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¿Cuánta hipocresía somos capaces de soportar?

Por Héctor M. Guyot - La Nación

Agustín Rossi, Sergio Massa, Alberto Fernández y Cristina Kirchner.
Agustín Rossi, Sergio Massa, Alberto Fernández y Cristina Kirchner, en julio del año pasado
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En estado de shock, en medio del incendio que provoca el escándalo de un expresidente golpeador, el peronismo trabaja en su nueva máscara. Se trata, por ahora, de rudimentarios ensayos de autopreservación que buscan quitarse del rostro la última que han usado, ya en avanzado estado de descomposición. Pero cuidado, el truco de siempre comienza a ponerse en marcha con recursos de probado éxito, invictos hasta aquí: el sacrificio de un chivo expiatorio y una descarada victimización.

“La doctrina peronista no puede pagar el precio de los errores de las personas”, dijo hace unos días Andrés “Cuervo” Larroque. Habría que preguntarle al militante camporista a qué errores alude. ¿Al sometimiento de una figura mediática a un interrogatorio humillante con el fin de levantar un ego adolescente? ¿Al uso del aura y los salones del poder para seducir mujeres? Porque la patada en la panza, los cachetazos diarios y la tortura psicológica a la ex primera dama Fabiola Yañez son otra cosa. Configuran delitos graves por los cuales Alberto Fernández ya está imputado.

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Además, ¿a qué personas se refiere? Si se trata solo del expresidente, Larroque se quedó corto. El Alberto presidente fue una extensión de la voluntad de Cristina Kirchner. Ella lo usó para darse a sí misma una segunda vida y desmantelar las causas de corrupción que pesan sobre sus hombros. Fernández fue algo así como un mandatario fallido que no cumplió con el objeto del mandato (garantizar la impunidad). Tal vez porque carecía de voluntad para todo aquello que no fuera darse una vida de lujos y placeres al amparo del poder.

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La cosa estaba podrida desde el principio. El pecado original de aquel acuerdo perverso, que también firmó Sergio Massa, se manifiesta hoy en los pecados del expresidente y en un país degradado en lo material y lo moral.

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En su momento, describí el vínculo entre Cristina y Fernández como una suerte de sadomasoquismo político. La entonces vicepresidenta le dedicaba a su presidente duros correctivos verbales y humillaciones venenosas, que eran asimiladas con docilidad por el sumiso ocupante de la Casa Rosada. No sabíamos que aquel hombre sin más atributos que los que le concedía el cargo tenía, puertas adentro, sus desahogos.

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Ahora Cristina, con la vocería de Wado de Pedro y Mayra Mendoza, dice que ella era maltratada por Fernández. Para entender al kirchnerismo, nada mejor que un manual de psiquiatría: así como Alberto se victimiza frente a Fabiola Yañez después de haberla golpeado (“me siento mal, pará”), Cristina también invierte los términos y se coloca el traje de víctima. Es lo que mejor le sale, a fuerza de práctica. La falsa condición de víctima es el lugar desde el que se construye el relato. Pero, ¿qué grado de efectividad conserva hoy el relato cuando las causas nobles que el peronismo K reivindicaba fueron mancilladas por quienes decían defenderlas?

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El chivo expiatorio y la victimización son recursos para evitar el espejo. Hay en el peronismo una suerte de insensibilidad moral que le impide el ejercicio de la autocrítica. Por eso acumula vicios y delitos en progresión geométrica.

Una última duda respecto de la frase de Larroque: ¿de qué doctrina peronista habla? La mayoría de sus dirigentes pasan de un extremo del arco ideológico al otro según sopla el viento, sin ponerse colorados. Lo que define al peronismo es una constante condición transformista que le ha permitido despegarse de los daños creados por su última encarnación para pasar a la siguiente. ¿Hay doctrina? ¿Hay contenido a defender? Si así fuera, lo disimulan muy bien. La prueba es lo que hicieron con la causa feminista y, sobre todo, los derechos humanos.

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Partidizar un valor universal, que por definición está más allá del color político, es negarlo. Y es negar, al mismo tiempo, la posibilidad de convivencia de quienes piensan distinto: supone la destrucción de los principios comunes que habilitan el diálogo. Sin ese espacio de valores compartidos, la política se vuelve una guerra sin cuartel donde todo vale. Y lo primero que se destruye es la palabra. Esta parece ser la enfermedad de la democracia argentina, que viene de lejos, pero que el peronismo kirchnerista ha profundizado hasta extremos de los que será difícil regresar.

¿Regresará el peronismo del affaire Fernández, tal como antes ha regresado de los bolsos de López o de la causa Cuadernos? ¿Será el escándalo, como un lector de este diario arriesgó en una carta de esta semana, solo una mácula más en su trayectoria? Difícil saberlo.

En todo caso, buena parte de la respuesta reside en una sociedad golpeada a la que le cuesta abrir los ojos. Ante un peronismo inmune al desafío de la autocrítica, quizá esa misma sociedad, frente a todo lo que revela el espectáculo patético que se desprende del último gobierno K, no tenga más remedio que mirarse al espejo y cambiar. ¿Cuánta hipocresía somos capaces de soportar? ¿Cuánto cinismo? ¿Cuánto delito?

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