cristinistas. La otra opción abriría un horizonte oscuro para la Argentina y el propio destino de la vicepresidenta.
La dejaría, tal vez, más débil. Con varias de sus causas de corrupción –preocupación excluyente—sin resolver. Cristina Kirchner quedó disconforme con el pronunciamiento. Gusto a poco. Para Alberto Fernández, en cambio, habría sido “lapidario”. Guzmán y otras voces oficiales lo calificaron de “tímido”. Sea como fuere, desde el oficialismo idearon una forma de intentar salirse con la suya a costa de los contribuyentes.
La estrategia del Gobierno estaría orientada a una mayor recaudación por esa vía. Alberto Fernández lo acordó con los gobernadores del PJ en el nuevo pacto fiscal. Hay necesidad de caja. Pero eso no es todo. Y es que podría existir una segunda intención: desnudar la presunta incapacidad opositora frente a sus votantes para cumplir con su promesa de campaña. Impedir aumentos impositivos.
Juntos por el Cambio muestra otras fragilidades. La prematura ruptura del bloque radical en Diputados diluyó una conducción indiscutida. Para colmo, a esta altura, en todos los sectores de la coalición opositora abundan halcones y palomas. Tampoco resulta posible descubrir un vértice en el plano nacional. Además, demasiados dirigentes de la coalición se encandilan con el 2023.
Y es que, mientras ellos promueven candidaturas presidenciales, soslayan el durísimo tránsito que espera hasta aquel horizonte de recambio. Por razones internas y externas. Sobrevuelan, quizás sin empeño, el mandato que les concedió la sociedad. No hay futuro político que ahora mismo esté asegurado. En el ínterin, el gobierno apunta a redoblar la presión tributaria para postergar lo más que pueda el ajuste que tiene que hacer y al que busca patearlo para el 2023.