¿Cuándo empezó la decadencia de la Argentina? ¿Quién la comenzó? ¿Por qué persiste? Son solo algunas de las preguntas que cada tanto nos hacemos cuando vemos que el país se acerca más y más a un precipicio del cual luego será complicado escalar de regreso.
Uno pide perdón por escribir en primera persona, pero es más sencillo a la hora de redondear el concepto que se intenta transmitir. Seré más incorrecto aún: empezaré siendo autorreferencial.
Desde hace varios años, vivo en un humilde complejo ubicado en la Ciudad de Mendoza. Un lugar interesante, que prometía ser tranquilo y amigable.
El reglamento de copropiedad del lugar me satisfizo apenas lo leí: no permitía animales, ni ruidos molestos, detallaba los lugares comunes —inviolables— y marcaba con precisión los horarios en los cuales no estaba permitido hacer ruido. Casi el paraíso.
Pero un día —siempre hay un “pero”— alguien decidió adoptar un perro. Aduciendo motivos de salud. Y luego apareció otro. Y otro. Hasta que el lugar se llenó de perros. Y de gatos también, ojo.
Entonces, uno decidió protestar. Porque el reglamento no permitía tal situación. Y a uno le saltaron a la yugular. “¡Qué poco solidario, loco!”, me acusaron en el grupo de Whatsapp del complejo.
Luego, a alguien se le ocurrió estacionar su auto en un lugar común, dejándome “entrampado”, sin poder sacar mi vehículo. Justo un día en el que mi mujer tenía una urgencia médica de gravedad.
Otra vez me quejé. Y otra vez me acusaron: “¡Pará flaco, sé más solidario!”, me dijeron. El paraíso ya no era tan paraíso.
Pasó el tiempo. Poco a poco la convivencia se hizo más y más áspera. Intentar vivir con tranquilidad se convirtió en algo dificultoso, sino imposible.
Ruidos molestos en horarios que no correspondían. Perros y gatos sueltos por todo el lugar, dejando sus necesidades “a la vista” —sin mencionar la cuestión de los ladridos—, autos y motos en lugares comunes. Etc…
Ello recrudeció durante la pandemia del coronavirus, con vecinos que no respetaron el aislamiento social y se la pasaron haciendo reuniones en sus viviendas. A pesar de la prohibición. Fueron unos pocos, ciertamente, pero se hicieron notar bastante.
Y cuando uno intentó hacerlos entrar en razón, solo se encontró con sonrisas socarronas y descalificaciones. Entonces, uno decidió denunciar la situación, provocando la furia de todos los demás. Otra vez me tocó ser “poco solidario”.
Para nada sirvieron las explicaciones de que me levanto a las 4 de la mañana para ir a trabajar a diario y que debo descansar las pocas horas que puedo hacerlo.
Ni hablar de la ilegalidad del hecho. Porque había —aún hay— una prohibición de juntarse, por motivos de la pandemia del covid.
Somos argentinos, claro: lo importante es ser solidario, jamás cumplir las normas. Entonces, uno debió tolerar el hecho de que incluso le ocuparan su propia cochera. Con un agravante: la persona que estacionó su auto en mi lugar, era un amigo de aquel que hizo una fiesta clandestina.
Entonces uno debió dejar su automóvil en la calle, a riesgo de que fuera vandalizado… lo cual ocurrió.
Podría contar mucho más, pero no hace falta. Solo preguntarse: ¿Hace falta ser adivino para anticipar que la situación en el complejo donde vivo será cada vez más caótica, llegando a niveles de convivencia insostenibles?
Alguno me dirá que la solución sería mudarme, irme a otro lugar. De hecho, es lo que me dicen mis vecinos díscolos —que, insisto, no son todos por suerte—, no sin una cuota de cinismo.
Pero la solución no es irse, sino solucionar las cosas. Porque la anécdota que acabo de contar es la postal de lo que ocurre en la Argentina. Donde las normas son flexibles a extremos increíbles.
Entonces, nada funciona. Porque todo está permitido. Y sin reglas no hay orden. Y sin orden solo hay caos. Y en el caos no hay convivencia posible.
Es cuando nos preguntamos por qué Dinamarca es Dinamarca y Argentina es Argentina. Y la respuesta es tan, pero tan fácil, que inquieta.
En Dinamarca no existe el “estiramiento de las normas”. Entonces, todo funciona como corresponde. No solo allí, sino también en tantos otros países del primer mundo.
Aquellas naciones en las que soñamos convertirnos, pero con nuestras reglas. ¡No muchachos, así no funca la cosa! Para que todo funcione, hay que cumplir las normas al extremo.
No es algo antojadizo, es un tópico que ha sido debidamente estudiado y se encuadra en lo que se denomina como teoría de la “tolerancia cero”.
Refiere a un enfoque de política de seguridad ciudadana que se basa en “castigar severamente cualquier infracción legal sin importar la gravedad de la falta cometida, reduciendo al máximo el retardo entre la comisión del delito y la respuesta judicial”.
Para que quede bien claro: “La tolerancia al delito es eliminada, por lo que no se tienen en cuenta circunstancias atenuantes a la hora de castigar delitos o faltas”.
La teoría, que fue puesta en práctica en Nueva York con un éxito superlativo, fue deslizada por dos universitarios llamados James Wilson y George Kelling.
La publicaron en 1982 en la revista literaria The Atlantic Monthly, en el contexto de la definición de los principios de la “teoría de las ventanas rotas”.
Allí puntualizaron: “Consideren un edificio con unas pocas ventanas rotas. Si las ventanas no se reparan, los vándalos tenderán a romper unas cuantas ventanas más. Finalmente, quizás hasta irrumpan en el edificio, y si está abandonado, es posible que sea ocupado por ellos o que enciendan fuegos dentro”.
El ejemplo se hace extensivo a la seguridad ciudadana, basándose en dos sencillos postulados:
1-Si al responsable de una infracción no se lo condena de inmediato, se lo incita a reincidir en la misma.
2-Si a los responsables de infracciones no se los condena con toda la severidad que surge de la ley, de manera progresiva, estos pasarán de los pequeños delitos al crimen más complejo.
“Aceptando esto, la única forma de impedir la escalada de infracciones es actuar inmediatamente a cada una de las infracciones que se presentan. Condenando inmediatamente a los responsables, se les persuade de toda acción contra la sociedad, ya que esta, necesariamente implica una reacción inmediata, por lo que la sensación de impunidad desaparece”, de acuerdo a la referida teoría de Wilson y Kelling.
Como se dijo, la doctrina de marras fue puesta en práctica en la ciudad de Nueva York en 1993, por parte del flamante alcalde Rudolph Giuliani. La baja del delito se comprobó en el corto plazo. Y se mantuvo a lo largo de los años siguientes.
Por caso, Nueva York pasó de sufrir 410 delitos violentos por día a ser la ciudad más segura de Estados Unidos.
Lo antedicho significa que, cuando hay voluntad y convicción, todo se puede. Obviamente, no se trata solo de la “tolerancia cero”. El problema es más profundo. Hace falta también —además— replantearse la formación ética ciudadana. Es una de las materias pendientes más relevantes en la agenda moral de los argentinos.
Lo que nunca debe hacerse es obvio: no hay que irse del país. Eso es facilismo, es el escape más cobarde.
Hay que permanecer en la Argentina y mejorar las cosas desde el corazón del problema. Mientras tanto, yo… yo seguiré viviendo en mi complejo. Peleandola.