“Mi vestido rosa es más lindo que el tuyo”, le dice Cristina Kirchner a una asesora del Congreso que está en la entrada del palacio en el momento que ingresa Alberto Fernández. “No aguanto más el calor”, se queja después, mientras camina hacia el recinto delante del Presidente. “Ya estamos para arrancar”, le marca después. “Te tomaste mi agua”, le señala antes de empezar el discurso. Estos comentarios de vecinos en el ascensor es lo único que pueden intercambiar las máximas autoridades del país. La relación hoy no da para mucho más, aunque él haya entonado en su mensaje ante la Asamblea Legislativa los hits más dulces al oído del kirchnerismo, y más allá de que ella se haya propuesto no hacer ningún gesto durante dos horas, ni muecas de reprobación, ni tampoco un mísero aplauso.
Alberto Fernández se preocupó en averiguar si estaba presente Horacio Rodríguez Larreta, quizás para saber si le podía enrostrar en persona la quita de la coparticipación. No se percató que se había ausentado Axel Kicillof. Cuando se lo comentaron, se enfureció en el recuerdo que un miembro de su entorno puso en palabras: “Qué paradoja, con toda la plata que le dimos”. Ya asumía que no iría Máximo Kirchner, a quien en el pasado sentía como un hijo político y hoy es su más férreo detractor. El diputado se hizo inventar una actividad en La Matanza a la misma hora. “Pidió ir a un lugar seguro y propio, y Facundo (Tignanelli, su brazo territorial) armó una recorrida en un centro de jubilados, después de hablar con (Fernando) Espinoza”, explicó un armador bonaerense.
Con la Corte Suprema la jugada no salió como estaba planeada. El Gobierno pensó que los ministros del tribunal no asistirían, amedrentados por el clima previo y por el destrato de la invitación a último momento. La indicación para la transmisión televisiva era reforzar la imagen de las sillas vacías como metáfora de la claudicación y la culpa. Como Horacio Rosatti y Carlos Rosencrantz finalmente asistieron, sobre la marcha la estrategia viró hacia el hostigamiento visual. La portavoz Gabriela Cerruti y el asesor Antoni Gutiérrez Rubí estuvieron a cargo de la conceptualización de la puesta en escena. Ella intervino en la redacción del mensaje presidencial para pulir formas y revisar la ortografía (de paso le sirvió para recuperarse de las críticas que recibió por las imágenes que dejó el comentado viaje a la Antártida). La elaboración del discurso corrió por cuenta exclusiva de Alberto Fernández, a partir del aporte de los ministros. De hecho el Presidente quedó muy satisfecho con el resultado, según comentó a su entorno íntimo.
El estratega catalán, en tanto, aportó la propuesta de destacar las historias de personas comunes que se beneficiaron por alguna acción de gobierno, la misma idea que le había aportado a la campaña de Cristina con Unidad Ciudadana en 2017. Distante, como no ocurría antes, Vilma Ibarra. “Es cierto, la veo menos cerca del presidente”, refrendó un funcionario que registra los movimientos internos. También Santiago Cafiero aparece menos en la escena diaria, quizás porque su rol de canciller le genera menos desgaste. Cerruti, el fiel Julio Vitobello y Juan Manuel Olmos integran hoy la mesita de luz que busca iluminar al Presidente. Mientras tanto, Agustín Rossi intenta insuflar algo de aire desde una jefatura de Gabinete que quedó desfondada durante los últimos meses de Juan Manzur. “Al menos viene todos los días, trabaja y da la cara en los medios”, lo elogian en la Casa Rosada.
Claro que también tuvo sus ingratitudes. Sentarse con su rival Omar Perotti para hablar de la tremenda crisis narco en Santa Fe no es algo que le simpatice. Se lo pidieron especialmente. Ocurre que el Gobierno no tiene muchos más interlocutores. El Presidente mantiene una relación tensa con el gobernador, que empezó con el episodio Vicentin y se acentuó con la interna que le plantó en las PASO de 2021, justamente con Rossi de rival. Con Aníbal Fernández Perotti se tiroteó por los medios y no se pueden ni ver. Y Wado de Pedro es visto como un intruso por el albertismo. De hecho su continuidad en el gabinete es solo producto de la bondadosa irresolución del Presidente. El 26 de enero el ministro del Interior dejó circular un mensaje en el que acusaba a Alberto Fernández de “no tener códigos” porque no lo había invitado a una reunión con Lula Da Silva (muchos aseguran que en realidad fue una verbalización del enojo de Cristina por no tener su foto con el brasileño, quien en su paso por la Argentina dejó en claro que su situación judicial nunca fue igual que la de ella). Al día siguiente el mandatario inició una ronda de consultas para decidir qué hacer con Wado. El entorno de la mesa de luz le recomendó pedirle la renuncia. Lo mismo le dijeron dos ministros y un intendente. Solo Sergio Massa puso prevenciones.“Tenés razón, no se puede seguir así. Es más, tengo a alguien en la cabeza para reemplazarlo”, comentó el Presidente en una de esas conversaciones del viernes y sábado. Durante el domingo, silencio. Días después lo recibió en su despacho para acordar los términos de no agresión en la reunión del PJ. Así funciona hoy el Gobierno, deshilachado y espasmódico. Sin capacidad de reacción.
