Dieron vuelta el reloj de arena y empezó el escándalo. Este no es un año electoral y ya quedaron en el recuerdo varios meses de 2022. Todos saben (y los eventualmente afectados lo saben más) que la Corte Suprema de Justicia podría dictar sentencia en tiempos inminentes sobre las presentaciones que hizo Cristina Kirchner para salvarse de los juicios en marcha por presuntos hechos de corrupción durante su gestión presidencial. La condición de año no electoral es importante por la jurisprudencia política e implícita de la Corte Suprema de no pronunciarse sobre causas con contenido político en años de elecciones. Prefiere (se coincida o no con ese criterio) abstenerse de tomar decisiones que podrían inclinar la voluntad del electorado. Por eso, las resoluciones sobre las presentaciones de Cristina Kirchner se postergaron el año pasado, cuando el oficialismo perdió feamente las elecciones legislativas de mitad de mandato. Pero no es el caso de este año, del que ya transcurrieron cinco meses; además, la Justicia entrará en receso, como lo hace siempre, durante quince días de julio. El tiempo se encoge y la desesperación se instala.
“La Corte estará a la altura de las expectativas de la Constitución”, aseguró un funcionario que frecuenta a los jueces del máximo tribunal del país. Una mayoría de tres jueces (Horacio Rosatti, Juan Carlos Maqueda y Carlos Rosenkrantz) han llegado a coincidencias notables sobre los tiempos y el contenido de las sentencias, según versiones judiciales seguras. No puede desconocerse que esos tres jueces han construido una alianza nueva en la Corte, dispuestos, más allá de la simpatías políticas de cada uno, a defender la independencia del tribunal y la interpretación correcta de las leyes y la Constitución. Estos son los elementos nuevos (los reagrupamientos en la Corte y las vísperas de sentencias importantes para la vicepresidenta) que explican el odio, el rencor y las amenazas explícitas del kirchnerismo al máximo tribunal. De esa vasta operación participa también el propio Presidente, amigo o conocido de casi todos los miembros de la Corte. Dijo en su momento, poco tiempo después de asumir la presidencia: “Conozco a casi todos los miembros de la Corte y sé de la calidad humana y profesional que tienen. Solo no conozco a Rosenkrantz, pero respeto, aunque no esté de acuerdo con algunas de sus opiniones, su capacidad y su honestidad intelectual”. Ahora, acaba de decir que “la Corte avergüenza”. La Corte es la misma que él elogió en su momento. El que cambió es el Presidente, no los jueces supremos.
Una Corte de 25 representantes de los liderazgos políticos provinciales no sería un tribunal de justicia, sino un rejunte de vicarios locales.
Con todo, el mayor agravio a la Corte vino escrito en un documento firmado por 16 gobernadores, todos peronistas o aliados incondicionales del kirchnerismo. Pidieron la ampliación de la Corte y que esta sea “federal”. ¿Federal? ¿Acaso la Corte está integrada solo por porteños indiferentes a lo que sucede en el interior? Ni siquiera leyeron las biografías. Rosatti y Ricardo Lorenzetti son santafesinos y regresan a su provincia cada fin de semana que pueden. Maqueda es un cordobés inquebrantable, que representó en el Congreso nacional a su provincia y vuelve a Córdoba con frecuencia porque allí viven sus familiares más cercanos. Y Rosenkrantz nació en Corrientes. La cuestión federal es también un eje importante en la arquitectura jurídica de esta Corte.
La ampliación de la Corte para hacerla más “federal” es solo un eufemismo: están diciendo que quieren una Corte de 25 jueces en lugar de los cinco actuales. Una Corte de 25 representantes de los liderazgos políticos provinciales no sería un tribunal de Justicia, sino un rejunte de vicarios locales. En las votaciones prevalecerían los intereses políticos por encima de la ley y la Constitución. Sería el fin de la Corte como una instancia decisiva, definitiva e incuestionable de la Justicia. La destrucción misma de la Justicia.
