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La Argentina se cae a pedazos con millones de niños condenados a la indigencia y sin futuro

Desilusión, bronca, asco, indignación, al ver un gobierno nacional que habla de igualdad, mientras tiene más de 7.000.000 de niños en la indigencia total, sin educación, sin salud, sin vacunas, sin oportunidades, una Argentina cada día más devastada por la casta política gobernante

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Un largo viaje en el universo palpable pero invisible de la sordidez y la marginación. Aun el mejor desenlace expone el drama en toda su intensidad; en todo caso evita la confirmación de los peores presagios y genera un alivio que no borra el horrible sabor de lo que no puede digerirse.

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El resumen de la búsqueda de una niña de siete años en situación de calle y de su captor es una metáfora de un país extraviado, guiado a ninguna parte.

O, en todo caso, obligado a caminar por cada vez peores y más lejanos caminos. Un gobierno con poca conciencia y escasa capacidad timonea un vehículo precario y lleva a los habitantes de una Argentina que parece dejarse llevar, dócil e inocente. El mundo mira sin explicarse el rumbo decadente del país que alguna vez pudo ser una potencia. Los últimos tiempos de la Argentina se parecen bastante al incierto viaje de Maia.

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Argentina tiene como marcas de hierro la desorientación y el desconcierto. Es el país de Maia, la niña de siete años que vivía en uno de los grupos de agujeros de plástico como chozas subhumanas o en la calle hasta que se la llevó un delincuente. Los vecinos dicen que no es el primer caso. Casi no hacía falta. Hay muchas Maia. A la espera de un destino, la niña nació desde la primera hora a sobrevivir junto a la madre con muchas adicciones y en el barro.

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En el país de Maia, la mitad de sus habitantes es pobre, hay una violencia en las calles constante, desde barras, pandillas, bandas, hasta conductores de coches importantes que bajan y se trenzan a golpes como si explotaran y el 80% de los caminos y calles son de tierra. Grandes basurales, arroyos imposibles, fiestas clandestinas como negocio organizado con ferocidad garantizada y drogas con la entrada incluidas.

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Muchos perros se ganan la vida como pueden y en la burbuja de Maia no faltan caballos atados con una soguita, tal vez robados y vendidos a frigoríficos que no reparan en los modales o para meterlos entre las varas para el cirujeo o lo que haga falta hasta reventar. Ocurre, hace falta decirlo, que en el país de Maia hay unas cuantas realidades superpuestas y entreveradas. El espacio es el mismo, pero las realidades son muy distintas.

Todos han de llamarse argentinos pero no es lo mismo. No se trata de los discursos sobre desigualdad, o la importancia del mérito, asunto, el último, hasta entonces inaudito. Sería inútil frente a la pandemia de descreimiento y debilidad que exponen los líderes junto al COVID-19.

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Para hacerlo útil y rápido, está la realidad donde se lleva adelante la lucha contra la Justicia de manera tan desnuda y clara que por momentos resulta incómodo.

No hace falta ser de uno o de otro, estar agrietado, tan sólo alcanza con mirar. Claro que en la burbuja Maia no hay un interés ardiente por seguir ese proceso político. Es el mismo sitio y es uno diferente. Con ese ejemplo se ven las diferencias, a pesar de que allí, con los perros, los arroyos que se hacen basurales, saben que hay un número importante de presos tirados en alguna parte sin que nadie se ocupe de lo que pasa.

La marginalidad social es un fenómeno clásico de las grandes urbes. Lo novedoso de la Argentina de las últimas décadas es su implacable espiralamiento. Individuos que desde la infancia aprenden a sobrevivir en la calle recurriendo a diversas modalidades de subsistencia entre la limosna, el descuidismo y la prostitución infantil. Los “chicos de la calle” se organizan en grupos con una organización jerárquica, las “ranchadas”.