El laberinto kirchnerista
El kirchnerismo interpretó el mensaje presidencial en el Congreso como una despedida. Los analistas semánticos del Instituto Patria no solo repararon en que no hubo ninguna mención al futuro, sino que todo el tiempo habló en primera persona, un recurso propio de quien describe su legado, en vez de referirse a un “nosotros”, que genera un proyecto compartido. “Lo hizo para no incomodar”, se justifican en el albertismo.
Es notable cómo la indefinición del Presidente sobre su plan electoral incomoda tanto al kirchnerismo. “Algunos piensan que es la piedra en el zapato. Otros, que es una muralla que hay que derribar. Lo cierto es que parece una mochila muy pesada que no nos deja avanzar”, describe un dirigente camporista prolífico en imágenes alusivas. De fondo, el problema central es que todo el ecosistema que rodea a la vicepresidenta atraviesa un estado de ebullición inédito. Es tal la convulsión interna que existe una demanda generalizada para que Cristina defina rápidamente qué hará en términos electorales y que ordene el espacio. Todos dan por descontado una pronta reaparición pública. “Imagino que Cristina va a salir a hablar a la militancia en breve para dar una orientación. Si no lo hace, se desdibuja el operativo clamor que estamos sosteniendo. Ahora hay un clímax, pero si se demora mucho, se desinfla, porque no se puede sostener indefinidamente”, resume uno de los estrategas.
En La Cámpora hay por lo menos tres miradas respecto de cómo actuar en esta situación. El más nihilista es Máximo Kirchner, quien está convencido de que su madre no cambiará de opinión respecto de no postularse, que la elección está irremediablemente perdida, y que hay que arrancar un proceso nuevo, sin la interferencia ideológica que generó Alberto Fernández en el proyecto. El más combativo es Andrés “Cuervo” Larroque, quien encabeza el escuadrón de seducción y presión para que Cristina revea su postura y se ponga al frente nuevamente, o aunque sea, se presente para senadora. Su estrategia es “generar las condiciones” para que pueda hacerlo, lo que en los hechos apunta a la movilización de la militancia en las calles para “romper la proscripción” y diseminar la idea de que ella fue injustamente condenada por unos tribunales parciales. Y el pragmático aspiracional es Wado de Pedro, quien dice que la candidata debería ser Cristina, pero que si no quiere, hay que tener un plan B. O sea, él. Quedó una imagen extraña de su último acto en La Matanza. Fue en modo candidato con equipo de campaña y todo, pero en el escenario Espinoza, y abajo la gente, gritaban “Cristina presidenta”. Así le va a resultar difícil.
La agrupación principal del kirchnerismo atraviesa una crisis muy profunda, que se agravó el día que Cristina dijo que no sería candidata “a nada”. Tiene sentido: su salto a la política grande se produjo tras la muerte de Néstor Kirchner, para apuntalar la soledad de la presidenta viuda. Su esencia está atada a ella, aunque su liderazgo organizacional lo ejerza Máximo. Ahora quedó más en evidencia la dependencia que tienen de la vicepresidenta y la crisis de maduración que experimentan. La Cámpora pudo pasar con agilidad de la militancia juvenil a la administración del Estado. Pero ahora no puede dar el paso decisivo para asumir el ejercicio del poder en primera persona.
Máximo renunció a ser un líder de responsabilidades y se replegó en el papel de líder testimonial. Su proyección política se encoge cuando rehúye de la Cámara de Diputados y solo habla en una radio afín. Larroque es quien más sufre esta transición sin rumbo. Hoy está en un umbral incierto. No renunció a La Cámpora pero retiró su nomenclatura pública como secretario general, como una señal de que hay un proceso de sucesión. Al igual que Wado y Juan Cabandié, tiene una historia de militancia previa a la creación de La Cámpora y padece al ver que la nueva camada de militantes se malacostumbró a cuidar su propio interés político apalancada con fondos del Estado, resignando una construcción más colectiva. El próximo sábado, en el acto de Avellaneda, presentará “La patria es el otro”, una agrupación propia con clara impronta pejotista, que cuenta con el aval de Cristina y que se asemeja mucho a un astillamiento camporista destinado a captar a sectores que hoy están distantes. En el fondo hay un dilema generacional que agita los debates internos: la cúpula original envejeció y ya no representa la impronta juvenil del principio; pero al mismo tiempo los nuevos cuadros son más endogámicos y utilitarios. Hay una mística perdida que agrieta la militancia. Solo hay que ver cómo se fragmentó la representación kirchnerista en las universidades y en los colegios secundarios para entender el dilema que genera el debilitamiento de Cristina y la posibilidad de que se corra del liderazgo activo. Cuando rige el verticalismo pasan estas cosas.
