La vigencia en el recuerdo de la figura de Raúl Alfonsín, a diez años de su muerte, incluso la vigencia de su atormentada presidencia, es casi un milagro en la política argentina, acostumbrada a devorar figuras, reputaciones, proyectos, ideas e intenciones. La imagen del ex presidente es evocada hoy por los méritos que durante su gestión no se reconocieron, mientras que, al mismo tiempo, quedan casi fuera de los recordatorios los yerros que condenaron su gobierno.
Es cierto que las catástrofes son más memorables y que Alfonsín debió renunciar en medio de una debacle económica impresionante, de una hiperinflación galopante, nada nuevo bajo el sol, y de los primeros saqueos que convulsionaron para siempre la vida social de la Argentina.
También es cierto que el entonces presidente no había llegado al gobierno como un salvador de la economía, ni siquiera para crear seis años de bonanza económica inmediata, sino como garante de una democracia en pañales y a los tumbos, acechada por los resabios todavía activos de la dictadura militar, constreñida por los afanes del peronismo de hacer borrón y cuenta nueva con el terrorismo de Estado, cercada por una colosal deuda externa (ocho mil millones de dólares cuando el golpe militar de marzo de 1976 y cuarenta mil millones al final de la dictadura), acorralada por el movimiento sindical, en algunos casos aliado a figuras de la dictadura, y en una Argentina aislada en lo internacional después de la guerra de Malvinas.
Lo que hoy se evoca de Alfonsín, y se evoca como irrepetible, es la calidad democrática de su gestión, sus esfuerzos por mantener los principios y los valores de la democracia que defendió a capa y espada, en algunos casos con un espíritu romántico e ingenuo, y que basó en la tolerancia mutua, en el diálogo con los partidos rivales a quienes tomó siempre como adversarios legítimos y no como enemigos, y a su obsesión por la moderación a la hora de hacer valer sus prerrogativas institucionales.
Es imposible imaginar a Alfonsín en la Argentina de hoy. Por dar sólo un ejemplo, aquel Congreso que desde 1983 protagonizó debates memorables (no siempre el fracaso lo es) como el de la deuda externa, o el que precedió a la sanción de la Ley de Divorcio, está muy lejos de los legisladores “levantamanos” que obedecieron en los últimos años a los caprichos de un Ejecutivo inclinado a la autocracia, algo impensable en los años de Alfonsín que siempre centró en el diálogo su voluntad de gobierno y no en la generación de antagonismos, como mandan los “manuales” del llamado “Socialismo del Siglo XXI” como una receta para “hacer crujir a las democracias liberales”.
Si la calidad de la democracia en la Argentina descendió, no hay que adjudicarla esta vez a golpes militares, a tanques en las calles, a estatutos revolucionarios por encima de la Constitución o a la inactividad de los partidos políticos, sino a la acción, o la omisión, de una política que tomó a los adversarios como enemigos, intimidó a la prensa libre, debilitó las defensas institucionales de la democracia, incluidos los tribunales de Justicia, los servicios de inteligencia y las oficinas de ética y convirtieron a los partidos políticos en laboratorios de autoritarismo.
También es imposible imaginar a Alfonsín en la Argentina de hoy por el deterioro social de los últimos treinta años que es el lapso que siguió a la renuncia de Alfonsín: se vendieron las empresas públicas, creció la corrupción pública, y también la privada, la brecha entre ricos y pobres se hizo mucho mayor, cayó el nivel de la educación y de la sanidad, se hicieron frágiles los servicios de transporte, colectivos y trenes, se hicieron frágiles también las noches, explotó la delincuencia y se debilitó la aplicación de las leyes.
Los intentos de golpes de Estado a cargo de militares entre 1987 y 1989, que debilitaron al gobierno de Alfonsín, mutaron en alianzas y traiciones con esos grupos durante el menemismo y, durante el kirchnerismo, con un intento de incluir al Ejército, mediante el espionaje interno, en la institucionalización de un partido político y de un proyecto de gobierno.
