Fue el ruido de un estrépito en medio del silencio. Algo parecido a eso sucedió cuando se conoció la encuesta de Poliarquía (y después la medición de aprobación del Gobierno de la Universidad Di Tella), según la cual el Gobierno tiene índices de aceptación muy bajos, dramáticamente bajos, y se derrumbaron los niveles de aprobación de toda la nomenklatura gobernante. La Argentina es un país habitado por una sociedad disconforme, cargada de malestares y privada también de una noción del destino. Llama la atención que ante semejante paisaje social el Gobierno y sus socios se dediquen solo a ventilar sus pobres discordias o a perder el tiempo en insignificantes, aunque no por eso menos graves, maniobras institucionales. ¿Era necesaria la manipulación de las instituciones que significó dividir artificialmente el bloque oficialista de senadores solo para tener un consejero más en el Consejo de Magistratura? ¿Era necesario desconocer el derecho del senador opositor Luis Juez a ocupar ese cargo que le manoteó el oficialismo? ¿Fue políticamente oportuno que el Presidente haya elegido cerrar la causa por el escándalo de la fiesta en Olivos, en medio de la más larga y estricta cuarentena que hubo en el mundo, ofreciendo una indemnización de varios millones de pesos? El fiscal no carece de razón cuando dice que el Presidente no tiene menos derechos que cualquier otro ciudadano, pero le faltó decir que tiene más obligaciones. Habría que recordarle a Alberto Fernández a la imprescindible Simone Weil cuando proponía una sociedad organizada no solo a partir de los derechos, sino también de los deberes. ¿Cómo explicarle a ese hartazgo social que el mismo presidente que ofrece a la Argentina como proveedor seguro de alimentos al mundo le reclama apoyo al Parlamento para aumentarles las retenciones a los productores rurales, aunque luego fue increíblemente desmentido por su ministro de Agricultura? ¿Qué productor, rural o industrial, invertirá en un país con un futuro tan vacilante, sometido al mero azar?
Es probable que algunos digan que la sociedad está preocupada por los temas económicos, no por esas cuestiones. Sin embargo, prestigiosos analistas de opinión pública sostienen que el malestar argentino tiene razones económicas, pero también políticas e institucionales. La gente común no puede comprender a una dirigencia gobernante dedicada casi exclusivamente a sí misma. No, sobre todo, cuando la acechan la penuria económica y la incertidumbre. La crisis de 2001 y 2002 tuvo origen en puntuales decisiones económicas: el corralito, el corralón, la incautación de los ahorros en dólares, las consecuencias del festivo default. La crisis actual, en cambio, es producto de muchos factores, algunos de ellos imperceptibles. “Es una crisis también humana”, explican los que conocen los movimientos sociales.
¿Por qué humana? La pandemia fue una crisis sanitaria inédita, que provocó altas dosis de sufrimiento social. El aislamiento; la pérdida de la libertad, que se consideraba una conquista definitiva; el empoderamiento aún mayor del poder que está, y la constatación de que existe lo que sabemos que existe, pero que podía estar cerca: la frontera entre la vida y la muerte. Los que salieron ilesos de semejante crisis creyeron que se encontrarían de nuevo con la plenitud de la vida, con la posibilidad cierta de progresar y con alguna certeza sobre el destino, tanto colectivo como personal. Nada de eso ocurrió. Nadie sabe ahora hacia dónde va ni para qué hace lo que hace. Por eso, el enojo es más profundo que el que se percibe a primera vista. Es la rabieta de una sociedad que palpa la indiferencia de sus gobernantes. Aunque la categoría de la responsabilidad es distinta, la oposición debería también cuidarse de aparecer ensimismada en sus propias contiendas.
