uando el jueves pasado, el último día hábil de la gestión del dueto Alberto Fernández-Cristina Kirchner, la Corte Suprema de Justicia incorporó al Consejo de la Magistratura al senador Luis Juez y expulsó al kirchnerista Martín Doñate, le asestó una definitiva derrota a la aristocracia política que gobernó el país durante 20 años. El kirchnerismo tendrá en adelante solo cinco representantes legislativos en el Consejo de la Magistratura, integrado ahora por un total de 20 miembros; aquel número escaso no le sirve ni siquiera para impedir los dos tercios que necesitan la selección o la destitución de jueces. Cristina Kirchner quiso controlar ese crucial organismo de la Constitución desde antes de ser presidenta de la Nación. Cuando era solo senadora, y su marido hoy muerto era el presidente, elaboró una ley que fue aprobada por el Congreso y que disponía una constitución más política que profesional del Consejo de la Magistratura. Hace poco, la Corte declaró inconstitucional esa ley que escribió la propia Cristina Kirchner. Aunque sucedan casi inadvertidamente, varias decisiones de la Corte sobre el Consejo significan que en adelante ella no tendrá ninguna influencia en la conformación de la Justicia, que es donde ocurrirá su destino en los próximos años.
Suceden al mismo tiempo hechos nuevos más importantes que tales impotencias. Hoy, cuando se cumplen 40 años desde la restauración de la democracia, veremos algo nuevo en la política: asumirá como presidente de la Nación un dirigente, Javier Milei, que no pertenece a las dos grandes familias políticas que se turnaron en el poder. Peronismo y no peronismo (o antiperonismo) han sido sucesivamente derrotados en los últimos meses por quien expresa una metamorfosis de la política. Milei es producto del default de la histórica dirigencia argentina y, sobre todo, de la ineptitud y la corrupción de los líderes kirchneristas. Esos caudillos mediocres agravaron en los últimos cuatro años casi todos los problemas argentinos. Cristina Kirchner no es una mujer sola sobrellevando la culpa; junto a ella están Alberto Fernández y Sergio Massa. Según un estudio de Fausto Spotorno, jefe de economistas de Ferreres y Asociados, la deuda bruta del país aumentó en los últimos cuatro años en casi 100.000 millones de dólares. Pasó de 308.846 millones en 2019 a los actuales 401.433 millones. Ya Alfonso Prat-Gray había precisado que durante la gestión de Mauricio Macri la deuda pública aumentó 47.000 millones de dólares; es decir, la mitad del monto que le sumaron Cristina, Alberto Fernández y Sergio Massa durante un período igual de tiempo. Sin embargo, los argentinos debieron escuchar decir a Massa, hasta el último día de su avatar oficial, que la tragedia argentina se debía a la deuda de Macri. La realidad es implacable frente las constantes ficciones del ya exministro de Economía y fracasado candidato a la presidencia.
Milei es producto del default de la historia argentina y, sobre todo, de la ineptitud y la corrupción de los líderes kirchneristas
Alberto Fernández asumió con un tipo de cambio oficial de 59,94 pesos por dólar y lo deja en 400 pesos. El dólar paralelo valía 71 pesos en diciembre de 2019 (en agosto de ese año, antes de las elecciones primarias que encumbraron a la fórmula Fernández-Kirchner, costaba 40 pesos) y la última cotización durante la administración de ese dúo, el jueves pasado, fue de 955 pesos. Una monumental devaluación de la moneda argentina, se la mida como se la mida. La brecha cambiaria (la distancia entre el dólar oficial y el paralelo) saltó del 18,5% en 2019 al 164,5%. El déficit fiscal primario –sin los intereses de la deuda pública– era en diciembre de hace cuatro años del 0,4% respecto del PBI; Alberto Fernández y Sergio Massa lo dejaron en casi el 3%. Las reservas brutas del Banco Central cayeron a la mitad durante la gestión del gobierno que se va, pero las reservas reales son negativas en 12.000 millones de dólares; esto es: la autoridad monetaria está usando por semejante monto los encajes, que son parte de los ahorros en dólares de los argentinos. La inflación anual pasó del 52,1% en 2019 al 162,4% en lo que va de 2023, sin contar los índices de noviembre y diciembre, que aún no se conocen, aunque la habitual medición de Ferreres dio un aumento del 12,9% en noviembre, casi el 13%. Insoportable. La decadencia no se detuvo ahí. El salario real bajó del promedio de 403.131 pesos mensuales en 2019 a los 376.594 de ahora, después de cuatro años de altísimos niveles de inflación. En dólares, el salarió promedio bajó de 611 dólares mensuales hace cuatro años a 424 dólares de ahora (medido con el dólar oficial, desde ya). En síntesis, la sociedad se empobreció dramáticamente. La pobreza, según los datos del Indec, pasó del 35,5% en 2019 al 40,1% de ahora; casi 12 millones de argentinos son pobres. El director del Observatorio Social de la UCA, Agustín Salvia, señaló públicamente que poner en duda la magnitud de la pobreza en la Argentina es “ridículo”, y precisó que puede ascender al 50 o al 65%, según la cantidad de carencias que se midan.
