Nadie imaginó el viernes pasado, ni en el oficialismo ni en la oposición, el efecto político devastador que desataría una ceremonia pensada como el posible teatro de una tregua entre Alberto y Cristina Fernández. Fue el centenario de Yacimientos Petrolíferos Fiscales (YPF) en el predio de Tecnópolis. Nunca en estos dos años largos del Frente de Todos en el poder, las secuelas de una crisis entreveraron tantas líneas.
No sólo se ha reeditado la fricción inagotable entre el Presidente y la vicepresidenta. Hubo otro correlato lógico entre el albertismo y el kirchnerismo. Entre Cristina y sectores empresarios. La mayor novedad, sin embargo, sería el resquebrajamiento dentro del apodado albertismo. Además de la discordia en la familia kirchnerista por el curso de ciertos negocios. En este caso, la construcción del gasoducto.
Alberto había quedado conforme con la puesta en escena de Tecnópolis. A esta altura se conforma con nada. Nunca supuso que un amigo suyo y ahora ex ministro, Matías Kulfas, se atrevería a responder –en público y privado— la cantidad de imprecisiones vertidas por la vicepresidenta sobre el modo más efectivo de avanzar con el gasoducto ahorrando dólares. Cristina acostumbra a hablar de todo como si supiera de todo.
Esconde el desconocimiento, muchas veces, detrás de una oratoria florida. Aquella audacia no terminó de convertir a Kulfas ni en víctima ni en victimario. Fue dos años y medio ministro y recién ahora se percató del “desquiciado sistema de subsidios” energético que tiene la Argentina. También habría descubierto que la licitación para la provisión de caños para el gasoducto de marras habría sido amañada. “A la medida de Techint”, subrayó.
Alberto no pudo sostener a Kulfas ni un segundo, básicamente, por su insolencia con Cristina. En cambio, el Presidente mantuvo oculto en la embajada de Israel –presionado por la vice- al ex gobernador de Entre Ríos, Sergio Urribarri, condenado a ocho años de prisión e inhabilitación para ejercer cargos públicos por delitos de corrupción. Recién lo despachó cuando, impávido, apareció comandando en aquella nación los festejos por el 25 de Mayo.
No son hechos simétricos. Pero desnudan quien es quien en el dispositivo del poder. El calvario no concluyó para Alberto con la separación de Kulfas. Pretendió resarcirse, tal vez, de otras conductas opacas cuando debió desplazar funcionarios. Concedió una audiencia bien divulgada a su amigo para que le entregara la renuncia. Como debe ser. No fue una carilla: fueron 14 páginas en las cuales el ex ministro se encargó de profundizar el conflicto.
Una bomba que estalló ni bien llegó a orillas del periodismo. ¿Alberto no repasó, siquiera, ese texto? ¿Kulfas no le adelantó lo que decía la renuncia? Demasiadas cosas cotidianas que ocurren en el Gobierno resultan incomprensibles. El Presidente debió ordenar a su portavoz, Gabriela Cerutti, que aclarara que nadie compartía los dichos del ex ministro. El mismo también se encargó de hacerlo. Para prevenir una andanada del Instituto Patria.
El gran dilema que le queda al Presidente es cómo continuar. Está claro que su banco de reservas se agota. La mecánica para cubrir casilleros que se vacían o le son vaciados apunta desde hace rato a hurgar el peronismo. Lo traerá de Brasil a Daniel Scioli para reemplazar a Kulfas. Hombre afín a Carlos Menem, Eduardo Duhalde y Néstor Kirchner. Cristina, con él, se acostumbra a tapar la nariz.
Nada indica que la historia haya concluido. Esto se debe a que no existen únicamente dos bandos en el Gobierno nacional. Fluyen otras fragmentaciones. Las cuitas surcan también al kirchnerismo por el modo de gestionar los negocios. Tal vez al Gobierno y a sus distintas facciones le haya quedado una lección. Y es que difícilmente aguanten sin pulverizarse otro festejo como aquel de Tecnópolis.