El 28 de junio de 1940, Hitler estuvo 3 horas en París. Francia estaba bajo el poder nazi. Su triunfo parecía inevitable. Antes había firmado el armisticio con Francia en el mismo lugar y con las mismas condiciones con las que los alemanes habían sido humillados en 1918.
La orden fue feroz y no admitía interpretaciones: “¡Saquen el vagón de ese depósito y pónganlo en el mismo lugar que estuvo en el 18! ¡Exactamente en el mismo lugar!”.
Así que hubo que trasladar ese vagón que no andaba sobre rieles desde hacía dos décadas y ubicarlo en el lugar exacto en el que había estado el 11 de noviembre de 1918.
Hitler, dicen, lo calculó antes de ordenar la invasión. Era una de sus obsesiones. Sus hombres habían localizado la unidad, el vagón CIWL 2419, hacía un tiempo. Cuando se impuso, cuando Francia declinó, hubo que dirimir las condiciones de la ocupación. Había que firmar un documento que las estableciera. Hitler no necesitó consultar. Sabía qué título llevaría el documento y donde se firmaría. Era el segundo armisticio.
El primero había sido en 1918 y había marcado la derrota de los suyos en la Primera Guerra Mundial. Ahora, en junio de 1940, era al revés. Los que imponían condiciones eran los alemanes. Ellos decidían y sus enemigos aceptaban. Hitler imitó al Mariscal Foch. Escamoteó su presencia y cuando lo hizo se mostró imperial y repleto de desprecio.
Sus ayudantes habían dispuesto todo. Cada cosa dentro del vagón debía estar en su lugar: en el lugar que estaba en noviembre de 1918. Para que no hubiera ningún error consultaron documentos, testimonios y las pocas imágenes que había. El Führer se sentaría en el mismo sillón y en el mismo sitio de la mesa en el que lo había hecho el Mariscal Foch.
Los franceses recibieron el mismo trato que habían dispensado 22 años antes: no había condiciones a discutir. El texto del armisticio era ese. De otro modo, no había acuerdo.
El mismo breve plazo para responder.
Hitler forzaba las simetrías. Un copycat del armisticio. Estaba convencido de que así su victoria se multiplicaba. Y que sería vitalicia.
La venganza había sido consumada. El daño, reparado.
El Segundo Armisticio, el que marcaba la supremacía nazi sobre Francia, el que vino después del desastre bélico de la Batalla de Francia y el que produjo la creación del Gobierno de Vichy se firmó el 22 de junio de 1940.
Antes de abandonar el bosque de Compiegne, Hitler dio una orden precisa. Destruyan todo, debía notarse que el Führer había pasado por ahí. Nada debía quedar en pie. Había un museo que recordaba y celebraba la victoria francesa de 1918. El tinglado, las placas conmemorativas, cualquier construcción. Hasta el césped debía ser prendido fuego. Solo debía subsistir una cosa: la estatua del Mariscal Foch. Para que esa figura fuera testigo de la tierra arrasada, para que los franceses supieran que solo podían reinar sobre escombros inservibles y pastos chamuscados. Que los que mandaban a partir de ese momento eran los nazis.

La Guerra de Francia fue breve y su resultado contundente. Los alemanes invadieron Bélgica, Holanda y Luxemburgo. Luego, en junio de 1940, pasaron a Francia. Los cálculos de la comandancia francesa fallaron. Su estrategia defensiva no resultó. Intentaron remedar lo que había sucedido en la Primera Guerra Mundial. Pero el mundo había cambiado. Lo que los llevó a la victoria en esa contienda los hizo caer derrotados en el principio de la Segunda Guerra.
Mientras los franceses casi sin aviación, con armamento viejo y con tácticas anticuadas pelearon como en 1918, los alemanes lo hicieron como en 1940. Después fue tiempo de las disputas internas entre los franceses. Los que querían seguir peleando pese a las desventajas y los que querían capitular ante el avance nazi. Ganaron estos. Un emblema del país, un héroe de la Gran Guerra, el Mariscal Philippe Pétain quedó a cargo del gobierno que se estableció en la ciudad balnearia de Vichy. Charles De Gaulle debió refugiarse en Inglaterra desde dónde llamó a luchar y a la resistencia.
Lo más impactante de la invasión alemana fue, sin duda, su establecimiento en París. No solo por la sencillez de la victoria sino por el enorme valor simbólico. En junio de 1940, las tropas nazis se instalaron en París. La Ciudad Luz, la imagen de la libertad, quedaba bajo el poder nazi.

Adolf Hitler conseguía lo que pretendía. Europa sucumbía bajo sus pies.
