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El kirchnerismo avanza hacia el fin de ciclo

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Alberto Fernández Alfredo Sábat
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La fractura quedó más expuesta que nunca y solo se agrava. La disputa política avanza hacia la crisis institucional con todas las letras. La resolución del enfrentamiento abierto entre Alberto Fernández y Cristina Kirchner, que puso en jaque al Gobierno, es cada vez más un profundo misterio que no podrá resolver solo una reestructuración del gabinete ni una reconfiguración de las alianzas políticas dentro del oficialismo.

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Los gestos de autoridad y autoempoderamiento que ofreció ayer el Presidente y la incendiaria respuesta de la vicepresidenta, para reafirmar por carta la distancia tomada, su enojo profundo y todas las críticas a Fernández y a su gestión, confirman que el meollo de la cuestión es un conflicto mucho más profundo que las diferencias políticas o personales. Todos los interrogantes siguen abiertos y potenciados. Mañana es un futuro muy lejano. La última criatura de Cristina Kirchner avanza hacia un ocaso prematuro y autogenerado.

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Las diferencias se agravaron en la coyuntura, tras el fracaso electoral, con los cuestionamientos del cristicamporismo a una forma de gobernar y ejercer el poder por parte del Presidente, las críticas al equipo de gobierno y a las políticas adoptadas, más un choque entre personalidades complejas y poco compatibles, que llegaron al límite de la tolerancia y la convivencia pacífica. El diálogo sincero y franco nunca fue un activo de la relación y los acuerdos solo fueron aparentes. La carta de la vicepresidenta confirma lo que los audios de la diputada Fernanda Vallejos anticipaban brutalmente.

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Es evidente que son profundas y nada circunstanciales las disidencias acumuladas en los dos años en los que hasta ahora han compartido (y disputado) el poder Alberto y Cristina, así como el efecto que ha tenido la constitución contra natura del binomio gobernante. La inversión del poder y de legitimidad de origen en un régimen presidencialista, con el centro de gravedad en la vicepresidencia, requería de una relación armónica, una generosa transferencia del poder y una construcción de liderazgo y autoridad por parte de Fernández que nunca se produjo. Todo eso entró en crisis tras las PASO. Y está en un incierto proceso de reconfiguración. Los dos lo hicieron.

Nadie sabe, ni siquiera los contendientes, cuán terminal es este trance, pero sí es evidente que dejará huellas profundas y que no será sencillo volver a dotar de fortaleza al Gobierno. Más aún si, como se prevé, en las elecciones generales de noviembre los votos para los candidatos oficialistas se redujeran aún más. En definitiva, ese es el temor de Cristina Kirchner, que, acuciada por muchos fantasmas y amenazada por muchas realidades concretas, provocó el desenlace del conflicto. Lo explicitó ayer en su carta.

Todas esas causas existen, están sobre la superficie y son suficientemente poderosas como para provocar la situación que tiene en vilo al país y cuyo desarrollo amenaza con una severa crisis institucional de consecuencias imprevisibles.

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Sin embargo, tan determinantes y disparadoras como todo eso (o aún más) parecen ser las diferencias profundas que tienen los dos protagonistas de la pelea central respecto de la interpretación de los tiempos políticos en los que se desarrolla el mandato de los Fernández, el contexto socioeconómico y su lectura de las demandas sociales.

La disidencia sobre la exégesis de los problemas que afronta el Gobierno y el diagnóstico con el que se pretende explicar el motivo de la debacle electoral hicieron emerger algo más profundo. Aunque parezca arriesgado o prematuro, la situación en curso lleva a plantear, al menos como hipótesis, si de lo que se trata no es de que estamos ante al fin del ciclo que se abrió en 2001.

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En el entorno de Alberto Fernández, si bien no se llega a esbozar siquiera ese interrogante, el resultado de las PASO abrió grietas para que empezara a fluir la duda sobre la posibilidad de que esos aires otoñales de una época sean el anticipo de una nueva estación.

En los primeros días posteriores a las primarias, en medio de la consternación y la sorpresa por la debacle, cerca de Fernández comenzó a permear la idea de que se puede estar frente a cambios de paradigmas y de demandas sociales, por lo que las categorías que hasta acá explicaron la relación política entre la dirigencia y la ciudadanía están mutando. Y, mucho más importante, si es que los principios dominantes hasta finales de 2015 nunca recuperaron vigencia, ni siquiera con el fracaso de la gestión macrista y el nuevo acceso al poder del peronismo kirchnerista.

De allí que la disputa de fondo sea, como lo dejó en claro Cristina, si lo que se debe hacer ahora es más o menos kirchnerismo. Alberto Fernández, sus principales colaboradores, la absoluta mayoría de los gobernadores y los intendentes (el albertismo nonato) están de un lado. Cristina Kirchner y La Cámpora, en las antípodas.

Lo que se expresa entre los colaboradores presidenciales más fieles deja en claro que después del fracaso electoral ha permeado lo que muchos consultores de opinión pública venían advirtiendo. Están en curso profundas transformaciones, registradas en los grupos focales, sobre preferencias, demandas y hasta creencias en todos los ámbitos. Uno de los que primero lo detectaron fue Guillermo Oliveto, quien observó que la pandemia y la cuarentena (que no son lo mismo) habían acelerado un proceso de transformación e insatisfacción social profundo, que había empezado mucho antes. Nada le alcanzaba a la sociedad, en casi ningún plano.