Pero ¿esos 16 gobernadores representan cabalmente al peronismo? No lo entendió así la Corte, al menos. Por lo pronto, no firmaron los dos gobernadores peronistas más importantes: el de Córdoba, Juan Schiaretti, y el de Santa Fe, Omar Perotti. El resto es una mezcla de líderes locales eternizados en el poder (Rodríguez Saá, Zamora e Insfrán), de algunos rencorosos que detestan a la Corte porque les impidió la reelección permanente y de caciques locales que solo pueden tener vida política a la sombra de Cristina Kirchner. Todos ellos deben buscar el diccionario cuando se les habla de un principio tan esencial de la república como es la división de poderes. Ninguno se escandalizará porque una lideresa nacional aspire a tumbar la Corte solo porque intuye que esta puede dictar sentencias que la afecten. La Corte ya tiene jurisprudencia sobre la mayoría de las presentaciones de Cristina Kirchner en las que reclama nuevas pruebas o pide anular otras. La jurisprudencia es muy simple: la Corte no se mete en causas sin sentencias definitivas porque si lo hiciera se convertiría en un simple tribunal de alzada. Cristina pidió también que se declare “cosa juzgada” la investigación sobre la corrupción en la adjudicación de obra pública a Lázaro Báez, causa que está en pleno juicio oral y público. Un juzgado federal de Santa Cruz, donde en la Justicia siempre hay amigos, familiares y vecinos, ya la sobreseyó, sostiene ella. Será difícil para la Corte darle la razón después de todas las pruebas y testimonios que hubo, posteriores a aquel veloz sobreseimiento en Santa Cruz.
La Corte tampoco puede esperar mucho más para decidir sobre la quita de recursos a la Capital por parte de Alberto Fernández. Fueron recursos que Mauricio Macri le cedió a la Capital cuando le transfirió la policía. Los gobernadores toman también esta cuestión para envolverse en la bandera del federalismo. Es un problema entre el gobierno federal y la Capital, que no debería afectar a las provincias.
Schiaretti y Perotti son peronistas que tienen algún prestigio que cuidar como para firmar semejante diatriba contra una institución fundamental. Llama la atención que haya firmado tal esperpento el gobernador de San Juan, Sergio Uñac, que suele entusiasmar a importantes interlocutores en sus viajes a Buenos Aires. Fue una decepción, porque demostró que solo es otro peronista que le habla al oído del que lo escucha. Pertenece a esa clase de dirigentes que termina confundiendo los principios con el escenario. Como se ve, Alberto Fernández no es el único ni el primero ni el último en hablarle al que lo escucha, aunque él tiene una responsabilidad mayor porque debe respetar la palabra presidencial.
La decadencia conceptual de la dirigencia gobernante apareció también con motivo de la Cumbre de las Américas. El Presidente decidió refugiarse, hasta verbalmente, en las ideas extravagantes de su vicepresidenta. Habla del “norte”, como hablaba Cristina Kirchner para no nombrar a los Estados Unidos. Eso es, a pesar de todo, lo de menos. Imagina una contracumbre (con la presencia de Cuba, Venezuela y Nicaragua) a esa cumbre patrocinada por Washington en Los Ángeles. Podría ser un remedo de la que ocurrió en Mar del Plata en 2005, cuando Néstor Kirchner le tendió una trampa al entonces presidente norteamericano, George Bush.
Sin embargo, lo peor no está en los actos, sino en las palabras. Alberto Fernández se quejó públicamente de los bloqueos comerciales a Cuba y Venezuela sin hacer ninguna mención a las tragedias que suceden en Cuba y Venezuela. Los bloqueos son discutibles, pero el silencio sobre las sistemáticas violaciones a los derechos humanos en Cuba, Venezuela y Nicaragua es imperdonable. Alberto Fernández habló de que el conflicto venezolano es por “disputas políticas”. ¿Solo eso? ¿Y qué son las torturas, las prisiones de disidentes, los asesinatos de opositores o la destrucción de la prensa independiente? Nada, según el registro del presidente argentino.
No es raro que surjan tales omisiones de parte de una dirigencia que decidió voltear nada menos que a la Corte Suprema de su país. Una estirpe gobernante fracturada e impotente, moralmente agotada.