El libro de Macri
Del otro lado del espectro, Mauricio Macri hizo algo parecido a Cristina: antes de partir a Italia movió varias fichas y dejó un interrogante sobre su futuro. Todos los que lo vieron en la última semana coinciden en que hay escasísimas chances de que se presente como candidato. Pero nadie se atreve a clausurar definitivamente esa opción. Con algunos habló del próximo libro que piensa escribir sobre su padre Franco, una suerte de corolario de años de terapia volcados al papel. Con otros, compartió señales inequívocas de apuntalamiento a Patricia Bullrich, un indicador de que será su apuesta electoral. Uno de los dirigentes de confianza que conversó con él estos días sintetizó su pensamiento: “Hoy no transmite ninguna señal de que esté por lanzarse. No se lo ve en actitud candidato. Al contrario, nos dice que ve que inevitable una dura interna entre Horacio y Patricia”. Su relación con el jefe porteño no mejoró. Larreta lo sabe y por eso emprendió un camino autónomo a partir de su lanzamiento. Sin romper, pero sin esperar.
Macri les dijo a los suyos que no entiende sus movimientos políticos y que lo ve reactivo a sus sugerencias. Con Bullrich el expresidente siente mayor sintonía ideológica, pero al mismo tiempo percibe que no puede superar la desconfianza permanente que transmite. Pese a ello, se está encargando de armar un polo anti-Horacio, para desnivelar la cancha sin tener que pronunciarse explícitamente. No solo apuntala el armado de Bullrich, sino que promueve un acercamiento con María Eugenia Vidal, la otra candidata que puso en juego (aunque todos lo desmienten, es indudable que su vínculo con Larreta se enfrió). Al mismo tiempo, respalda a su primo Jorge en la ciudad y convoca a todo el radicalismo que no responde fielmente a Gerardo Morales -como Martín Lousteau, aliado de Larreta-, desde Alfredo Cornejo hasta Facundo Manes. Solo basta ver la foto de ayer en la Fiesta de la Vendimia, con Bullrich rodeada de radicales, para entender que se están cristalizando dos bandos nítidos, preludio de un enfrentamiento interno inédito para el Pro. Macri luce hoy con más dotes de estratega político que cuando era presidente. Pero aun así, difícilmente pueda ordenar la coalición. En todo caso buscará condicionar al futuro gobierno, si es que gana Juntos por el Cambio.
La cápsula
La Asamblea Legislativa del miércoles concentró las limitaciones que hoy exhibe el sistema político. Estaban representados los tres poderes del Estado, todos enfrentados entre sí. El Presidente atacó a la Corte, a quien le pidió el juicio político a través del Congreso. Los legisladores opositores, a su vez, reclaman el juicio político al Presidente. La Corte, por su parte, tiene en sus manos el futuro judicial de la vicepresidenta. Un ta-te-ti institucional explosivo. En ese contexto de desconexión, Alberto Fernández fustigó a la oposición, después de hablar de moderación. La oposición, naturalmente reaccionó. El balance económico que se escuchó en el recinto sonó irreal. El futuro, ausente. La dirigencia en su conjunto se enfrascó en el microclima de la política sin dar señales hacia afuera.
Pero la realidad ya tiene su propia dinámica. A las pocas horas, un incendio dejó sin luz a medio país y de inmediato sonaron las alarmas en el conurbano ante la posibilidad de una reacción social. Los intendentes activaron la Guardia Civil y ordenaron distribuir agua en bidones para los lugares que se quedaron sin suministro. Ya habían tenido un sobresalto el lunes, cuando un paro de colectivos dejó a muchos a pie. En el Gran Buenos Aires se respira un aire muy denso que estos episodios agitan peligrosamente. Al día siguiente se produjo el ataque narco en Rosario contra un supermercado de la familia de la esposa de Lionel Messi. Otro drama irresuelto que generó miedo en la sociedad. En su discurso ante el Congreso, Alberto Fernández había elogiado “el trabajo de las fuerzas federales que se realiza en coordinación con las fuerzas provinciales” en Santa Fe. Otra frecuencia. Pero el día que se crucen los caminos de la realidad y de la virtualidad, no pasará inadvertido.