Ni Martín Guzmán ni Massa pudieron hacer nada para mejorar un poco, al menos, la economía. Al revés, todas las políticas que implementaron solo empeoraron fatalmente las cosas. Milei deberá aplicar desde hoy una política de reducción del gasto público que él anunció en 15 puntos del PBI; es un ajuste que ningún político profesional se animó a proyectar nunca. Se explica: a Milei lo dejaron sin atajos tras el despilfarro electoral de Massa. Ni puede seguir emitiendo dinero falso, si quiere frenar la inflación, ni puede aspirar a conseguir créditos para financiar gastos corrientes. Funcionarios cercanos al nuevo presidente estiman que las consecuencias de las políticas que se adoptarán a partir de hoy significarán una inflación alta durante tres o cuatro meses (alrededor del 20% mensual, anticipan), porque el Gobierno les sacará el pie a todos los precios que ahora están bajo control estatal. “En abril, la economía debería estar estabilizada y algunos sectores deberían empezar a crecer”, dijeron muy cerca de Milei. Pero nadie es ingenuo. La CGT peronista y algunos movimientos sociales identificados con el peronismo ya anunciaron que están movilizados, y que podrían convocar a huelgas y manifestaciones en el espacio público. La izquierda trotskista anticipó –cuándo no– que no le dará un segundo de tregua al flamante gobierno. Llama la atención que la CGT se haya enfurecido antes de que Milei asumiera cuando no escribió ni siquiera un documento crítico sobre la administración de Alberto Fernández. No hubo huelgas cegetistas durante los cuatro años en los que se registró un monumental derrumbe en el nivel de vida de los argentinos.
Alberto Fernández podría haber sido un presidente mejor con solo dejar de escuchar (o de obedecer) a Cristina Kirchner, si hubiera optado por la dignidad en lugar de la sumisión. Subrayó en sus últimas declaraciones públicas que él no fue un títere porque se va del gobierno sin hablarle a la vicepresidenta. Importa poco si le habla o no le habla. Quien es ya un expresidente entregó de manera definitiva su administración el día en que despidió a su primera ministra de Justicia, Marcela Losardo, amiga y socia de muchos años de Alberto Fernández y una buena interlocutora con el mundo judicial. Nombró en su lugar a Martín Soria, un patotero dirigente peronista de Río Negro, cuya gestión murió cuando fue de visita protocolar a la Corte Suprema y maltrató a sus jueces. El ministro de Justicia en los hechos fue desde entonces Juan Martín Mena, que fungió como viceministro; Mena es un exfuncionario de los servicios de inteligencia y un seguidor ciego y mudo de Cristina Kirchner. Fue Alberto Fernández, con todo, el que hizo los peores papelones en la Justicia, a pesar de que se pavonea diciendo que es profesor de la Facultad de Derecho. Él despertó a los argentinos el 1º de enero pasado con el anuncio de que le iniciaba un juicio político al presidente de la Corte Suprema, Horacio Rosatti, por una filtración ilegal de supuestas conversaciones telefónicas de un colaborador suyo; luego extendió ese grosero juicio a los restantes tres jueces de la Corte. Ahora se sabe que la filtración de conversaciones telefónicas era una tarea miserable en manos de kirchneristas. Cuidado: un buen fiscal, Carlos Stornelli, acaba de hacerse cargo de esa investigación sobre un servicio de inteligencia paralelo en poder de los seguidores de Cristina Kirchner. Otra derrota. La historia del gobierno de Alberto Fernández y Cristina Kirchner es la historia de algo que quiso ser y nunca fue.
Por Joaquín Morales Solá – La Nación