Un fin de semana le duró al Gobierno el capital -obtenido por una señal de racionalidad- que significó el principio de acuerdo con el Fondo Monetario Internacional. Del viernes 28 al lunes 31 de enero. La renuncia de Máximo Kirchner dinamitó la calma chicha y constituyó el primer episodio de una serie protagonizada por dirigentes K y afines que puede enmarcarse en el género de la tragicomedia.
El martes, la marcha contra los jueces de la Corte Suprema ofreció el segundo capítulo de la secuencia. El acto, al que habían adherido el viceministro de Justicia Martín Mena, el ministro Jorge Ferraresi, y Cristina Caamaño, directora de la AFI, entre otros; y que tuvo la venia aprobatoria del Presidente, resultó de un patetismo tan incontrastable que ninguna de esas voces se atrevió a reivindicarlo luego de consumado.
La convocatoria se esfumó de la consideración pública con premura y desinterés, lejos del objetivo de instalar una urgencia, al tiempo que iluminó la progresiva anemia K para las movilizaciones, alguna vez desbordantes de mística y contagiosas consignas. El único orador fue el juez Juan Ramos Padilla, quien carente de cualquier representatividad, se atrevió a tortuosas definiciones.
Como, por ejemplo: “Esta Corte se tiene que ir porque ha demostrado estar inscripta en una Operación Continental de utilización del poder judicial para los fines de dominación colonial que ni se ha preocupado en ocultar”. Por suerte para los dispersos concurrentes, los problemas de sonido impidieron escuchar más allá de las cercanías del palco. A propósito, la interferencia en el audio en la Plaza Lavalle entrega una metáfora apropiada para el presente del kirchnerismo.
Cada vez con mayores dificultades para conectar su discurso con las mayorías, y replegado sobre el núcleo duro de los cercanos. El exotismo de los dichos de Ramos Padilla sugiere otro síntoma preocupante para parte del oficialismo: la pérdida de verosimilitud de su relato, construcción y fortaleza durante el apogeo. Más allá de ubicar a los integrantes de la Corte como enemigos de la Patria, la vinculación con el imperialismo, el FMI y la avejentada idea de colonia.
Resulta hoy tan ajena que muy difícilmente haga eco en las multitudes. El último –al menos por ahora- ejemplo de “no me importa qué le pase al resto, yo me ocupo de mi interna” fue el que dieron Sergio Berni y Aníbal Fernández, con el telón de fondo de 23 muertos por consumo de cocaína adulterada en el Conurbano, la mayor tragedia vinculada al narcotráfico y al consumo de drogas.
Con el contador de víctimas aún en alza, y frente a la angustia de los familiares y la sociedad incrédula, los funcionarios de Seguridad de la Provincia y la Nación convirtieron la Guerra de Narcos en la Batalla de Ministros, disparándose chicanas mutuas. Primero Berni sorprendió al decir: “Quienes compraron droga en estas últimas 24 horas tienen que descartarla”, una definición que, disfrazada de preocupación, escondía su irrefrenable ánimo promocional.
Para no ser menos, Aníbal Fernández le respondió con un meme en Twitter. “El que compró droga las últimas 24 horas descártela porque es de la mala”, lo provocó. El intercambio revisteril de los ministros, los máximos responsables de la lucha contra el narcotráfico en la Argentina, desnudó por enésima vez la contradicción entre las preocupaciones de millones (inflación, inseguridad, pobreza) y los intereses, al menos primordiales, de quienes conducen.