
El 1 de junio de 1970, Montoneros ejecutó a Pedro Eugenio Aramburu en un sótano de Timote. Los preparativos de la Operación Pindapoy, las últimas palabras del condenado y los comunicados que dieron a conocer los hechos. Las preguntas sin respuesta.
Era el cuarto comunicado en pocas horas. El más escueto de todos. El más contundente.
Perón vuelve. Aramburu fue ejecutado a las siete de la mañana. Que Dios, Nuestro Señor, se apiade de su alma. ¡Perón o Muerte! ¡Viva la Patria! Montoneros.
Era su entrada en sociedad. La de Montoneros.
La respuesta fue inmediata. Onganía, el entonces presidente de facto, habló en cadena nacional. No dijo que odiaba a Aramburu, ni que temía que lo derrocara. Ese temor se había disipado hacía unas horas. Lo que dijo no sorprendió a nadie. Pareció, casi, un homenaje velado a Aramburu. Instaló la pena de muerte. Como 14 años antes había hecho el flamante fusilado.
La pena de muerte, dijo, se aplicaría para casos de secuestros con homicidios o lesiones graves, ataques a unidades militares o policiales y uso de uniformes o insignias para cometer estos delitos. La ley tenía carácter retroactivo. Estaba hecha a la medida de los Montoneros.
Era el 1 de junio de 1970. Significó el punto de partida de la sangrienta década del 70. La manifestación explícita de una violencia que llegaba para instalarse de manera definitiva, que en los siguientes años escalaría de manera brutal, demencial, y finalizaría en los años más trágicos de nuestra historia con el terrorismo de estado haciendo estragos en la sociedad.
La última aparición pública de Pedro Eugenio Aramburu había sido un apenas disimulado acto de campaña. Había ido al cine. Al terminar la película, cuando se prendieron las luces de la sala, el público vio al general de pie aplaudiendo con fervor. La película contaba la historia de una dictadura militar, de sus asesinatos, de su impunidad, de sus censuras. Era Z de Costa-Gravas. Al general Aramburu, expresidente de facto, le gustaban las películas que denunciaban a las dictaduras (europeas). Desde que pretendía volver al poder.
La siguiente vez que apareció en los diarios fue a raíz de su secuestro y muerte.
El secuestro
Dos, Fernando Abal Medina y el Gordo Emilio Maza, entraron al departamento de la calle Montevideo al 1000. Los hizo pasar la esposa de Aramburu. Estaban vestidos como oficiales del ejército. Otro había quedado escondido en el palier, dispuesto a entrar en acción en por si surgía alguna complicación. Los demás esperaban apostados en la calle. Disfrazados. Uno de cura, otro de policía, la única mujer, Norma Arrostito, con excesivo maquillaje y peluca. No era carnaval ni una convención cosplay, ni el rezago de una fiesta de disfraces elegidos por alguien perezoso con los arquetipos más obvios de su tiempo: sacerdotes, policías, militares.
En esa casa de Barrio Norte estaban habituados a ese tipo de visitas. Políticos y militares acudían con regularidad. La esposa los hizo pasar, ofreció café (ninguno de los visitantes tocó la taza para no dejar las huellas dactilares) y bajó a hacer unas compras. La excusa de la visita quedó planteada apenas ingresó Aramburu, impecablemente vestido, al living: le ofrecían custodia. Luego de unos minutos de charla irrelevante, Abal Medina sacó el arma que llevaba bajo su pilotín militar. “Mi general, usted viene con nosotros”, le dijeron. Aramburu no se resistió.
Los que estaban en la calle respiraron aliviados cuando vieron salir a los cuatro. Uno de ellos, Maza, llevaba al secuestrado con un brazo por encima del hombro. El grupo cruzó la calle Montevideo con tranquilidad. Metieron a Aramburu dentro de un auto. Y arrancaron.
