
El frío dejó al descubierto serios problemas de infraestructura de un sistema complejo que requiere respuestas diversas.
Fue como una explosión. Algo que ocurrió de un momento a otro y que nadie esperaba. La nota que publicó LA GACETA el domingo por la tarde se viralizó de un modo fenomenal, especialmente en los grupos de Whatsapp de padres y madres. El texto informaba que el Gobierno había decidido suspender abruptamente las clases el lunes porque se pronosticaron temperaturas bajísimas para ese día. La orden no hizo distinciones: las aulas se cerraron en la alta montaña, en las zonas rurales y en las ciudades, inclusive en colegios privados que cuentan con instalaciones adecuadas para proteger a los alumnos y a los docentes del frío. Hay quienes consideraron que fue una medida acertada; otros, que fue excesiva. Lo cierto es que frente a una comunidad educativa con realidades tan diversas, lo mínimo que se espera son respuestas acordes a esa diversidad. Y este no fue el caso.
Si miramos hacia atrás quizás empecemos a encontrar algunas pistas para entender lo que ocurre hoy. Pasaron cinco años, pero las secuelas que dejó la cuarentena por el coronavirus aún se sienten en muchísimos ámbitos de la vida cotidiana. Preferimos hablar de cuarentena y no de pandemia, porque esta última es una situación que escapa a cualquier designio, es algo imprevisto que se desarrolla de un modo muy difícil de controlar. En cambio, la cuarentena se basa en la toma deliberada de decisiones. Es decir, un grupo de personas establece cuáles son los alcances de las restricciones que se deben imponer para controlar, en este caso, una pandemia. Y entre 2020 y 2021, en Argentina se decidió cerrar las escuelas durante más de un año (mientras se permitían otras actividades, como el funcionamiento de casinos y salas de juegos, por ejemplo). Visto en perspectiva, resulta inverosímil. Pero ocurrió. Y hoy, sin dudas, estamos pagando las consecuencias. Las podemos vislumbrar en los penosos resultados de evaluaciones como las pruebas Aprender (sobre las cuales volveremos más adelante), pero también en preguntas que dieron vueltas en muchos grupos de padres entre el domingo y el lunes: ¿podemos ordenar un cierre de aulas masivo sin tomar en cuenta las diferencias que existen en un sistema tan complejo? ¿Si se sabía con anticipación que se venían días muy fríos, era necesario esperar hasta el atardecer del domingo para informar que al día siguiente no se iban a dictar clases? ¿Hemos trivializado el hecho de que los chicos vayan a estudiar?
Abismos irremontables
Más allá de la defensa corporativa que ejecutaron políticos y funcionarios oficialistas, gremialistas amigos y el mismísimo gobernador, queda flotando la impresión de que lo que intentaron fue cambiar el eje de la discusión. Lo dramático aquí no es la ola polar (que es eventual), sino que en tiempos en los que el mundo gira a la velocidad de la Inteligencia Artificial Generativa, en Tucumán todavía haya escuelas que carecen de las condiciones básicas para que los alumnos y los docentes no pasen frío. Si partimos de la base de que algunos establecimientos ni siquiera poseen vidrios en las ventanas, soñar con aulas calefaccionadas parece una quimera. Y esa es la medida de nuestra tragedia.
La infraestructura educativa es endeble. Y no lo dice este periodista. Lo admitió la ministra de educación, Susana Montaldo, el lunes, cuando dijo que “todo debería estar mejor equipado”. Inclusive, Nora Yenad, secretaria adjunta de ATEP (el mismo sindicato que calificó de “sectores minoritarios” a los que cuestionaron el cierre de las escuelas) admitió en una entrevista televisiva que en Tucumán hay espacios educativos sin calefacción, con vidrios rotos y sin sanitarios adecuados: “Las carencias se ven a lo largo y ancho de la provincia. No es solo alta montaña, también hay escuelas urbanas sin condiciones mínimas para garantizar un ambiente de aprendizaje digno”. Sin dudas, un diagnóstico alarmante.
Si algo queda claro es que la infraestructura escolar no ha sido prioritaria para las administraciones que gobernaron Tucumán en las últimas décadas (desde 1999, es el mismo partido el que está en el poder y son los mismos nombres los que se repiten gestión tras gestión inclusive sumando hijos, hijas y esposas con un descaro sorprendente). Se construyeron establecimientos, es cierto; inclusive, en los últimos tiempos se terminaron unas 40 escuelas que habían quedado inconclusas de gestiones anteriores. También es real que frente al frío, el mal estado de los salones no es el único problema: hay chicos y maestros que deben caminar mucho (especialmente en zonas rurales o de alta montaña), otros que esperan el colectivo a la intemperie o que circulan en motos con sus padres y con abrigos escasos. Pero nada de eso justifica que, a esta altura de la historia, no podamos tener estufas en todas las aulas tucumanas.
Fisuras educativas
Si salimos de la coyuntura climática y de las debilidades edilicias del sistema veremos que la situación sigue siendo trágica. Las pruebas Aprender que se tomaron a fines del año pasado nos dejaron resultados inquietantes. Tanto en Lengua como en Matemática (las dos asignaturas que se evalúan en este operativo) Tucumán quedó ubicado en el pelotón de las provincias con peor desempeño, junto con Chaco, Formosa, Jujuy, Salta, La Rioja y Santiago del Estero, entre otros distritos del norte. Esto también habla de un país con una matriz de inequidades: el NOA y el NEA no sólo son las regiones menos favorecidas económicamente, sino que también se trata de aquellas en las que las posibilidades de desarrollo siguen siendo limitadas, mucho más si partimos de una base que muestra tantas fisuras educativas.
Pero hay más: el 45% de los chicos argentinos de tercer grado no entiende lo que lee y uno de cada 10, directamente no lo sabe hacer. En 1997, Argentina estaba en segundo lugar en el ranking de alfabetización en la región. Hoy nos ubicamos en el décimo puesto, inclusive por debajo de países más pobres que el nuestro.
La debacle es innegable. La educación ha dejado de ser una prioridad desde hace muchos años y eso quedó más patente que nunca en el cierre compulsivo de escuelas que impulsó el peronismo durante la cuarentena. Ese antecedente es muy preocupante, porque da la sensación de que, después de semejante barbaridad, hoy ponerle candado a un aula se ha vuelto algo tan sencillo y banal como cualquier otra decisión administrativa. Y eso debe encender todas las alarmas.