El país fue puesto al borde del colapso por un gobierno inoperante del que su propia creadora no quiere hacerse cargo. La semana pasada pudimos observar en vivo y en directo que el extravío de Alberto Fernández ya es crónico. Hace tiempo perdió el rumbo y no lo encuentra. En el Parque Colón de la Casa Rosada no tuvo mejor ocurrencia que “celebrar” los tres años de lo que mayoritariamente es considerado el peor gobierno de la democracia argentina.
Y para que nos quede claro a todos, en esa celebración del fracaso, la Vicepresidenta volvió a hacerle bullying: no fue de la partida, marcando con su ausencia no solo su desprecio por el Presidente, sino un nuevo intento por alejarse de los efectos expansivos de la mala gestión, de esa que no quiere pagar las consecuencias pese a que ella fue su mentora. Alberto rodeado de un minúsculo grupo de funcionarios sin peso político relevante, nos volvió a mostrar que pese a estar más solo que nunca, pretende, más no sea pour la gallerie, insistir en su reelección.
Y, todo esto sucedió a pocos días de que los cortes de luz masivos afectaran a más de medio millón de usuarios. Realmente impresentable. La decepción generalizada que vive gran parte de la ciudadanía argentina representa un severo desafío para el gobierno (de Alberto y de Cristina). Como lo dijo un histórico dirigente sindical: “Estamos cerca del que se vayan todos”. La dirigencia argentina tiene que estar atenta hasta cuándo la sociedad va a estar observando cómo decae paulatinamente su ocupación, su ingreso, su desolación.
Pese a la pausa mundialista, vivimos una etapa donde la política está siendo muy observada por la ciudadanía al mismo tiempo que la tensión social, que se genera a partir del flagelo inflacionario, hace estragos en los bolsillos de los trabajadores y de la clase media. En ese contexto de incertidumbre económica y política la grieta terminó convirtiendo a la dirigencia política en una Torre de Babel donde resulta imposible que unos y otros se entiendan y logren consensos básicos.
La división de la política se ve agravada por la gestión del Gobierno que es, cuanto menos, lamentable. En lugar de solucionar problemas los crean. Ponen nuevos impuestos en vez de quitar los viejos. No generan prosperidad, distribuyen pobreza. Gastan mal y de más (recordemos, por ejemplo, el cotillón mundialista del PAMI). ¿Están dormidos? Son tan ineficientes como demagogos. Juegan los juegos del poder sin darse cuenta que no ganaron una sola mano.
Lo más grave del populismo es que presume tener todas las soluciones, cuando en realidad es una parte del problema. El relato perverso de un reparto igualitario de la riqueza se termina convirtiendo en la pócima que nos envenena y nos estanca en la decadencia más profunda. Desprecian en público las riquezas de las que gozan en privado, hablando de igualdad social en tuits que mandan desde sus celulares de última generación.
Con Cristina caída en desgracia y a poco de festejar sus siete décadas de vida, los franquiciados de lo que una vez fue el peronismo, tienen un arduo trabajo por delante: elegir a quién se va a sacrificar por el partido, bajo el anhelo de hacer, cuanto menos, una elección digna que les permita pararse cómodamente (luego del desastre que cometieron como oficialismo) en el lugar de opositores a lo que sea que el futuro nos depare como nuevo gobierno a partir del 10 de diciembre de 2023.
En ese contexto de orfandad política, los grandes huérfanos del renunciamiento cristinista son los integrantes de la facción militante La Cámpora, a quienes todos detestan en privado, pero toleran en público. Muchos podrán reciclarse, otros no. Son tiempos de cambio para una clase dirigente que dio sobradas muestras de su incapacidad, pero mucha eficiencia a la hora de construir fortunas imposibles de justificar. Todo siempre debajo de las polleras de lo que fue la mujer más poderosa de la nación en las últimas dos décadas.
En ese clima de insatisfacción por la gestión de un gobierno que no supo hacerse cargo de los problemas, sino que los agravaron y mucho, debe analizarse la crisis de legitimidad política del Frente de Todos, una coalición utilitarista que, a la hora de gestionar, todo lo que prometieron cayó en saco roto. Más allá de los esfuerzos cristinistas por generar un nuevo relato de victimización y mostrarse ajena a la gestión de su engendro político, es claro que su fecha de vencimiento está próxima a cumplirse.