Ante la entrada alemana, el corresponsal de guerra norteamericano Elliot Paul escribió: “Era el final de un mundo en el que París había tenido la supremacía, en el que Francia estaba viva, en el que había un hálito de libertad. Había petróleo en el aire ennegrecido y hollín en la lluvia, y el cielo bajo pesaba sobre la desgraciada ciudad”.

El revolucionario Victor Serge, que había logrado escapar del Estalinismo para radicarse en Francia, fue más contundente. Serge -que debió escapar a México- entendió de inmediato lo que implicaba la avanzada nazi: “El final de París es el fin del mundo. ¿Podemos aceptar tal cosa, a pesar de nuestra lucidez?”.
La primera y única vez de Hitler en París, el escultor oficial y el arquitecto del Tercer Reich
Las estatuas del escultor Arno Breker eran gigantes, marciales, heroísmo tallado y exuberante. Era el preferido de Hitler desde que había visto esos atletas musculosos que esculpía. Los nazis y los fascistas sentían debilidad por lo grandilocuente. Él se había convertido en el escultor oficial del régimen.
Una tarde, mientras Breker trabajaba en su estudio, unos agentes ingresaron sin golpear. Breker se sobresaltó; en un ramalazo repasó todo lo que había dicho y hecho en las últimas semanas para intentar encontrar cuál había sido el motivo del enojo de su jefe. Los agentes lo obligaron a acompañarlo. Breker con voz inaudible preguntó por el destino pero no recibió respuesta. Después un largo viaje en auto para salir de Berlín, un bosque y al final una pista de aterrizaje. Lo subieron a un avión y recién cuando descendió por la escalera de la nave, se tranquilizó.
En la pista vio a Albert Speer y a Hermann Giessler, otro arquitecto. Era el cuartel general de campaña nazi en Bruly-de-Pesche. Le informaron que viajaría a la última conquista de Hitler. Irían a París y el Führer quería recorrer con ellos la ciudad para poder apreciar con mayor profundidad las maravillas arquitectónicas y artísticas. Nada de caminar con militares. Él deseaba mostrarse sensible. El escultor podría resultar un buen guía; había vivido en la Ciudad Luz durante casi ocho años. Allí compartió veladas con Pablo Picasso y con otros artistas y poetas.
Albert Speer, el arquitecto del Tercer Reich y luego eficaz Ministro de Armamento, había tenido la primicia. Mientras plegaba los planos después de una reunión con Hitler, éste le dijo: “En unos días nos vamos a París con Giessler y Breker”.
La admiración de Hitler por París era conocida. Provenía de lecturas; nunca había estado en ella. Esa fue su primera y única visita. “Ahora París me abre sus puertas”. Pero por más que su estadía fue breve y se pareció a la de un turista que hace ciudades, ver la mayor cantidad de lugares en pocas horas y seguir, él era un conquistador. Había invadido y había vencido. Sentía que nada lo iba a detener.
“Podría atravesar el Arco del Triunfo y desfilar triunfalmente al frente de las tropas pero no es algo que deba hacerse a los franceses en este momento, conmocionados por la derrota”, le habría dicho Hitler a Breker, el escultor oficial. Un impensado gesto de elegancia.
El paseo parisino de Hitler fue demasiado furtivo para tratarse de un conquistador. Tanto es así que los historiadores no se ponen de acuerdo en el día en que ocurrió. Algunos sostienen que fue el 24 de junio de 1940 y otros afirman que fue el 28, cuatro días después. La comitiva llegó a la madrugada. Una caravana de imponentes autos recorría rauda la Ciudad Luz ante las calles desiertas. Hitler se subió al asiento del acompañante (siempre viajaba allí) del primer Mercedes. En el asiento trasero viajaban Speer, Giesler y Breker, los artistas, los conocedores. En el resto del convoy iban los funcionarios políticos y los militares. Hitler se reservaba para él la cuestión artística.
A las 6 de la mañana ingresaron a la Ópera de París. La recorrieron y contemplaron todo su esplendor desde el escenario.
Después fue el turno de la Iglesia de la Madeleine. Hitler les contó a sus acompañantes lo que ya sabían: que ese lugar había sido erigido como un templo seglar, para homenajear a Napoleón, y luego se transformó en uno religioso. Estaba obstinado en mostrar, ante un público tan cuidadosamente elegido, sus conocimientos, como el alumno aplicado que estudió la lección.
