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El error de plantear el salario universal sin considerar el contexto político y económico

Los mismos que sostienen un sistema inviable de planes sociales fomentan una nueva prestación monetaria, que pagará un Estado quebrado con la inflación que padecen los mismos pobres.

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Descacharreo

La crisis profundiza la pobreza y dificulta el acceso al empleo registrado. La desigualdad -económica, educativa, laboral- crece. ¿Quién puede dudar de que en un país con una inflación que coquetea con llegar a los tres dígitos a fin de año, las familias humildes son las mayores perjudicadas y, por lo tanto, necesitan políticas públicas que las incluyan y les den herramientas para salir adelante?

Lo que debemos preguntarnos es si la implementación de un Salario Básico Universal realmente significa una solución para nuestro país, luego de analizar minuciosamente la coyuntura política, económica y social. ¿Cómo se solventaría este ingreso? ¿Cómo impacta en el déficit fiscal? ¿Y en el mercado laboral? Estas son las preguntas de las que, convenientemente, huyen quienes reciclan propuestas bajo el paraguas de la demagogia, sin sensatez ni rigor técnico.

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Hablar superficialmente de redistribución de la riqueza, en una Argentina que no crece sostenidamente hace más de diez años, no tiene ningún sentido. El debate por el ingreso universal cae un vicio clásico de la dirigencia criolla: hacer política sin contexto, presentar soluciones como ideales y obvias, sin considerar dónde estamos ni cómo llegamos hasta acá. Los lectores atentos se habrán dado cuenta: con otras palabras, estamos describiendo al populismo.

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Ordenemos un poco el panorama. Los mismos que sostienen un sistema inviable de planes sociales, que extiende pobreza y precariedad, fomentan una nueva prestación monetaria, que pagará un Estado quebrado con la inflación que padecen los mismos pobres, alimentando un círculo vicioso que deteriora el mercado de trabajo, aumenta la vulnerabilidad social e incrementa el déficit.

Ese es el resultado de “cortar” experimentos que aplican países desarrollados y con crecimiento consolidado y “pegarlos” en una realidad totalmente distinta. Hace dos años, en plena cuarentena, en el momento más duro de la pandemia, también se habló mucho sobre la posibilidad de poner en marcha una renta universal. Previamente había que avanzar en dos sentidos: una reforma tributaria integral que promueva la formalización laboral y el reordenamiento de la política social del Estado.

No hace falta aclarar que en ambos frentes hemos retrocedido considerablemente. Que Cristina sea la más reciente promotora de esta iniciativa dice mucho. Su aval se da en el marco de la fase más cruda de la interna del Gobierno, con la renuncia de Guzmán (por la que tanto operó), la disparada del dólar y del riesgo país, y por supuesto, las perspectivas sombrías del oficialismo respecto al 2023 electoral.

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La vicepresidenta se sirve de la crisis y la fragilidad social para ganar espacios de poder. ¿La salud de las cuentas públicas? ¿La inflación y la informalidad laboral? Ya lo sabemos: le importa poco y nada. Para incluir y empoderar a los más desprotegidos es necesario reducir drásticamente la incertidumbre y estabilizar las variables macroeconómicas: el sentido opuesto al que nos lleva el Gobierno.

Concertar políticas públicas de educación, desarrollo territorial, transporte y acceso al crédito es fundamental para avanzar en igualdad y generación de oportunidades. Tenemos que estar siempre atentos y dispuestos a desenredar el debate público, a hablar con claridad y sin eufemismos de la gravedad de la crisis. Es la única manera de trazar un camino colectivo de salida, con coherencia y determinación.

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