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Breve historia de la estupidez argentina

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Por Federico Türpe-La Gaceta

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Durante la campaña presidencial estadounidense de 1992, donde compitieron Bill Clinton y George Bush (padre), se formuló la frase “La economía, estúpido” (The economy, stupid), que luego se haría popular con el agregado verbal “Es la economía, estúpido” (It’s the economy, stupid).

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El republicano Bush buscaba muy confiado su reelección, con un respaldo abrumador -en algunas mediciones superaba el 80% de aprobación-, gracias, principalmente, a que su gestión coincidiría con el derrumbe de la Unión Soviética, plasmada con la icónica caída del Muro de Berlín, lo que significaba el fin de la Guerra Fría, y a su éxito militar en la Primera Guerra del Golfo Pérsico, que evitaba que Irak, gobernado por el dictador Saddam Hussein, se anexara Kuwait.

El alto nivel de aceptación del ex director de la Agencia Central de Inteligencia (CIA) se acodaba básicamente en su política exterior, que consolidaba a los EEUU como la primera potencia militar del planeta, pese a que el país atravesaba una crisis económica interna bastante complicada.

James Carville, jefe de campaña del demócrata Clinton, entonces gobernador de Arkansas, pateó el tablero de ajedrez y decidió cambiar la estrategia electoral, frente a la inevitable paliza que los analistas les pronosticaban.

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Carville reunió a todo el equipo de campaña de Clinton y les ordenó enfocarse en los problemas cotidianos de los estadounidenses, en las necesidades más urgentes, en el desempleo, en la falta de viviendas, y en los millones y millones de norteamericanos que no tenían acceso a una cobertura de salud.

Para que no se perdiera el norte del objetivo y la tropa se mantuviera enfocada en la estrategia, Carville pegó carteles en las sedes y oficinas de campaña, donde estaban escritos tres ejes centrales: 1. Cambio, versus más de lo mismo; 2. La economía, estúpido; y 3. No olvidar el sistema de salud.

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En la memoria colectiva quedó registrado como el gran eslogan proselitista que acabó revirtiendo la intención de votos y terminó colocando a Clinton en el Salón Oval de la Casa Blanca.

“Es la economía, estúpido”, no surgió de la arenga inspiradora del esposo de Hillary, ni tampoco de un creativo publicista, sino que nació de un simple recordatorio interno para los militantes demócratas: “La economía, estúpido”.

La frase luego adquirió vida propia y se proyectó a distintos ámbitos de la cultura política y económica, tanto en EEUU como en el resto del mundo y se fue recreando en diferentes temas, pero siempre destacando que no debe olvidarse lo esencial de cada materia. “Es el déficit, estúpido” (en economía pública); “Son las matemáticas, estúpido” (en educación aplicada); “Son los votantes, estúpido” (en política electoral); “Es la ubicación, estúpido” (en bienes raíces), etcétera.

Incluso, el propio Clinton volvería a utilizar a la economía, durante su segundo mandato en 1998, para intentar minimizar el escándalo sexual con la pasante Mónica Lewinsky. EEUU transitaba un período de gran crecimiento económico y bienestar social, y eso ayudó a Clinton a mantener su imagen positiva muy alta, aún durante el juicio político que soportó.

¿Cuál es el secreto, estúpido?

Mucho se habló, se analizó y se estudió sobre los motivos que provocaron que esta frase fuera tan exitosa. Acaso fue porque le hablaba directamente al bolsillo del votante norteamericano, acuciado por la crisis económica, mientras Bush gastaba millones de dólares en otra guerra lejana.

O fue porque es siempre la economía la que se impone al momento de emitir el voto, más allá de otros problemas “importantes” y “urgentes” que los candidatos hacen como que debaten en las campañas.

O fue simplemente por el ruidoso adjetivo estúpido, un insulto que en un contexto educativo o aleccionador puede parecer más a un despertador, un reto cariñoso. Como fuera, no deja de sonar fuerte en boca de un aspirante a la presidencia.

O quizás fue todo eso junto en el momento justo por el que estaba atravesando EEUU. Quién sabe.

Porque, por ejemplo, la frase “Es la economía, estúpido”, en Argentina jamás causaría tanto impacto. En realidad, no provocaría ninguna reacción, excepto, quizás, una carcajada en el público, que al unísono corearía “chocolate por la noticia”.

En un país que lleva 200 años endeudado, 196 exactamente, gastando más de lo que recauda, a nadie le llama la atención que alguien nos diga que nuestro verdadero problema no es el cambio climático, ni los aceleradas mutaciones educativas, ni las exportaciones chinas, ni el estado de las rutas o la falta de ferrocarriles eficientes.

“Es la economía, estúpido”, es algo que los argentinos aprendemos a decir después de “mamá” y “papá”.

En cambio, a nadie en Suecia, por ejemplo, se le ocurriría hacer campaña con la economía.

Si un candidato promete en Estocolmo que va a terminar con la pobreza le van a preguntar, “entonces, ¿no piensa hacer nada?”

