Un 24 de agosto de 1899, Leonor y Jorge se encontraron siendo padres de un niño que – ¿cómo podrían haberlo sabido? – terminaría por ser uno de los más grandes baluartes de nuestra literatura nacional. El camino hacia este destino icónico sería sinuoso y, sin duda, laberíntico: un enorme caudal de lecturas que se conectan, que se desvían, que se bifurcan, lo formarían para convertirse en la figura intelectual que la posteridad conoce.
Su obra, caracterizada no solo por un estilo elevado, sino también por una alta erudición (si se nos permite la metáfora espacial), le daría un lugar en la cumbre de la galería de nuestros escritores nacionales. La importancia de las influencias literarias de las que el autor se nutrió es tal, que el rol mismo de autor parece no ser la designación con la que más cómodo se sentía, y, en cambio, mucho más se identificaba con el concepto de lector. En vano se lo ha llamado altivo por su producción, cuando su mayor satisfacción era su bagaje de lecturas, tal como él mismo indicaría: “Que otros se jacten de las páginas que han escrito; a mí me enorgullecen las que he leído”.
Sus poemarios, sus colecciones de cuentos, la totalidad de su obra abarca un espectro sumamente amplio de temáticas, y ciertas obsesiones recorren todos sus escritos de manera compulsiva: el laberinto, el otro, el doble, la ciudad de Buenos Aires, el infinito, entre tantos otros temas, vehiculizan su inmenso talento literario, a la vez que hacen permeable la interioridad del autor. Su obra, finalmente, se nos ofrece como el Aleph que el narrador encuentra luego de la muerte de Beatriz Viterbo en el cuento homónimo: un punto en el que todos los tiempos y todos los espacios confluyen en simultáneo; de la misma manera, en su legado literario parecen coincidir vastísimos confines de la existencia humana: del problema de la originalidad, a la observación aguda de la ciudad de Buenos Aires, a la reflexión acerca de grandes héroes literarios, y – por supuesto, pues a fin de cuentas Borges ha sido poeta – a la experiencia del amor.
Los numerosos universos que el escritor supo crear fueron hogar para personajes imaginados por su genio creador, pero también para la apropiación de grandes mitos y acontecimientos de la historia de la literatura. En su obra, el minotauro ha dejado de ser un monstruo para ser una criatura sufriente, Martín Fierro encuentra la muerte en simple ajuste de cuentas de su pasado y Cervantes ya no es el único autor consagrado del Quijote, tras la aparición de un tal Pierre Ménard, que parece también haber escrito la historia del hidalgo.
Su obra, finalmente, se constituye como el espacio que todos nosotros, colegas de Borges en tanto lectores, podemos revisitar de forma permanente. Es el espacio por excelencia del doble: hay otro Martín Fierro, hay otro sargento Cruz, hay incluso otro Borges que nos hace preguntarnos quién escribe, quién lee, y – en definitiva – quién existe, porque, en palabras del autor, “al destino le gustan las simetrías”.
Lo cierto, a fin de cuentas, es que, a 120 años de su nacimiento, y con todas las inquietudes en que su producción nos sumerge, hay una certeza que podemos enunciar: el espacio de la literatura borgiana, aunque intrigante, simétrico y misterioso, es hogar del arte, y, por lo tanto, garante de inmortalidad. Volver a la obra de Borges es, en definitiva, volver al espacio eterno del arte, de la casa, porque “el arte es esa Ítaca de verde eternidad”.
(*) Constanza Espósito es licenciada en Letras y docente de la carrera de Literatura Francesa de la USAL