El uso de la inflación por parte del gobierno, para hacer el trabajo sucio, requiere de un par de elementos imprescindibles: que la gente la perciba casi como un fenómeno autónomo, por el que se le puede echar la culpa idealmente a los empresarios, y que tenga un ritmo que la haga pasar desapercibida, amortiguada por la ilusión de paritarias que la compensen alguna vez. En Argentina, todos esos márgenes se han gastado. La inflación pasó el límite de lo tolerable.
Y no es una cuestión de percepción abstracta. Es la aceleración de los aumentos que genera miedo, desazón y pánico. El valor de la moneda se destruye ante nuestros ojos. En un solo mes hay tres, cuatro o cinco remarcaciones del mismo producto. Y mientras el agua entra al barco, el gobierno quiere arreglar las averías del casco de la embarcación poniendo curitas. Pobres de nosotros. De hecho, cada vez más pobres de nosotros.
Sin embargo, este no es el tema que desvela en forma seria al gobierno. Porque si fueran serios, primero, no hubieran permitido irresponsablemente que los precios lleguen a este nivel; segundo, porque si fueran serios no ostentarían la improvisación y la impericia que despliegan ante los ojos de todos. Para que las cosas ocurran hay que poder hacerlas, saber hacerlas y sobre todo querer hacerlas. Los tres ítems son dudosos con este gobierno.
No pueden hacer lo que no tienen acuerdo interno para ejecutar, no pueden hacer lo que no saben hacer porque básicamente se han revelado inútiles, y simplemente no quieren hacerlo. ¿Entonces qué es este despliegue sobreactuado de un discurso bélico contra la suba de precios? Más de lo mismo: efectos especiales para que parezca que hacen algo. Lamentablemente, lo único que apaga el fuego es dejar de tirar nafta y empezar mínimamente a tirar agua.
Eso, en la economía, es un ordenamiento que requiere ejemplaridad, algo al menos de sensatez, y gastar menos. Para una fuerza que considera que gobernar es gastar sin importar cómo y lo han demostrado acelerando la emisión con total irresponsabilidad en la campaña electoral sin importar las consecuencias que ahora estamos viviendo, eso los deposita en un territorio de herejías.
Si llegar al estado es tomar cajas, pelearse por parcelas de poder, quién reparte más, y convertir los resortes burocráticos en cotos de caza, cómo se nos ocurre pedirles que cambien esa cosmogonía de la teta del estado, por una vaca flaca que mira triste desde el otro lado del alambrado. Pero mientras la gente sufre y se desespera porque no le alcanza la plata, mientras las remarcaciones ya no sólo recuerdan los comienzos de la hiperinflación para los que la vivieron.
Sino que reavivan miedos que se creían superados sobre la posibilidad de que vuelva a ocurrir, el gobierno está en guerra. Y no con los precios. Eso es sarasa. Esas son balas de fogueo. La gente ya sabe que los acuerdos de precios son como contener un tsunami con tres bolsas de arena. Y la ola es grande, muy grande. Entonces al mismo tiempo que la situación desespera, la hipocresía de los funcionarios se siente como tomadura de pelo. Tienen notorio talento para sacar lo peor del ánimo de la gente.