Se reagruparon detrás de la Facultad de Derecho, cambiaron de auto y emprendieron camino hacia Timote, la localidad en la que la familia Ramus tenía una quinta, La Celma. El lugar alejado que los jóvenes habían elegido como sede del secuestro. El viaje fue largo, ocho horas, el doble de lo que se tardaba habitualmente. Querían evitar retenes policiales y eligieron rutas alternativas y caminos de tierra. Aramburu permaneció en silencio, sin hacer preguntas, sentado en la parte de atrás de una camioneta y con los ojos tapados. En algún momento escucharon que la radio difundía un rumor que corría por la ciudad: Aramburu había desaparecido de su hogar, los trascendidos hablaban de un posible secuestro.

El relato de los hechos se publicó cuatro años después en el último número de La Causa Peronista. En letras catástrofes sobre un llamativo fondo naranja la tapa vendía: Cómo murió Aramburu. Los Montoneros ya eran conocidos por todos. Los nombres de varios de sus integrantes también. Del grupo original, de los que habían participado en la Operación Pindapoy -así llamaron a ese hecho fundacional para ellos-, quedaban pocos. La agrupación había pasado a la clandestinidad a pesar del gobierno democrático, un gobierno por el que ellos habían hecho campaña y habían aspirado a integrar. El relato es impresionante (en todas sus acepciones). Es un testimonio directo de los participantes en el secuestro y ejecución de Aramburu, Norma Arrostito y Mario Firmenich. Cuentan paso a paso la operación, los detalles que nunca habían salido a la luz. Es su versión de los hechos, de sus causas y sus consecuencias. Fue el acto iniciático de la agrupación y debía tener su versión oficial, canónica. Lo bautizaron Operativo Pindapoy. Cuatro años después, en la versión épica que transmiten, ya lo llaman Aramburazo.
Timote y el juicio revolucionario
Mientras los Montoneros llegaban a Timote, la mujer de Aramburu comenzó a sospechar que algo raro había pasado. El marido había dejado plantado a alguien que debía reunirse con él, se había ido sin decir dónde ni cuando regresaba, algo inusual en él, sin afeitarse y no había usado su propio auto. El portero del edificio le contó que se había retirado con tres hombres. Ella volvió a preguntar si estaba seguro porque a su casa sólo habían ingresado dos. El encargado ratificó lo dicho y le contó con detalles cómo el general se había sentado en la parte de atrás del automóvil flanqueado por dos de los jóvenes vestidos con uniforme militar.
Al departamento fueron llegando amigos militares e influyentes. Consideraron todas las opciones posibles. Onganía, tambaleante y enfrentado a Aramburu, era el principal sospechoso. Decidieron dar a conocer la desaparición. La noticia sorprendió a sus viejos camaradas y los altos mandos del gobierno que, casualmente, por ser el Día del Ejército, se encontraban todos juntos en una celebración. El gobierno debió reconocer que Aramburu había sido secuestrado, informaron que habían dispuesto de todos los recursos para dilucidar el hecho pero debió reconocer que todavía no tenían idea quiénes podían ser los responsables. La desorientación inicial de los investigadores se explicitó en sus primeras líneas de pesquisa. Al leer el comunicado N°1 detuvieron e interrogaron a un grupo folclórico que se llamaba Montoneros y a la hija del Gral. Valle (porque los Montoneros se bautizaron como Comando Gral. Valle). Una investigación literal. O quizá haya sido borgeana: el nombre es arquetipo de la cosa.
Apenas llegaron a la casa, los Montoneros sentaron a Aramburu en una cama y le informaron: “General, usted está detenido por una organización revolucionario peronista que lo va a someter a un juicio revolucionario”. “Bueno”, contestó el detenido. Aramburu se debe haber sorprendido, hasta ese momento debía creer que estaba siendo prenda de la interna militar que él había trenzado, encendido. Lo único que no le terminaba de cerrar era la juventud de sus captores y su evidente falta de experiencia.