Otro tanto mostró un estudio de la consultora Escenarios, de los politólogos Pablo Touzon y Federico Zapata, que mostraba una relación creciente de distanciamiento y desconfianza del Estado y la dirigencia política, demandas de mayor apoyo y respeto a la iniciativa privada, contradiciendo el sentido común dominante de la era kirchnerista de centralidad estatal.

Los datos resultaron una sorpresa para buena parte de la dirigencia, entre la que se contaba una parte del oficialismo. Germen para las dudas post-PASO. Menos para Cristina Kirchner y sus acólitos, que no dudan y quieren volver a la utopía de los años dorados kirchneristas, para terminar con la distopía en la que se transformó su cuarto gobierno.

Al kirchnerismo puro le cuesta admitir que sus ucronías son solo eso. “Qué hubiera pasado si” puede ser un devaneo intelectual que no aplica para abordar la realidad de un país cuyo PBI per cápita es actualmente, en la era del consumismo, el mismo que el de 1974; que no se crea empleo privado, sino que se viene destruyendo sistemáticamente, desde hace 10 años; que el país padece un proceso de declive sostenido, signado por algunos picos y muchos abismos, que lleva casi medio siglo; que la mitad de la población es pobre y no tiene trabajo formal, y que las distorsiones dominan la economía en todos los órdenes. Al mismo tiempo, la cultura, los hábitos y las relaciones interpersonales se han transformado dramáticamente a una velocidad jamás vista en la historia, de la mano del avance tecnológico y la ampliación de derechos. Nuevos sentidos comunes fueron apareciendo, muchos de ellos contrapuestos, superpuestos o yuxtapuestos. Las herramientas del pasado ya no sirven.

Las sucesivas frustraciones de sueños, ilusiones y proyectos personales y colectivos, que las crisis cíclicas de la Argentina provocaban, alcanzaron su clímax con la pandemia. Un fenómeno que llenó de miedo e incertidumbre el ánimo individual y social, agravó el deterioro económico y clausuró expectativas de futuro. La idea de un país inviable volvió a pregnar y generó un ánimo expulsivo, que se encarnó principalmente en los sectores más jóvenes, los de mayor nivel educativo y económico. La idea de emigrar en busca de un porvenir se hizo masiva.

Sin embargo, el ordenamiento político continuó signado por las categorías que parieron los dos hitos fundantes del presente democrático. Por un lado, el colapso de la dictadura militar, hace cuarenta años, que dio paso a la vigencia plena y hegemónica de la democracia liberal durante el lapso más extenso de la historia nacional. Ese sentido común del orden democrático liberal entró en colapso hace veinte años, aunque algunos o varios de sus principios mantuvieran su vigencia, con la crisis político-económica de 2001, el otro hito fundante.

Ese momento de quiebre dio paso al orden del populismo de izquierda, progresista o como quiera llamársele. Un modelo que alcanzó su cénit en los dos mandatos de Cristina Kirchner, caracterizado por cuestionar, desafiar y atacar muchos de los principios de la democracia liberal, que se estructuró sobre la base de los clivajes amigo-enemigo, pueblo-antipueblo, Estado-mercado. Dicotomías siempre exacerbadas y no necesariamente puras, pero funcionales y operativas para articular las relaciones políticas y sociales que daban centralidad excluyente al kirchnerismo. ¿Una época que llega a su fin? Emergen evidencias que permiten sospecharlo. Mucho más después de la aceleración que le imprimió Cristina Kirchner.

Por eso, en estos días de crisis, empezó a dominar la interpretación que se hace en el entorno presidencial de que la desmaterialización de Alberto Fernández o la desalbertización, antes que su cristinización, explica en gran medida la debacle electoral del oficialismo en las PASO del domingo pasado. Aunque el proceso empezó mucho antes, cuando el profesor pandémico dejó paso al dirigente que fue alejándose de la gente, que cerró la campaña hace una semana abrazado a la estética, la ética y el discurso del cristinismo. No es solo la economía, como cree Cristina Kirchner, sino mucho más.

Por eso ahora el Presidente pretende recrear el albertismo imaginado, ese que permitió el triunfo electoral de 2019 y cuya evanescencia se hizo carne en las PASO de 2021, en las que un peronismo unificado no sacó más votos que el cristinismo en soledad en 2017.

Esa es la razón por la que esta vez se plantó ante su mentora, que ahora lo acusa de traidor, y se recuesta en el peronismo no kirchnerista de los gobernadores, los intendentes y los dirigentes gremiales. Pretende transmitir el mensaje de que entiende las demandas de una ciudadanía que mayoritariamente decidió darle la espalda en estas primarias, con la ilusión de una reconciliación a tono con los tiempos que corren. Un desafío monumental cuando todavía el cristinismo conserva un notable capital político, aunque parezcan soplar vientos de fin de ciclo.


Por: Claudio Jacquelin
La Nación

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