En la vorágine de despropósitos a la que se ha acostumbrado la Argentina, a veces nos cuesta calibrar la gravedad de ciertas cosas. Las tormentas de Twitter tienden a igualar y confundir, como si todo tuviera la misma dimensión en el ring de la polémica y el escándalo. En ese paisaje de altisonancia, el mensaje de claro tono intimidatorio que le envió el ministro de Seguridad de la Nación a Nik es mucho más que una provocación convertida en trending topic.
Es, en realidad, un episodio escalofriante, que desnuda una cultura del poder, en la que el atropello y el abuso se ejercen con naturalidad. En 280 caracteres, el ministro de Seguridad envió una advertencia amenazante a uno de los humoristas y dibujantes más talentosos de la Argentina. Pero pasó cualquier raya al aludir al colegio al que concurren sus hijas. No solo reincidió en el tono patoteril y pendenciero que suele cultivar.
Sino que se metió con menores completamente ajenos a cualquier controversia o desacuerdo. Lo hizo con la brutalidad que solo se permiten quienes conciben el poder como una patente de impunidad. No se trata de una frase aislada; tampoco de una mera bravuconada. La reacción del ministro ante un ciudadano que expresó, con todo derecho, una crítica al Gobierno, confirma una larga tradición de intolerancia ejercida desde el kirchnerismo.
El mensaje es muy perturbador, porque desde una posición de poder se avasalla a un individuo, se lo señala con el dedo y se le notifica, como en las películas de la mafia, que “sabemos a qué colegio van tus hijos”. No puede analizarse el episodio sin reparar en el contexto político. La patoteada surge de un gobierno que viene de sufrir una derrota electoral y que está a punto de enfrentar otra elección decisiva.
Lo protagoniza, además, uno de los ministros que acaba de asumir, y que se suponía que venía a aportar un “volumen político” que hasta ahora había escaseado. Las preguntas, entonces, son inevitables: si esta es la reacción de un gobierno debilitado, que intenta mostrarse receptivo a las demandas ciudadanas, que dice que está dispuesto a escuchar y que busca sintonizar con las exigencias del electorado, ¿Cómo ejercerían el poder si se sintieran fortalecidos?
Además, ¿Cómo reaccionarían ante las críticas si se creyeran invencibles? Si en plena campaña electoral, exigido como está el Gobierno de no cometer ni el más mínimo error; obligado, incluso, a sobreactuar su versión más amigable, se incurre en una barrabasada tan burda, ¿qué límites respetarían si dieran vuelta la elección? Tal vez haya que preguntarlo sin rodeos ni eufemismos.
Si nada menos que el ministro de Seguridad intimida a una figura como Nik en el momento de mayor vulnerabilidad del Gobierno, ¿A cuántos jueces y fiscales apretarían si se sintieran más holgados en el poder?, ¿Qué suerte correrían las instituciones que intenten contener cualquier abuso de poder? El abuso de poder es siempre peligroso e injustificable, pero cuando se ejerce, además, con falsedades, adquiere una dimensión aún más desoladora.
Al analizar el texto del ministro, es inevitable encontrar reminiscencias de una Argentina del pasado, en la que se utilizaba el lenguaje como una herramienta del miedo y en la que la violencia siempre empezaba en “los mensajes”. Lo de antes de ayer no fue otra frase descabellada ni otra excentricidad patoteril de un funcionario que nos tiene acostumbrados a ejercer la extralimitación.
En definitiva, es la confesión de un modo de entender el poder y la política. Y es que desde la cima del Gobierno nacional se ha avalado con silencio el atropello del ministro. En ese sentido, saben que no les conviene; acaso le reprochen la falta de timing y de oportunidad. Pero muestra esa concepción de un poder endogámico, lindero con la violencia y desconectado de los ciudadanos.