Las escasas horas que pasó el Presidente de la Nación en la capital rusa alcanzaron para exhibir un ejercicio de irresponsabilidad diplomática de envergadura. Sus dichos en el Kremlin demostraron una vez más hasta qué extremo ni él como Jefe de Estado ni la conducción política de su Cancillería, reúnen los atributos mínimos de prudencia y conocimiento necesarios para el manejo de la política exterior de la Argentina.
Queriendo quedar bien ante el presidente Vladimir Putin, el mandatario señaló que Argentina tiene que dejar de tener una dependencia tan grande con Estados Unidos y el FMI. Al hablar mal de Washington desde el Kremlin, el presidente argentino otorgó un favor diplomático a Moscú, en momentos en que el liderazgo ruso enfrenta cuestionamientos en buena parte de Occidente por la escalada bélica en la frontera con Ucrania.
Y como si ello fuera poco, en una suerte de revisión de la Doctrina Monroe, Alberto Fernández propuso que la Argentina pueda ser la “puerta de entrada de Moscú a América Latina” y “ver la manera para que Rusia ingrese de una manera más decidida” (en la región), una iniciativa que solamente puede provocar un daño en la relación con los Estados Unidos y los países sudamericanos.
Cuestionar a los Estados Unidos en Rusia en momentos en que ambas potencias –los dos mayores poseedores de armas nucleares del mundo– mantienen un creciente enfrentamiento por la situación en Ucrania es, como mínimo, una imprudencia. Proponer el “ingreso” de una potencia extra-continental al hemisferio occidental es una irresponsabilidad.
Pero esta breve jornada moscovita podrá quedar en los anales diplomáticos como una muestra patética de los errores en los que puede caer un mandatario por su vocación de pretender agradar a sus interlocutores, sin medir las consecuencias de sus palabras y creyendo que se puede mentir permanentemente. Olvidando los daños a la reputación y el prestigio de quienes representa.
Una actividad a la que el Presidente argentino ha entregado buena parte de su trayectoria política. Acaso permitiéndole hacer gala de una característica permanente en su personalidad: la de intentar agradar a quien tiene delante, sin importar nada las consecuencias de sus actos. Creyendo que la vida transcurre en un eterno presente, en el que se puede engañar a todos todo el tiempo sin respetar el principio de no contradicción.
Yendo por el mundo adaptándose a los diferentes medios y ante los distintos interlocutores. Una vez más, el Presidente de la Nación confundió las implicancias que el ejercicio del cargo de Jefe de Estado de una nación soberana conlleva, comprometiendo los intereses de largo plazo de la Argentina a través de declaraciones imprudentes, inconvenientes e irresponsables.