El economista Fausto Spotorno suele decir que lo más barato que hay en el país es el costo laboral. Su socio, Orlando Ferreres, acuñó una frase que podría explicar gran parte de la crisis social: “En los países ricos, las cosas son baratas y las personas son caras. En los países pobres, las personas son baratas y las cosas son caras”. El empleo privado y formal no creció desde la recuperación de la libertad tras la pandemia. El 40 por ciento del mercado laboral corresponde al trabajo en negro o al cuentapropismo (los monotributistas). Muchos millones de personas no hacen aportes previsionales y carecen de obra social. Solo un 30 por ciento del trabajo es formal. Creció un poco, un poco nada más, el trabajo informal, o el empleo público, que es la manera que encontró el oficialismo de encubrir la desocupación y de financiar la militancia política. Cada persona que pierde su trabajo crea a su vez una estela de preocupación a su alrededor. Los que conocen a esa persona temen también quedar sin trabajo y los que aspiran a un trabajo se convencen de que nunca lo tendrán. La definitiva decepción espolea el éxodo de argentinos.
Según las mediciones de economistas privados, la actividad económica se frenó en febrero. En marzo y abril, la economía registró el mismo ritmo que en febrero. En rigor, si se miran bien los números de la economía, esta se encuentra en caída libre desde diciembre del año pasado; desde entonces está tocando el límite mismo entre la expansión y la contracción. Solo crecen algunos rubros, como la construcción, la hotelería y los restaurantes. Esto se explica en una conclusión simple. Siempre habrá entre un 10 y un 15 por ciento de la sociedad con capacidad de ahorrar o de gastar. Como no tiene posibilidad de acceder a la moneda de ahorro de los argentinos, que es el dólar, prefiere gastar los pesos en cosas que no habría hecho en circunstancias normales. Con los insoportables índices de inflación actuales (que ya se acercan más al 70 que al 60 por ciento), los pesos son brasas en las manos. Hay que tirarlas porque arden. Tampoco ese sector social está conforme, porque sencillamente perdió la libertad de ahorrar o de gastar como le gustaría hacerlo. Los trabajadores, formales o informales, libran una batalla desigual contra la inflación. Los aumentos salariales compensan la inflación pasada, cuando la compensan, pero no alcanzan para cubrir el ritmo inflacionario en marcha (y, a veces, en crecimiento).
Dentro de esa fotografía aparece la pelea de Cristina Kirchner con el Presidente por las decisiones económicas. La vicepresidenta cree que Alberto Fernández conduce un gobierno inepto para resolver los problemas sociales más urgentes. “Ella está segura de que el Presidente lleva las cosas hacia la derrota”, dicen a su lado. Y faltan todavía los aumentos de las tarifas de servicios públicos, cuyas consecuencias sociales nadie puede predecir. ¿Carece de razón la vicepresidenta? Tal vez no. El problema es que ella tampoco tiene un plan alternativo; su único plan consiste en la crítica a la gestión del jefe del Estado. La crisis institucional que provocó es gravísima. Regresemos a los años de la gran crisis, 2001 y 2002. Entonces, sucedió la renuncia voluntaria del entonces presidente, Fernando de la Rúa. Su vicepresidente, Carlos “Chacho” Álvarez, renunció mucho antes, cuando comprendió que la disidencia entre ellos era incorregible. Fue una crisis institucional absolutamente distinta de la actual, porque entonces no existió un vicepresidente en el ejercicio del cargo sublevado contra el Presidente. Ahora, en cambio, la vicepresidenta quiere conservar el cargo, preservar el control del 70 por ciento del presupuesto nacional a través de sus delegados en la administración y, además, convertirse en jefa de la oposición al Presidente. Esta es la anomalía política e institucional que los analistas de opinión pública no descartan entre las razones de la angustia social. La crisis económica es un vector del malhumor de la sociedad, pero no la única razón que lo alimenta. La famosa fiesta de Olivos es solo un símbolo: otras fiestas, otras guerras y otros espectáculos de distracción explican el malestar y la decadencia.
Por: Joaquín Morales Solá