Alberto Fernández se convirtió ayer en el presidente de las tres guerras. Esta afirmación sería de por sí dramática si sólo contáramos las dos primeras. Que en un mismo término de gobierno a un Jefe de Estado le toquen una pandemia global y una guerra al borde de escalar en forma planetaria ya sería una situación extraordinaria. Pero ni esos dos eventos, le permiten del todo al mandatario argentino corporizar su propia tragedia.
Ahora, con la frivolización total del término, en medio de una crisis inflacionaria imparable, declararle la guerra a la inflación se ha convertido en un recurso retórico de mal gusto, o directamente en el hazmerreír de todos. Sólo ayer, subsistían irónicamente en varias señales de televisión -de enfoques totalmente opuestos de la realidad-, la cobertura de la guerra de Ucrania y un reloj de cuenta regresiva para la guerra figurada del presidente contra los precios.
Si hay algo imprescindible cuando de disparada inflacionaria se trata, es domar las expectativas. La desmesura y la improvisación han hecho que el anuncio de un plan para combatir el flagelo, no sea tomado en serio incluso antes del anuncio de medidas. A sólo tres meses de asumir como presidente, Alberto Fernández se encontró con el hecho inédito que podía definir su destino como mandatario.
Es decir, una pandemia global como nunca se conoció en la historia, que lo llevó a declarar la guerra a un enemigo invisible, y a lograr consenso y credibilidad en medio de la situación de incertidumbre y miedo para tomar medidas excepcionales que pasaban por encima de toda garantía a las libertades individuales. Nunca un contexto le permitió tanto a los presidentes democráticos como la plaga del COVID-19.
Intervenciones y controles impensados del gobierno en la vida personal y hábitos privados de la gente fueron de pronto aceptados ante el avance de un mal mayor que requería organización y restricciones cuando no había otro remedio para combatirlo que no fuera la medieval idea de la cuarentena. El presidente argentino malversó absolutamente la popularidad devenida de los tiempos extraordinarios.
La segunda guerra del Presidente es la crónica de un error anunciado. Cuando ya había aprestos de batalla y cuando más debió haber cuidado las formas ante los EEUU, país primordial para obtener la aprobación de un acuerdo con el Fondo, por tener poder de veto en su directorio, marchó a ciegas y a locas a reunirse con el hombre que pocas semanas después el mundo llama el “Hitler del Siglo 21″, o el nuevo Stalin, por la escala de sus crímenes de guerra.
Alberto Fernández eligió el peor momento para despegarse de los EEUU. Hablarle mal de ese país cuando más lo necesitaba a uno de sus enemigos más encarnizados, y que días después sería el enemigo de la humanidad toda. La desproporción en el cálculo político, concentrado en el chiquitaje de escenificar lealtad para una Cristina Kirchner que ama las autocracias y los autócratas, lo hizo dejar al país en una posición que da vergüenza.
Es en medio de estos dramas encarados con oportunismo y sin seriedad, que el primer mandatario no tuvo mejor idea que declarar la guerra contra la inflación. Con tono ampuloso y en medio de la preocupación generalizada por la suba de precios -especialmente de alimentos-, dijo: “El viernes empieza otra guerra, la guerra contra la inflación”. ¿Cómo lograr lo contrario a un aplauso? Eligiendo lo que el mundo deplora, -una guerra-, para construir una metáfora.
Ni pensar en la gravedad de la hora por ambas cuestiones. Es tal el drama de la inflación que renovó miedos atávicos a situaciones como la hiper o el Rodrigazo. Es el Presidente quien debería preferir la seriedad y no el ridículo, y ofrecer algo más que sarasa. Estamos al borde de la economía de guerra, y después del otoño viene el invierno. No sólo está en ciernes una crisis de gobernabilidad en los hechos, hasta podría faltar el gas. No hay espacio para banalidades.