Todo impensado en los años de Alfonsín que hoy parece gozar de mayor prestigio que quienes gobernaron el doble que él.
El estallido de la corrupción institucional también hace inimaginable al Alfonsín de ayer en los días de hoy. Por citar sólo unos ejemplos:
-La creación de empresas fantasmas para vender al Estado guardapolvos o leche adulterada.
-El pedido de coimas a empresas extranjeras para instalar maquinarias cárnicas.
-Las primeras valijas con dinero, acaso del narco, que pasaron por Ezeiza y ante los ojos de un jefe de aduanas que no hablaba español pero era el marido de la secretaria de Audiencias de la Rosada y cuñada del Presidente.
-El contrabando de armas a Europa y a países hermanos del continente en guerra con otros países hermanos.
-La voladura de una fábrica militar como plan para borrar pruebas de ese contrabando.
-El pedido de coimas a una multinacional para informatizar las 535 sucursales del Banco Nación.
-Los escándalos en el PAMI.
-El pago de sobresueldos a funcionarios con dinero del Presupuesto destinado a seguridad.
-Los jueces afines al gobierno apuntados en una servilleta por un ministro.
-El intento de sobornar a algunos senadores para que aprobaran una ley de reforma gremial.
-El cerco financiero a los ahorros públicos.
-El asesinato de cinco personas en los alrededores de la Plaza de Mayo, veintiocho en todo el país, durante la represión a las protestas que siguieron a ese “corralito”.
-La debacle institucional de los seis presidentes en una semana.
-La droga en aviones de empresas privadas.
-Las bolsas con dólares colgadas en los baños de los ministerios.
-Los agentes extranjeros que intentaron ingresar al país.
-Más bolsas con dólares.
-La compra de dólares previos a una devaluación por parte del ex presidente Néstor Kirchner.
-Los sobreprecios en las obras públicas.
-El triple crimen de la efedrina.
-El intento del vicepresidente de hacerse con la empresa impresora de moneda.
-La compra de chatarra como trenes confiables.
-La estafa de Sueños Compartidos al amparo del Estado.
-Funcionarios que revolearon bolsos cargados de dólares y un fusil sobre un convento que no era tan convento.
-La exigencia del pago de coimas a empresarios, anotadas con fidelidad de entomólogo por un chofer y conocido hoy como “La causa de los cuadernos”.
Todo era impensado en los tiempos de Alfonsín, que enfrentó como descalificador caso de corrupción, la importación de pollos desde Hungría. Un caso que se presentó como de corrupción y que no lo fue, en el que llegó a afirmarse que los pollos habían llegado desde Chernobyl y que sirvió para el linchamiento social del ex presidente.
Alfonsín tenía una obsesión: entregar el mando en 1989 a otro presidente civil, consagrado en elecciones libres. Un “fenómeno social” que en la Argentina no se daba desde que, en 1928, Marcelo T. de Alvear entregó el mando a Hipólito Yrigoyen.
Alfonsín lo hizo, en manos de Carlos Menem, y se convirtió así en el primer presidente civil de la historia argentina en entregar el mando a otro presidente civil de un partido político diferente. En aquella Argentina, también era impensado que, por la razón fue fuese, un presidente se negaría a ceder la simbología del poder a su legítimo sucesor, como sí hizo Cristina Fernández en 2015.
También eran impensables en aquellos años las estremecedoras cifras de pobreza que acaba de difundir el INDEC, treinta y dos por ciento, lo que equivale a trece millones de argentinos, un millón setecientos mil de esos pobres sumados en los últimos tres años, y a más de dos millones de personas en la indigencia total.
Las tremendas crisis económicas, el creciente descontento social, el declive electoral de los principales partidos políticos también hieren la calidad de la democracia y favorecen la aparición de líderes supuestamente carismáticos.
Entre los homenajes dedicados hoy al ex presidente, no faltará quien se pregunte qué hubiera hecho Alfonsín en estos días.