Luego la Place de la Concorde y un paseo por Champs-Elysées y el Arco del Triunfo. Allí la conversación fue obvia. Hablaron del Arco del Triunfo que construirían en Berlín. Todos estaban involucrados en la obra. Lo había ideado Hitler, Speer lo estaba diseñando y Breker cincelaría los bajorrelieves. Ese Arco, el de Berlín, debía tener una característica peculiar. Su tamaño debía ser tan grande como para que dentro suyo entrara el de París. Una metáfora demasiado obvia del sistema de medidas de Hitler y de su megalomanía.
Los autos siguieron, en ese tour veloz, hacia la Plaza del Trocadero. Bajaron a caminar. Un fotógrafo y un camarógrafo registraban cada movimiento de su jefe pero ese era el momento cumbre. La foto con el símbolo de la ciudad. Hitler posó con aire ausente, como si todos los días París cayera bajo su poder, con la Torre Eiffel de fondo. Esa imagen era el resumen del nuevo mundo, de su éxito. Si pudo conquistar París (y con facilidad) nada lo podría detener. Eso es lo que Hitler hubiera querido escribir en el epígrafe de esa foto.
Llegó otro momento importante para Hitler: la visita a la tumba de Napoleón. Pero antes de llegar a ella, la comitiva tuvo que pasar por delante de una estatua, la de un militar. Hitler no necesitó acercarse para leer la inscripción tallada en el mármol para saber de quién se trataba. Su cuerpo se tensó y en su cara se instaló un gesto hosco. Levantó la voz y apuró el paso para alejarse de la estatua: “No tenemos más que cargar con este tipo de recuerdos”, dijo. Lo que trató de no ver, la estatua que con un sólo ademán ordenó derribar era la de un militar, el general Charles Mangin, héroe de Verdún.
Ya en Les Invalides, Hitler y el resto de la comitiva quedaron abrumados por el silencio y el clima del lugar. Ante la tumba de Napoleón, se sacó su gorra y la apretó contra el pecho mientras bajaba la cabeza. Una señal de respeto ante quien él consideraba un par.
La recorrida siguió por el Panteón y después por Montparnasse. Recién eran poco más de las 7 de la mañana y el turista Hitler ya había recorrido los lugares más representativos de París.
En ese barrio, reconocido por alojar a los artistas, Breker había tenido su estudio. En el itinerario inicial estaba planeada una parada para que el artista le mostrara a Hitler su antiguo espacio de trabajo. Pero eso no sucedió. Algunos dicen que fue por falta de tiempo. Aunque la leyenda sostiene que al abrir la puerta, la encargada de la vivienda pegó tal grito al encontrarse frente a Hitler que colapsó y los hombres tuvieron que volver rápido a su automóvil.
La caravana continuó su apurado viaje. Pasó frente a otras construcciones emblemáticas de la ciudad. No se detuvo en Notre Dame, el Louvre ni el Palacio de Justicia.
Hitler miraba todo con seriedad y el impacto inicial se iba disipando. De nuevo su megalomanía ganaba la partida.
Albert Speer contó en sus memorias que unos días después, Hitler lo llamó a su despacho. Le ordenó redactar un decreto para que se reanuden todas las obras planeadas en Berlín. Le dijo que apenas lo tuviera listo se lo llevara que él lo firmaría de inmediato. “Alguna vez pensé destruir París. París es hermoso. Pero nuestra Berlín será mucho más linda. Cuando la terminemos será mucho más grande y hermosa. París se convertirá en una pálida sombra. No tiene el menor sentido destruirla”, le dijo Hitler.
París era el modelo pero a escala. En Berlín todo sería más grande e impactante.
Cuatro años después, ese supuesto amor de Hitler por París mutó en furia destructiva, en una intención arrasadora. Cuando la derrota era inminente, cuando la impotencia dominaba y los Aliados lo cercaban, el Führer a los gritos ordenó destruir la capital francesa. “París sólo puede quedar en manos del enemigo siendo escombros”, vociferó en agosto de 1944.

Del otro lado alguien decidió no escuchar, desobedecer. Dietrich von Choltitz, gobernador nazi de París, escribió en sus memorias que rechazó la orden porque “hubiera sido una acción llena de maldad y vergonzosa destruir un polo de cultura semejante”. Según él su visión del Führer había cambiado unas semanas antes cuando ante un encuentro personal percibió que había perdido la razón. Sus súbditos, en un lapsus de sentido común, se negaron a seguir la orden. El episodio quedaría resumido en la pregunta de Hitler mientras se deba cuenta de que la derrota era inevitable: ¿Arde París?
París no ardió. Y el régimen nazi, que había tenido la vocación de perdurar mil años se desmoronaba inevitablemente. En unos meses caería junto a su líder.