Aramburu estaba tranquilo. “Si estaba nervioso, se controlaba”, dice el texto pergeñado por Firmenich y Arrostito. Le sacaron fotos, sin corbata ni saco. No salieron. Se rompió el rollo.
Le hacían tres cargos. Los fusilamientos del 56, el golpe militar que él preparaba y el robo del cadáver de Evita. En las respuestas, al principio, abundaron los “no sé” y los “no me acuerdo”. Después, las afirmaciones, las excusas y las desmentidas, según el caso. “Y bueno, nosotros hicimos una revolución, y cualquier revolución fusila a los contrarrevolucionarios”, dijo finalmente sobre el fusilamiento de Valle.
Sobre el destino del cadáver de Eva se negó a hablar. Adujo razones de honor. Les aseguró que había recibido cristiana sepultura. Dio su palabra de honor de hacer aparecer el cadáver en el momento oportuno. Sus captores insistieron en que revelara el lugar dónde estaba. Pidió que apagaran el grabador. En Roma, bajo la custodia del Vaticano. Y se excusó de seguir hablando. Su honor se lo impedía. O mintió o de verdad no sabía el sitio exacto porque después se supo que Eva estaba en un cementerio de Milán bajo un nombre ficticio. A la noche pidió papel y lápiz. Escribió “con letra temblorosa”.

Mientras tanto los Montoneros habían dado a conocer los comunicados iniciales informando del secuestro y dándose a conocer, haciendo su definitiva entrada en la vida pública argentina. Sorprendió que en el primero no exigieran rescate ni pusieran condiciones. Eso permitió -en una actitud típicamente argentina- que muchos se hicieran pasar por ellos y exigieran altas sumas de dinero y la liberación de diferentes grupos de detenidos para intentar sacar provecho de la falta de información fidedigna. El segundo comunicado, entonces, fue aclaratorio, una muestra de autenticidad. Negaron pedir algo a cambio del expresidente y para que supieran que era verdad que ellos eran los que lo retenían inventariaron las pertenencias que llevaba encima: lapiceras, trabas de corbatas y otras menudencias.
En esos primeros comunicados -y en la mayoría de los movimientos de esos días- estos jóvenes que promediaban los 23 años ya mostraban la manera en que se conducirían después y develaban, acaso de manera inconsciente, su background (grupos católicos, nacionalistas, formación en liceos militares). Había lenguaje castrense, alocuciones a Dios, la sentencia Perón o Muerte cerrando cada mensaje. Unos modos marciales (y mesiánicos) que los acompañarían hasta el final. También el uso -al igual que los gobiernos totalitarios- de eufemismos: expropiaciones por robos, ajusticiamiento por asesinatos y así.
La ejecución
A la mañana siguiente le anunciaron que el tribunal iba a deliberar. El tribunal, naturalmente, eran sus mismos captores. Lo ataron a la cama. Aramburu no hablo más. Horas después, Abal Medina le comunicó la sentencia. “General, el Tribunal lo ha sentenciado a la pena de muerte. Va a ser ejecutado en media hora”. Lo desamarraron de la cama y le ataron las manos en la espalda. Pidió que le ataran los zapatos. “Lo hicimos”, dice el escrito de La Causa Peronista. Algún montonero se arrodilló frente a él y le ató los zapatos. Una singular figura. No le concedieron afeitarse ni la presencia de un confesor. Preguntó por el futuro de su familia. Le dijeron que se despreocupara.
Lo llevaron al sótano. “Ah, me van a matar en el sótano”.
Un pañuelo en la boca. La espalda contra la pared. Fernando Abal Medina frente a Aramburu. “General, vamos a proceder”.
“Proceda”, fue su última palabra.
Abal Medina le pegó tres balazos. Lo tapó con una manta.
“Ninguno se atrevió a destaparlo mientras cavábamos el pozo en que íbamos a enterrarlo”.
