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De la grieta a la brecha entre la dirigencia política y la sociedad

Después de un año de acatar como nunca antes todo lo que desde el poder instituido se ordenó, ganó terreno un sentimiento colectivo de frustración que agigantó la distancia entre dirigentes y dirigidos

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Alberto Fernández Alfredo Sábat
Descacharreo

Aunque en proceso de fragmentación, la grieta, que sigue dividiendo a la política, empieza a mostrar una deriva más profunda e inquietante. Sobre todo, para el establishment político. Es la brecha que separa a una mayoría de la sociedad de la dirigencia política. Un proceso de disociación basado en las diferencias crecientes entre derechos, merecimientos, acceso a bienes, cumplimiento de obligaciones y satisfacción de expectativas de unos y otros. Lo que unos gozan y otros padecen.

Nada grafica mejor ese proceso de distanciamiento entre mandatarios y mandados, entre quienes conducen y a quienes pretenden conducir que la extraña coincidencia en la estrategia de campaña que acaba de verificarse entre las dos coaliciones mayoritarias. Una admisión (o autoinculpación explícita) de casi toda la dirigencia política de que había estado lejos de lo que vivía, sufría, exigía y esperaba la ciudadanía.

Con dos meses de atraso, el oficialismo decidió copiar la propuesta (o eslogan) que había encarnado en la campaña el sector triunfante de la interna opositora. La fórmula se condensa en la expresión con la que se titulaba un viejo éxito radial de medianoche: “Te escucho”. Así, el Frente de Todos intentará recuperar en la elección de noviembre el voto que sus candidatos no consiguieron sumar en las PASO.

“La dirigencia no conoce la profundidad de lo que produjo en la gente la pandemia. Hay que sanar. Escuchar más y hablar menos”, afirma, al mismo tiempo que reconoce falencias, un estrecho colaborador presidencial. Es uno de los que, después del “colapso electoral” (Cristina Kirchner dixit), le aconsejaron al desdibujado Alberto Fernández cambiar la táctica de campaña y modificar su perfil, bajando del atril y pisando un poco más la tierra. Es lo que empezó a intentar el Presidente desde que le cedió el mando de la gestión al premier de facto Juan Manzur. Su gritona aparición de hace cinco días al lado del cacique del conurbano Mario Ishii refleja que todavía le cuesta internalizar el nuevo papel. Aunque admita que es por ahí. En teoría.

El pionero en la reedición de aquel viejo hit no solo radial sino también electoral, consistente en transformar al habitual emisor desde lo alto en un (aparente) receptor en el llano, fue Diego Santilli. Sus asesores de campaña habían advertido, antes que un oficialismo alienado por el poder, que la sociedad ya no era fan de los talking heads, esas cabezas parlantes de la política (y no la gran banda de rock de David Byrne) que le decían todo lo que debía hacer o no hacer, mientras ellos hacían todo lo que querían, aunque estuviera prohibido. No era solo una forma de acercarse al electorado de un territorio ajeno y desconocido para Santilli.

Después de un año de acatar como nunca antes todo lo que desde el poder instituido se ordenó, las terribles consecuencias sociales, económicas y anímicas de ese orden cerrado, impuesto sin discusión ni revisión (hasta la derrota electoral), atravesaron a toda la ciudadanía. La consecuencia fue la instalación de un sentimiento colectivo de frustración, desconfianza, enojo, rechazo y desasosiego, que agigantó la brecha entre dirigentes y dirigidos.

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Parte de la oposición, en sus distintas variantes, lo sospechó sin necesidad de que hubiera, como en otros tiempos, manifestaciones masivas de descontento en las calles y sin que el orden público se alterara. Otra expresión de un cambio más profundo, que algunos expertos en opinión pública y dirigentes sociales venían advirtiendo.

Antes de las elecciones, el consultor Guillermo Oliveto solía contar que más de una vez sus coordinadores de grupos focales terminaban las sesiones llorando por los padecimientos que escuchaban. Difícil que eso no se expresara en las urnas. Aunque la mayoría de las encuestas no lo predijeran. La espiral de silencio de las calles tampoco se quebraba ante los encuestadores. Más complejo de revertir que de advertir.

Sin embargo, en las encuestas sí había indicios elocuentes de la distancia que se iba ampliando entre la ciudadanía y casi toda la dirigencia política, no solo con el Gobierno y sus funcionarios, cuya popularidad venía cayendo casi sin solución de continuidad, al igual que bajaba la confianza.

En la mayoría de los sondeos, ya antes de las elecciones, apenas un par de dirigentes de la oposición lograban (y por muy poco) tener más porcentaje de imagen positiva que negativa. El resto, con los líderes oficialistas a la cabeza, quedaba en rojo. La confianza (o ilusión) que existía en el Gobierno de que la grieta y el peronismo reunificado alcanzaran para ganar por la fragmentación de la oferta opositora se hizo añicos en la noche del 12 de septiembre. Una corrección traumática para el candidato Daniel Gollansin “platita” no alcanzaba, pero con “platita” no era suficiente. Y con la foto de Olivos, imposible.

