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Alberto Fernández trata de disfrazar la realidad con relatos patrioteros y ramplones

El discurso presidencial es mucho más que una desafortunada estrategia de marketing. Es, en definitiva, la expresión de un populismo demagógico que se encuentra en las raíces del deterioro argentino.

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Opinión. “Lo que nos dejó la semana

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Alberto Fernández ha expuesto en la semana que se fue para nunca más volver, un collage de logros, talentos y virtudes de la Argentina que nada tienen que ver con su gestión presidencial. Lo que intenta es proponer una mirada idílica sobre el país, con la pretensión de apelar al orgullo nacional e instalar la idea de que “somos mucho mejores” de lo que creemos ser: ganamos el Mundial, obtuvimos el Globo de Oro, tenemos cinco premios Nobel en nuestro haber.

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“Somos una sociedad de sueños realizados y de victorias colectivas”, dice. “Tenemos la mejor salud pública de Sudamérica y una educación que nos enorgullece”, agrega en pose actoral. Le falta decir como los militares que explotaban el patriotismo, “somos un pueblo derecho y humano”. O rescatar del folclore popular la sentencia chauvinista: “Somos los mejores del mundo”, y golpeándose el pecho decir que tenemos un papa y una reina argentinos.

Apenas sería grotesco si no desnudara la indigencia conceptual de un gobierno al que le toca administrar problemas tan inmensos como complejos, a los que el video presidencial no hace la más mínima alusión. El accionar de Alberto Fernández es parte de un guion que le han escrito al Presidente en alguna usina, siempre costosa, del marketing electoral. El relato se acopla con un rasgo populista que apela a los sentimientos más que a la razón.

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Y que intenta maquillar la realidad con discursos ramplones y patrioteros. En este caso, sin embargo, la épica y la ideología naufragan en las aguas de lo burdo. Es un guion que exacerba, además, las antinomias: nosotros queremos y valoramos al país; “los otros” lo desprecian; nosotros somos “la patria”, “los otros”, “el antipueblo”. Es un juego de eslóganes que también se articula con la esencia de los populismos.

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Sean de izquierda, de derecha o, como en la versión local, de una especie de conservadurismo regresivo revestido de retórica seudoprogresista. También remite a aquella consigna con la que los militares descalificaban los cuestionamientos y las visiones críticas: “Son parte de una campaña antiargentina”, decían antes. “Son antiderechos y odian al país”, dicen ahora desde el Gobierno.

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El inventario imaginario del kirchnerismo no solo ha sido sesgado e incompleto, sino además oportunista e hipócrita. Si tenemos “la mejor salud pública de Sudamérica”, ¿Por qué el hijo del Presidente, a quien él mismo expone haciéndolo protagonista del video oficial, nació en una clínica privada y no en un hospital público? Decir una cosa y hacer otra se ha convertido en una marca de la gestión presidencial.

La fuga de la clase media a la salud y la educación privadas es uno de los tantos datos insoslayables de una crisis que el libreto oficial esconde bajo la alfombra. Aludir a los talentos argentinos sin preguntarse por qué muchos de ellos se van a vivir y a trabajar fuera del país es otra forma de esquivar los debates centrales. El discurso de Alberto Fernández expone la peligrosa tendencia a las simplificaciones y al maniqueísmo.

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Como si las cosas fueran “blanco o negro” y como si pudieran reducirse a un puñado de eslóganes y etiquetas. El país exige miradas complejas que incorporen matices y visiones modernas. Exige, además, diagnósticos y evaluaciones de fondo, con estadísticas rigurosas y perspectiva histórica. Hablar de “una educación pública que nos dio cinco premios Nobel” es mirar la realidad con un prisma simplista y distorsionado.

¿Quién representa hoy a nuestro sistema público de enseñanza, aquella escuela de Bahía Blanca en la que se formó César Milstein o la secundaria donde la mitad de los estudiantes abandona antes de tercer año? ¿Cuál es la distancia entre la actual universidad pública y la de los años treinta en la que brilló Bernardo Houssay? ¿Está hoy nuestro sistema científico a la altura del que albergó a Luis Federico Leloir en la década del cincuenta?

Son preguntas que demandan honestidad intelectual, no discursos ni videos demagógicos. Del spot se desprenden otros interrogantes de fondo: las fortalezas que tiene la Argentina, ¿Las tiene gracias a las condiciones que hoy ofrece el país o a pesar de esas condiciones? Esas muestras de calidad y de excelencia, ¿Representan el estándar general o son islas en un mar de empobrecimiento y decadencia?

Muchos de esos logros son el resultado de una cultura que el Gobierno ha combatido e incluso despreciado. ¿Qué otra cosa representa la proeza argentina en Qatar si no el triunfo de la competitividad, la excelencia y la meritocracia? ¿Cómo se ha modernizado el campo si no es con el esfuerzo, la inversión y la iniciativa privada? Lejos de estimular esos valores, en el discurso del poder han sido estigmatizados.

El relato presidencial parece invitar a una suerte de conformismo celebratorio, con una mirada simplona y una lógica pedestre. Pero además busca apropiarse de méritos y conquistas ajenas. El sentido de apropiación también conecta con el espíritu y la filosofía de los gobiernos autoritarios. ¿Qué tienen que ver el gobierno y el Estado con la película que ahora triunfa en festivales internacionales?

Si hay algo que, en todo caso, nos recuerda Argentina, 1985 es que hubo un tiempo, no demasiado lejano, en el que los fiscales se respetaban y las sentencias se acataban. Hay una Argentina que siempre ha sobrevivido a los malos gobiernos e incluso a las dictaduras. El arte, el deporte, la innovación y la creatividad nunca se han dado por vencidos, ni siquiera en los contextos más adversos.

Por supuesto que hubo tiempos más propicios que otros, y atmósferas más o menos favorables. Pero discursos como el que propone el Presidente pudieron hacerse en cualquier momento histórico. En ese marco, cabe mencionar que siempre pueden y podrán mostrarse imágenes parciales poniéndoles “letra y música” con altas dosis de arbitrariedad, demagogia y oportunismo.

El discurso presidencial es mucho más que una desafortunada estrategia de marketing. Es, en definitiva, la expresión de un populismo demagógico que se encuentra en las raíces del deterioro argentino. Frente a la manipulación discursiva que propone el poder, se hace cada vez más necesario reivindicar el espíritu crítico, el realismo y la honestidad intelectual. Esos valores tampoco han sido derrotados. Por eso la Argentina tiene futuro.

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