Dos siglos de fiado

“La historia cruel del endeudamiento argentino tiene fecha”, escribió en marzo de 2016 el periodista Miguel Ángel de Renzis.

Afirma que comienza el 17 de diciembre de 1824, cuando el presidente Rivadavia avaló un préstamo de Inglaterra a la provincia de Buenos Aires por un millón de libras esterlinas.

Según los registros de la época, del millón de libras sólo se recibieron 85.000 y el resto fueron papeles.

Rivadavia argumentó que el endeudamiento sería para construir un puerto moderno, para hacer una red de aguas corrientes en Buenos Aires y para fundar pueblos en las fronteras con los indios.

Nada de eso ocurrió, recuerda De Renzis. La mayoría de las 85.000 libras se usó para fundar un banco y gran parte se gastó en la guerra con Brasil.

“La Baring Brothers le sugirió al país colocar el 70% de su valor escrito y mandaron órdenes de pago contra comerciantes ingleses radicados en el país, por lo cual no vino el oro del empréstito sino que era simplemente un crédito de británicos radicados en Buenos Aires para que consumiéramos aquí”, afirma.

Manuel Dorrego dejó de cumplir con el pago, lo mismo que luego haría Rosas.

Pero Baring Brothers se reservaba una sanción del 20% de interés anual por entrar en mora.

Con Mitre en la presidencia, y en el contexto de la Guerra de la Triple Alianza, en la que el Imperio Británico empujó a Brasil, Argentina y Uruguay a destruir Paraguay, la deuda trepó a casi tres millones de libras esterlinas.

En la siguiente gestión, de Sarmiento, la deuda ya sería de 15 millones de libras esterlinas.

Los únicos tres presidentes que consiguieron disminuir la deuda externa (e interna) durante sus mandatos fueron Hipólito Yrigoyen, Juan Perón y Arturo Illia.

Vaya casualidad, los tres fueron derrocados por golpes de Estado, donde tuvieron injerencia directa Gran Bretaña o los Estados Unidos. Como si aquel viejo empréstito de 1824 nunca hubiera dejado de estar vigente.

Hay quienes sostienen que Néstor Kirchner también logró achicar el endeudamiento, pero lo cierto es que si tomamos el período kirchnerista completo, vemos que Kirchner recibió el país con 150.000 millones de deuda y su esposa lo entregó con un pasivo de 280.000 millones.

Luego Mauricio Macri le dejó a Alberto Fernández un descubierto de casi 300 mil millones.

Es la miseria, estúpido

Por esa razón, en Argentina el eslogan de Clinton nunca tendría el efecto electoral que tuvo en EEUU. Aquí el problema siempre fue económico, desde el primer presidente, Rivadavia, hasta hoy, vivimos endeudados y saltando de crisis en crisis, salvo breves y excepcionales períodos de bonanza, los que, además, nunca fueron para todos los argentinos.

Los argentinos que tienen menos de 60 años ni siquiera vivieron algunas de esas breves etapas de -relativo y acotado- bienestar.

Los que nacieron alrededor del 70 sólo conocieron un país asfixiado por la deuda externa, por el déficit fiscal, con un 30% de pobreza estructural (miseria), corrupción endémica, un establishment político-judicial-empresario privilegiado y un deterioro de infraestructura que no deja de aumentar.

Aún con algunas obras o inversiones importantes que se hicieron, como rutas, trenes o industrias, con máximas en Buenos Aires o en Córdoba, por ejemplo, y casi nulas en lugares como Tucumán o Formosa, las mejoras estructurales en las últimas décadas alcanzaron a una evidente minoría.

Más de cuatro millones de personas viven en 4.200 villas de emergencia. En Tucumán hay 200 asentamientos, un 10% más que en Córdoba, provincia con casi el doble de población.

Después de 2010 se crearon 780 nuevas villas; 1.200 aparecieron luego de la crisis de 2001 y el resto ya existía.

En el año 62 había en Argentina sólo 40.000 personas en esta situación. Menos del 1% que hoy.

Es la economía, pero también es la política y, sobre todo es la educación, o más bien la falta de ella.

Difícilmente se gane una campaña en Argentina gritando “¡Es la educación, estúpido!”, pese a que sin dudas sería el proyecto a largo plazo más serio y profundo.

Desde 1976 hasta hoy se fueron del país más de un millón de argentinos. El 80% después de 2001. ¿Y saben qué? No todos, pero un gran porcentaje de ese millón es lo mejor que tenemos, profesionales, emprendedores, gente con ganas de trabajar y progresar, que ya no aguanta la mediocridad argentina.

El exilio también es una sangría educativa de cabezas que estamos padeciendo. Y la educación, al revés que un edificio, se construye desde arriba hacia abajo.  

Quiere decir que donde más educación necesitamos, al contrario de lo que siempre se pregona, no es entre los analfabetos, sino entre los que gobiernan, los que mandan, los que conducen este país, en sus distintos roles, público o privado.

“¡Es la educación, estúpido!”, más que un eslogan debería ser un partido, un gobierno, un proyecto de país, que mal liderado lleva 200 años de gobiernos estúpidos.

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