Las mismas que permiten el acopio de los alimentos “mangueados” o de los objetos robados para cambiarlos por dinero para comer, acceder a armas blancas o de fuego o a estupefacientes que los ayudan a sobrellevar su existencia en el borde. Hace unas décadas, la droga por excelencia era la inhalación de pegamentos. Pero no tardó en llegar la marihuana, y más recientemente esa versión local del crack, el llamado “paco”.

A esos mundos infantiles y adolescentes se puede llegar por distintas vías. No faltan los casos de supervivencia en familias que definen una división de tareas entre adultos y niños. Muchas de las criaturas que limosnean o limpian vidrios en un semáforo o en una barrera ferroviaria responden a esos ensambles parentales que después pernoctan en plazas albergados en improvisadas taperas de cartón.

Desde allí se estriban otros declives: familias de adolescentes que admiten con naturalidad la deserción de un chico en fuga por las palizas o los abusos de parientes y padrastros alcoholizados o drogados. En algunos casos son hasta inducidos. También son frecuentes las transacciones comerciales a las que acuden redes de pedófilos que pululan por esos mundos o tratantes para diversas formas de explotación.

La prostitución supone un oficio con sus servicios tarifados por parientes o pequeñas mafias. Los intercambios se sustancian en terrenos, casas abandonadas, estaciones ferroviarias de las geografías urbanas y suburbanas. En el caso de las niñas, la desafiliación suele motivar embarazos muy tempranos cuyos hijos a veces se entregan a allegados para su crianza o se venden merced a la intermediación de organizaciones explotadoras más poderosas.

El final feliz de la búsqueda de Maia, probablemente se relacione con el control social solidario de recicladores que reconocen a los niños por su participación en la labor cotidiana. Pero la mayoría de los casos transcurren, aquí y en el resto del país, fuera de la visibilidad pública; en el cono de sombra de una marginalidad social ascendente en donde imperan la explotación y la impunidad.

La expedición involuntaria de Maia, fue una trayectoria zigzagueante en un espacio inenarrablemente irracional desde la pobreza hasta la pobreza, desde la intemperie hacia la intemperie, desde el peligro hacia el peligro, desde su madre hasta una sustracción delirante y abusiva. Ella, Maia, con siete años, es la escena personalizada de una peregrinación que no cesa, que no se resuelve.

Por el contrario, se ahonda como una herida que el tiempo se expande y agrava hasta lo peor. El cine de las fantasías deseadas no es para Maia ni para innumerables nenas como ella, para las que ni siquiera soñar con el bienestar es un derecho. Se sueña lo que de algún modo se conoce, no con lo que ignora por completo. Tiene que conseguir una línea que la comunique al futuro. Es casi imposible.

La clase política habla mientras tanto. Pero claramente no resuelve. Como corporación general es muy clara la irresolución de lo importante que exhibe la clase política. Se jactan de la inoperancia. Mientras el país vivía en vilo el drama de Maia, el nuevo ministro de Justicia, Martín Soria, lanzaba ya sus arsenales para la defensa de la Vicepresidenta que es el objetivo gubernamental central.

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Soria junto a Cristina Kirchner

La confusión de las urgencias es perversa. En lugares como en los que prevalece la desterritorialización como la sufre Maia y su familia, no hay comida, no hay techo, no hay medicina, ni hay vacunas para ellas. Ni hay escuelas realmente operativas. Es la deuda interna de siempre. Por cierto, hay una correlación directamente proporcional entre la corrupción y la ineficiencia y la mutilación del destino de la mitad de la Argentina hundida en la miseria.

Son tantísimos los políticos que operan priorizando su voluntad de poder, indagando los atajos para exhibir una inocencia inexistente. Encubriendo sus pecados y sus crímenes. Reclutando militantes para alabar con bombos su mala fe y sus desmesurados robos. Observamos el espectáculo de Maia y de tantos otros miles como ella. Pero el tiempo pasa y la tragedia crece. Y Maia y todas las demás, que son millones, se quedan allí, sin techo, con hambre, y sin destino.

¿Hasta cuándo la sociedad Argentina seguirá siendo tan indiferente con el futuro de este país?

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