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El drama de Alberto Fernández, que no es solo de Alberto Fernández

Ante la crisis alimentaria que enfrenta el mundo, cualquier Gobierno tiene dos salidas: si impone retenciones se arriesga a enfrentar un conflicto social muy agudo con los productores; si deja todo como está, se desliza hacia otro conflicto con los sectores sociales más frágiles

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Alberto Fernández
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Un presidente dice que, si pudiera, si la relación de fuerzas le fuera favorable, aumentaría las retenciones a algunas exportaciones agropecuarias. Pocas horas después, su ministro de Agricultura lo desmiente: “De ninguna manera”. Un día antes, el jefe de Gabinete del mismo Gobierno había sido terminante: no habría aumentos de retenciones. Y dos días antes que él, el ministro de Economía había defendido una decisión aparentemente definitiva del Presidente: “”Para poder darle continuidad a la recuperación económica, la Argentina necesita dólares. Si prohibimos las exportaciones o elevamos las retenciones no van a entrar más dólares”.

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La contradicción refleja un problema serio en cualquier Gobierno. En un breve lapso de tiempo, el Presidente contradice a sus ministros, que vuelven a contradecirlo sobre un asunto muy sensible. La Presidencia de una Nación es un cargo pensado para superhombres y es -en cambio- ejercida por personas normales. Tarde o temprano, al menos en la Argentina, esa asimetría se empieza a sentir y los presidentes -basta recordar los antecesores en el cargo de Alberto Fernández- empiezan a sonar raros, poco entendibles. Eduardo Duhalde fue el más sincero sobre el punto, cuando contaba lo que le pasaba en el alma durante aquel tremendo 2002. Algunos analistas, que fueron lapidarios con el Fernández desde el primer día, se apresuraron a sostener que algo de esto le ocurre. Sea así o no, sería razonable pensar que, en algún momento, la tremenda presión de estos dos años eternos le empiece a pasar factura. En un gobierno débil, además, ese tipo de situaciones profundiza la debilidad, porque confunde a todos, no se entiende nada.

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Sin embargo, el episodio, aun con el nivel de improvisación que revela, tal vez sea menos relevante que una situación de contexto mucho más grave, y que trasciende en mucho al actual Presidente. Para entenderlo, tal vez haya que hacer un esfuerzo, abrir el cuadro y, por un momento, mirar lo que ocurre fuera de las fronteras del país. Siempre es difícil tomar perspectiva, pero a veces se hace inevitable.

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La magnitud del problema que enfrenta la Argentina no es exclusiva de la Argentina y estuvo muy bien reflejada esta semana por la influyente revista británica The Economist, cuya portada fue ilustrada con tres espigas de trigo. El título era un pronóstico terrible: “The coming food catastrophe” (“La catástrofe alimentaria que se viene”). El periodismo más sofisticado del mundo empieza a advertir sobre un proceso que no está relacionado con la capacidad o incapacidad de tal o cual Presidente o con la coordinación o falta de ella en un Gobierno o en un país. Es otra cosa, una ola mucho más tremenda.

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La “catástrofe alimentaria que viene” ya ha sido disparada por la guerra en Ucrania, debido a que los dos contendientes integran el selecto grupo de mayores exportadores de trigo del planeta. La escasez de trigo ha provocado efectos fuera del escenario bélico. The Economist informa, por ejemplo, que veintitrés países, desde Kazajstán hasta Kuwait ya han impuesto severas restricciones a la exportación de alimentos, “lo que equivale al 10 por ciento de las calorías que se intercambian en el comercio global”.

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Ese problema no ofrece demasiadas alternativas a los países que no producen alimentos porque, finalmente, lo único que pueden hacer es comprar los alimentos más caros que antes o abstenerse de hacerlo. Hay, en cambio, un grupo de países, entre ellos la Argentina, que producen muchísimos más alimentos, que los que necesitan.

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Eso, que a primera vista pareciera una bendición, puede generar problemas muy serios. Si la situación se deja librada a su suerte, esto es, si el Estado no interviene de alguna manera, ese beneficio será disfrutado casi exclusivamente por los productores y exportadores, que intentarán vender a precios internacionales todo lo que producen: afuera y adentro. En ese caso, la inflación de alimentos aumentaría en el país productor igual que en el resto del mundo y la sociedad se deslizaría peligrosamente hacia un conflicto social.