Dan cuenta de la magnitud del golpe imprevisto que sufrió el oficialismo los traumáticos cambios en las jefaturas de Gabinete de los gobierno nacional y bonaerense, además de otros ministerios, cuya profundidad modificó mucho más que el perfil de ambas administraciones. La tercerización de las gestiones otorgada al peronismo territorial triunfante (provincial y municipal) lo explica todo.

Se supone que ellos tienen más cercanía con sus votantes. Aunque resulta paradójico que tanto Juan Manzur como Martín Insaurralde no vivan ni sean precisamente gente común, sino miembros privilegiados de una élite, que acrecentaron exponencialmente sus patrimonios a medida que ascendieron en el escalafón político de sus paupérrimos entornos.

En el caso del barón de Lomas de Zamora se añade la curiosidad de que ni siquiera vive en el territorio que gobernaba. Eso sí, ahora podrá llegar más rápido a su oficina desde su domicilio de Puerto de Madero. Para el jeque tucumano, la distancia de su terruño no será un problema por falta de fondos para trasladarse, aunque no es seguro que el gobernador en ejercicio (su enemigo íntimo) le permita a él, como gobernador en uso de licencia, seguir usando el avión sanitario provincial con la discrecionalidad con que lo hizo hasta ahora, al igual que con otros recursos públicos. Lo que sí puede faltarle es tiempo.

Para los dos el gran desafío es trasladar a otra escala sus formas de controlar los territorios y revertir el rechazo que dos tercios del electorado expresaron en las urnas nacionales y bonaerenses hace 15 días. Una apuesta cuyo éxito no solo no está asegurado, sino que nadie puede prometer que, por el contrario, amplíe la brecha entre dirigentes y dirigidos. Por más “platita” que repartan. Es la cuestión de la hora.

Crisis no superadas

Tanto Manzur como Insaurralde deberán lidiar, además, no solo con el malestar social, sino con las crisis no superadas dentro de los dos gobiernos. Reflejos directos de los conflictos internos que atraviesan a la coalición gobernante. Aunque las situaciones tienen matices distintivos importantes en cada jurisdicción.

En el caso bonaerense, a las muchas diferencias políticas, ideológicas, estéticas y éticas que existen entre Axel Kicillof y el alcalde lomense se suma la división del gabinete provincial entre los apóstoles del gobernador, fundadores de la iglesia del Clio, y los representantes del cristinismo y de La Cámpora, sometidos al monitoreo interventor de Máximo Kirchner. Agrega tensión a ese complejo contexto la desconfianza subyacente de muchos intendentes peronistas que nunca fueron tenidos en cuenta por el gobernador y que siempre recelaron de la sociedad Insaurralde-Kirchner. Territorios en disputa constante.

Manzur, por su parte, deberá no solo poner en marcha de urgencia una gestión morosa en proceso de reconfiguración. También tendrá que lidiar con la frágil situación de la que adolece el ala albertista del gabinete.

A la presión y el hostigamiento a que los somete el cristicamporismo se agregan el malestar y la duda que muchos de ellos tienen de seguir integrando un equipo con nuevos jugadores que representan algo a lo que ellos renunciaron hace mucho y no quieren parecerse. Lo expresó con claridad el exsecretario de Medios Francisco Meritello en las tres últimas líneas de su renuncia, en las que afirma que “el proyecto superador de país [que lo convocó es] una idea que hoy está en crisis”. Nada los aleja más que la voz del nuevo Gobierno sea ahora la de Aníbal Fernández y que el futuro sea el Tucumán de Manzur.

Por eso, lo último que sienten desde hace una semana Gustavo Beliz, Matías Kulfas, Claudio Moroni, Elizabeth Gómez Alcorta y Matías Lammens, entre otros, son certezas y entusiasmo para seguir donde están. Por otras razones, lo mismo padece, aunque agravado, Martín Guzmán, a cuya silla eléctrica Cristina y Máximo Kirchner le aplican dosis de corriente alterna sin terminar de bajar la palanca, mientras dure la negociación con el FMI. La fragilidad que por estas horas padece su amiga Kristalina Georgieva al frente del Fondo le agrega un nuevo conductor eléctrico capaz de terminar con los pocos materiales aislantes que hasta ahora lo protegen de la ejecución.

Con tanto cortocircuito sin resolver, el nuevo equipo oficialista enfrentará en seis semanas su primera prueba de fondo. Nadie puede augurar que vaya a seguir todo igual tras las elecciones del 14 de noviembre.

Después, lo espera una prueba más ardua aún: afrontar los desequilibrios económico-financieros que profundizará el plan “platita en los bolsillos”. Día a día se suman economistas que auguran una espiralización de la inflación para el año próximo. En la oposición hay cálculos que duplican (y algo más) el 33% estimado por Guzmán en el presupuesto 2022, que deberá defender de los propios en el Congreso. El antecedente del cálculo oficial hecho para 2021 suma elementos para justificar las previsiones pesimistas.

Si el propósito de salir a escuchar para estar más cerca de la sociedad es más que un eslogan de campaña, seguramente los funcionarios y dirigentes advertirán que el equilibrio es cada vez más precario y que la sociedad no quiere nuevos espectáculo de riña en la cima del poder.

Hasta ahora los analistas de opinión pública advierten más enojo de la sociedad con los políticos que con la política. No parece aconsejable probar dónde está el umbral de tolerancia.

Por: Claudio Jacquelin

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