La irrupción de los Montoneros en la vida pública: las preguntas sin respuesta
Los Montoneros salieron a la luz con este asesinato. Aramburu muerto se convirtió en un símbolo de lo que no había sido en vida. Nadie sabe, en realidad, cómo murió Aramburu, ni por qué. Solo queda una persona con vida que lo puede decir, Mario Firmenich.

Contradiciendo la máxima de El Eternauta que tan en boga estuvo en el último tiempo: Firmenich es la más cabal prueba de que no siempre es cierto eso de que “nadie se salva solo”. Es el único miembro fundador y jefe máximo de la organización a partir de 1971 que no sucumbió ante la represión de las fuerzas militares ni siquiera en el Proceso (tampoco en la Contraofensiva: él no se dio a sí mismo la orden de regresar a combatir al país). Ramus, Abal Medina y Sabino Navarro murieron en enfrentamientos en los meses siguientes a la muerte de Aramburu.
Con los años, Firmenich no ha demostrado arrepentimiento por el crimen, ni por haber elegido (casi forzado) la vía violenta. Apenas obtuvo el indulto de Menem en una entrevista con Bernardo Neustadt dijo: “A Aramburu lo juzgó el pueblo. No fuimos nosotros. Nosotros solo ejecutamos esa decisión”.
Lo contado es la versión que los ejecutores quisieron dar. En 1974, ya enfrentados con Perón y a punto de entrar en la clandestinidad, un momento coyuntural crítico. Sin embargo, el relato es el que fijó la actitud de Aramburu frente a la muerte. Digna y serena. Lo mató una organización revolucionaria. Y ella narró su muerte. En la acusación y en la prosecución de los hechos están las causas. La principal, la venganza. Fusilamiento contra fusilamiento. Ocultamiento de cadáver contra ocultamiento de cadáver. Esa venganza que, como sostiene Beatriz Sarlo, “hubiera quedado perfecta si la policía no hubiera descubierto el cadáver de Aramburu y, en consecuencia, si la posesión del cadáver daba a los Montoneros un arma de negociación para recuperar el de Eva Perón”.

Montoneros relata los hechos cuatro años después. Es su acto fundante. Y la publicada en La Causa Peronista su versión canónica. El relato sorprende por lo que dice y por todo aquello que deja entrever. Aunque es solo eso: un relato. De una muerte real. ¿Cuánto hay de veraz en él? En ese relato de unos jóvenes que se arrogaron la representación popular y asesinaron a un militar golpista, que por esos tiempos se disfrazaba de democrático.
Onganía, que aspiraba a una presidencia sin plazos, casi eterna, cayó a los 15 días que se conociera el comunicado de la ejecución (con el tiempo se dijo que su gobierno tuvo algo que ver con el secuestro pero no pudo ser probado más allá de la evidente lentitud de la investigación durante las primeras horas). El cadáver de Aramburu fue encontrado casi 50 días después del secuestro. Los Montoneros habían tratado de copar el pueblo cordobés de La Calera -por el cual habían desarrollado una obsesión: habían robado el banco el año anterior-, la operación salió mal y tuvieron bajas y delaciones. Hallaron el cuerpo de Aramburu enterrado bajo el sótano de la casa.

A fines de 1974, unos meses después de la publicación del relato oficial de la agrupación en La Causa Peronista, un comando montonero liderado por Paco Urondo robó los restos de Aramburu del cementerio de Recoleta.
El episodio sigue generando atracción. Y no solo en el campo de la historiografía académica que se dedica a indagar en los años setenta. En los últimos años fue tratado en novelas (Timote de José Pablo Feinmann), investigaciones periodísticas (Aramburu de María O’Donnell), ensayos (La Pasión y la Excepción de Beatriz Sarlo) y hasta películas (Secuestro y Muerte de Rafael Filipelli con guión de Beatriz Sarlo, Mariano LLinás y David Oubiña), entre muchas otras creaciones.
Los hechos de Timote -y sus misterios- todavía le hablan a la sociedad argentina.