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Ante una nueva tentativa de limitar la libertad de expresión

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A pesar de los treinta y siete años transcurridos desde el comienzo de la transición a la democracia la libertad de expresión está nuevamente amenazada. Son varias las iniciativas y declaraciones que la ponen en peligro. Entre ellas se destaca la denominada “cláusula Parrilli” que con sus idas y vueltas, como ya veremos, goza de muy buena salud. Esto nos obliga, una vez más, a recordar el significado y valor que tiene esta libertad en una República. El aporte de la comunicación es fundamental para el control del poder frente a la debilidad de los mecanismos institucionales de fiscalización.

La libertad de expresión se ha originado en los países considerados las “cunas del constitucionalismo”, Francia y Estados Unidos. La Declaración Universal de los Derechos del Hombre y del Ciudadano expresa que “la libre comunicación de ideas y opiniones es uno de los derechos más preciosos del hombre…”, en tanto la primera enmienda a la Constitución de Filadelfia estableció que “el Congreso no aprobará leyes… que restrinjan la libertad de expresión o de prensa,…” A partir de estas fuentes las leyes fundamentales de los países democráticos le reservan un lugar de privilegio a la protección de la libertad de expresión; como así también los tratados internacionales.

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No pueden invocarse razones de bien común para imponer restricciones a la libertad de expresión, porque la libertad de expresión es precondición del bien común

La Corte Interamericana de Derechos Humanos ha expresado en el caso S. Schmidt (OC/5/85), que “cuando se restringe la libertad de expresión de un individuo, no sólo es el derecho de ese individuo el que está siendo violado, sino también el derecho de todos a recibir informaciones e ideas”. Agregó que “se ponen así de manifiesto las dos dimensiones de la libertad de expresión. Esta requiere, por un lado, que nadie sea arbitrariamente menoscabado o impedido de manifestar su propio pensamiento, pero implica también un derecho colectivo a recibir cualquier información y a conocer la expresión del pensamiento ajeno”.

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El artículo 13 de la Convención Americana de Derechos Humanos, además de la prohibición de censura previa, en su párrafo 3 también veda el establecimiento de restricciones indirectas. Dice la norma que “no se puede restringir el derecho de expresión por vías o medios indirectos, tales como el abuso de controles oficiales o particulares de papel para periódicos, de frecuencias radioeléctricas, o de enseres y aparatos usados en la difusión de información o por cualquiera otros medios encaminados a impedir la comunicación y la circulación de ideas y opiniones”.

Obsérvese algo que frecuentemente pasa inadvertido: mientras lo que se prohíbe en el párrafo 2 es la censura previa, el párrafo 3 prohíbe las restricciones indirectas, sin importar si ellas son previas o posteriores. La Corte Suprema, en el caso La Prensa SA, frente a la pretensión del gobierno de aplicar la ley de abastecimiento y regular un precio de tapa para los periódicos, resolvió que dicha norma era inaplicable, porque ello sería violatorio de los artículos 14 y 32 de la Constitución que regulan la libertad de prensa.

Veinte años después, en 2007, en el caso Río Negro, la Corte volvió a tratar un asunto vinculado con restricciones indirectas. En esa sentencia le puso límites al manejo de la publicidad del Estado. Resolvió que el Estado no puede suprimir o reducir sustancialmente la publicidad que asigna a los medios de comunicación en forma arbitraria e irrazonable. Consideró que la provincia de Neuquén, cuando redujo la cuota de publicidad oficial al diario -aparentemente, en represalia a la línea editorial del medio- obró en forma arbitraria y sostuvieron que es el Estado quien tiene la carga de probar la existencia de motivos suficientes que justifiquen la interrupción abrupta de la contratación de publicidad. Basta con que la acción gubernamental tenga el objetivo de limitar la libertad de expresión para que se configure un supuesto de afectación de dicha libertad.

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La Corte Interamericana, con relación a una norma de Costa Rica que establecía la colegiación obligatoria de los periodistas para poder acceder al ejercicio de esa actividad, sostuvo que los Estados partes deben velar para que las restricciones indirectas no resulten de controles que se pretendan ejercer sobre la libertad de prensa. No pueden invocarse razones de bien común para imponer restricciones a la libertad de expresión, porque la libertad de expresión es precondición del bien común. Para la Corte no es compatible con la Convención una ley de colegiación de periodistas que impida el ejercicio del periodismo a quienes no sean miembros del colegio y limite el acceso a éste a los graduados con una determinada carrera universitaria.

A pesar de la claridad de la cláusula convencional que comentamos, confirmada por la jurisprudencia nacional e internacional, la historia constitucional y la realidad de nuestros días muestran infinitos ejemplos de tentativas de establecer límites a la libertad de expresión con el objeto de imponer otros intereses.

El dictamen de las comisiones del Senado introdujo una cláusula en el proyecto de reforma de la justicia que aludía a la obligación de los jueces de denunciar las presiones políticas, económicas y mediáticas ante el Consejo de la Magistratura bajo la amenaza de ser juzgados por mal desempeño. Esta modalidad constituye un ejemplo brutal de censura indirecta. Se apunta a la construcción de una Justicia cautiva y a acallar a la prensa independiente. El discurso con que el locuaz senador la fundamentó parece un nuevo capítulo del lawfare, ese vano intento de construcción de un relato conforme al cual los procesados por delitos de corrupción son perseguidos políticos, que delata la autoría de la vicepresidenta. Ahora se lo pretende plasmar en normas que de aprobarse deformarían totalmente nuestra Constitución, con efectos letales para el estado de derecho y un destino seguro hacia la Venezuela de Maduro o la Nicaragua de Ortega o, para no ir tan lejos, a la Santa Cruz de los K.

Parrilli luego desistió de esa disposición, en el debate previo a la votación que tuvo lugar en el recinto. Lo hizo por medio de un grotesco discurso en el que aludió a una suerte “pesca de merluzas y de dorados” en el que confundió jurados con jueces y pensó que lego es un profesional del derecho. Pero cuidado, que la nueva redacción nos quiere hacer “tragar un nuevo anzuelo”. Se retiró el término “mediáticos” para agregar al final de una enumeración meramente enunciativa, “grupos de presión de cualquier índole”. Se trata de una voz más amplia que por supuesto contiene a los medios, como ellos mismos reconocieron. Se confunde opinar con presionar y no se aclara si es el juez o el Concejo quien decide si está sometido a presión.

A pesar de que el gobierno no contaría con los votos necesarios para la sanción en Diputados, los intentos de “pescar” voluntades no cesan. No por casualidad el proyecto inicial creaba 279 cargos, que pasaron a 908 y que minutos antes de la votación superaron los 1000 nuevos puestos.

“No comparto lo que dices, pero defenderé hasta la muerte tu derecho de decirlo”. Nunca tan vigente esta frase de Voltaire que deberían leer y releer quienes están empeñados en destruir la libertad de expresión en la Argentina.

Por: Daniel Sabsay
Profesor titular y director de la carrera de posgrado en Derecho Constitucional de la UBA

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