Pero si ocurre lo contrario -esto es, si el Estado interviene- el riesgo es de otro tipo de conflicto social: los productores y exportadores resistirían cualquier tipo de regulación, a través de retenciones o de cualquier otro instrumento, y estarían dispuestos a dar batalla contra quien se atreva a discutir algo de la nueva riqueza que llueve hacia sus emprendimientos.

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En ese contexto, cualquier Gobierno tiene dos salidas, y ambas son imposibles: si impone retenciones se arriesga a enfrentar un conflicto social muy agudo con los productores agropecuarios, si deja todo como está se desliza hacia otro conflicto con los sectores sociales más frágiles -su base electoral- que demandan cada vez más ayuda ante lo duro que se pone todo.

En esa dinámica, el paso de comedia entre Alberto Fernández y Julián Dominguez refleja indecisiones e improvisación en el equipo oficial pero muchas otras cosas además de eso. Fernández, el viernes por la mañana, expresó el deseo de lo que querría hacer, de lo que considera justo, de lo que cree que cualquier Gobierno debería intentar ante el problema que anticipa The Economist. Dominguez, el viernes al mediodía, dejó en claro los límites que impone la realidad: hay algunas puertas que un Gobierno, cualquier Gobierno, tiene prohibido abrir.

¿Y entonces?

Cristina Kirchner intentó imponer retenciones móviles. Abrir esa puerta a patadas. Perdió. Alberto Fernández lo desea pero no lo impone. Pierde. Mauricio Macri baja sustancialmente las retenciones. También pierde. Está claro que esta gente no es el Liverpool ni el Real Madrid. Pero si lo fueran tendrían un dilema similar. En condiciones mundiales dramáticas, ¿cómo se regula el precio de los alimentos si sus productores no están dispuestos a reconocer las ganancias extraordinarias que le llueven del cielo, ni a compartir partes de ella? ¿Y si además esa resistencia tiene muy buena recepción en los medios de comunicación y las clases medias urbanas? ¿Y si la fuerza más votada en las últimas elecciones anuncia que no acompañará, ni siquiera en esta situación, ningún aumento de impuestos? Esa respuesta le corresponde darla al Gobierno. Pero, ¿solo a él? ¿Los productores no tienen otra alternativa que atrincherarse en tractorazos preventivos? ¿Hasta ahí llega su creatividad, su imaginación?Protesta de sectores agropecuarios contra el GobiernoProtesta de sectores agropecuarios contra el Gobierno

Nada de esto exculpa a Fernández ni al Gobierno por sus marchas, contramarchas, curvas y contracurvas. Pero expone un problema que no se agota en el equipo gobernante. Además, de la impotencia y el fracaso de un gobierno acuerdista y de buenos modales se ha nutrido siempre el surgimiento de movimientos que intentan por las malas lo que no se consiguió por las buenas –el peronismo original, el cristinismo, o lo que fuere que esté por venir. Es cierto que por las malas tampoco logran nada, lo que vuelve todo al comienzo, como un loop eterno.

Muchas personas creyeron, a su debido momento, que el problema del país se llamaba Raúl Alfonsín, Carlos Menem, o Fernando de la Rúa, o Cristina Kirchner, o Mauricio Macri. En algún momento de sus mandatos, cuando las cosas se les complicaron, cada uno de ellos empezó a parecer contradictorio, vacilante, extraño, caprichoso o ido. Y se machacó sobre eso, porque a esa altura un presidente es el eslabón más débil y visible de un sistema que no funciona. Pero conviene preguntarse si no hay un problema más profundo, una impotencia que les viene de un lugar ajeno a su poder tan relativo. De esa impotencia habló Fernández -tal vez sin darse cuenta que lo hacía, con una franqueza casi autodestructiva- en su última entrevista.

“El escenario está preparado para un juego donde todo el mundo le echa la culpa al otro, donde Occidente le echa la culpa a Putin por la invasión, y Rusia denuncia a las sanciones de Occidente. En verdad, las disrupciones son, en principio, responsabilidad de la invasión del señor Putin, y algunas sanciones las han exacerbado. Esta discusión puede transformarse fácilmente en una excusa para la inacción. Mientras tanto, alguna gente empieza a tener hambre y otra va a morir por falta de alimentos”, detalló la nota de The Economist.

En la Argentina, podríamos dar cátedra sobre ese juego donde todos le echan la culpa al otro.

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