Nuestro país se estremece por su presente calamitoso. Los argentinos observan ensimismados y empobrecidos el espectáculo circense de un gobierno cuyas tropelías, dramáticas, dejan al descubierto a diario todo su carácter y vocación antidemocrática. El Gobierno rebalsa de autoritarismo, violencia política y corrupción. No hay farsa, disfraces, simulacros y escenificaciones que lo puedan tapar. No se puede negar la ley de gravedad.
El camino del oficialismo es un proyecto de poder autocrático, familiar, consanguíneo y hereditario, ajeno al interés colectivo. El país donde los jóvenes están frustrados, los abuelos olvidados y los trabajadores empobrecidos. La cultura de los antivalores. Es mejor un cargo o un plan que trabajar, mejor usurpar que producir, y robar que servir. Mejor adelantarse en la cola que esperar el turno.
Con esa cultura, en la que se considera que la corrupción es admisible porque se hace “para la liberación”, no salimos más. Es la cultura de la anuencia con el narco, del uso de los pobres y la blandura y lenidad con los delincuentes. En esa cultura los niños mueren buscando comida en un basural o con hambre de agua. La cultura que no sólo hizo todo tipo de transas y negociados con las vacunas, sino que le otorgan planes sociales hasta a los muertos que hacen votar en las elecciones.
El oficialismo liderado por la vicepresidenta promueve instaurar el modelo de la tiranía neopresidencialista y populista de la provincia de Santa Cruz. El modelo que da cuenta de la fascinación por el activismo extorsionador; la propaganda mistificadora y de manipulación victimista, el adoctrinamiento ideológico; la duplicación y cerco de las instituciones del Estado a través de una jerarquía de organizaciones militantes paraestatales, así como el terror organizado, la dominación absoluta, la demolición institucional y la aniquilación moral de la sociedad.
El totalitarismo del kirchnerismo se ha revestido siempre de justificaciones ideológicas de la corrupción, la violencia y el autoritarismo con cancelaciones culturales, señalamientos, escraches y persecuciones a periodistas, jueces, opositores y toda voz disidente. En ese orden, se debe enmarcar el alzamiento de la vicepresidenta y de sus senadores en el caso del senador Luis Juez, para desobedecer el fallo de la Corte que dispone integrarlo el Consejo de la Magistratura.
Un acto delictivo, demencial e irresponsable en el medio de este naufragio político, institucional, económico y social que vive el país. El Consejo de la Magistratura que quiere Cristina es como el que maneja en Santa Cruz, donde nombra parientes, militantes y exfuncionarios del gobierno. El último juez nombrado en la Corte santacruceña es Fernando Basanta, que ni siquiera tenía la antigüedad mínima en el ejercicio profesional, es decir, no había ejercido como abogado.
Se desnuda así el clásico bonapartismo del kirchnerismo,ya expresado en el caso de la negativa a reponer en el cargo al Procurador de Santa Cruz, Eduardo Sosa, desobedeciendo seis fallos de la Corte que le ordenaban reintegrarlo al cargo, por el cual había sido depuesto por una ley espuria, que escondía el fastidio con la investigación de delitos de corrupción, aún pendientes de rendición de cuentas (fondos de Santa Cruz, obra pública, reforma inconstitucional de la Constitución provincial, entre los más graves).
El desprecio que hoy Cristina Kirchner exhibe contra el fallo de la Corte es el mismo que tuvo con todo el plexo normativo que prohíbe adueñarse de los bienes del erario público, que ella misma administraba por mandato popular. Que importante ha sido que la vicepresidenta no haya podido quebrantar y desbaratar el último dique de contención para evitar que el país se convierta en la provincia de Santa Cruz.