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El kirchnerismo es hábil en ocultar sus peores intenciones con los más dulces envoltorios

Atribuir al odio las disidencias políticas es un viejo recurso del kirchnerismo

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Cristina Kirchner - Alberto Fernández
Descacharreo

El kirchnerismo es diestro en ocultar sus peores intenciones con los más dulces envoltorios. La subordinación de los jueces es la democratización de la Justicia; el discurso único, la pluralidad de voces; la revancha contra el sector agropecuario, la soberanía alimentaria. Muchos sucumben a ese encantamiento para descubrir muy tarde que fueron estafados. Lo llamativo es que vuelven una y otra vez a tropezar con la misma piedra, como si no tuvieran memoria.

Hace tiempo que desde el gobierno nacional y otros sectores del oficialismo se señala la necesidad de combatir los discursos de odio, pero luego de que Fernando Sabag Montiel apuntó un arma contra Cristina Kirchner, la campaña se ha intensificado. La explicación es sencilla: a las pocas horas del hecho, repudiado inmediatamente y en los términos más categóricos por todo el arco político, los dirigentes kirchneristas, sin excepción, emitían el mismo mensaje.

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Es decir, que los autores mediatos del atentado eran la oposición, el periodismo y la Justicia, por haber incitado al odio. El relato fue monolítico en diputados, senadores, gobernadores, intendentes y otras figuras del oficialismo, quienes han concluido en que es imprescindible sancionar una ley del odio. Para advertir cuál es su verdadero propósito, basta con indicar que una norma de ese tipo rige desde hace unos años en Venezuela.

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Según Nicolás Maduro, la ley ha permitido que en su país se desterrara el odio. Ahora todo es concordia y felicidad. En términos peronistas, la comunidad organizada. No hace falta ser muy perspicaz para comprender que lo que pretende el kirchnerismo es acallar las voces críticas. Los países democráticos suelen sancionar los discursos de odio, pero se trata de situaciones excepcionalísimas en las que hay, por ejemplo, un contenido racista o de incitación a la violencia.

Nuestro ordenamiento jurídico ya prevé la ilicitud de esas expresiones. Pero bajo ese ropaje se quiere, en verdad, prohibir la crítica vehemente de ideas y creencias, lo que es violatorio de la libertad de expresión. Esas críticas a veces pueden provocar la ofensa o el malestar de las personas que sostienen las ideas o creencias rechazadas. Mala suerte para ellas. Es el precio de vivir en libertad.

Por lo demás, el “odio” que reprueba el kirchnerismo siempre es el del otro. Podríamos llenar varias páginas de frases de algunos de sus más encumbrados dirigentes que incitan a actitudes violentas con relación a políticos de Juntos por el Cambio o jueces de la Corte Suprema. En las democracias avanzadas, no solo se prohíbe la censura previa, sino que la regla general es que el ejercicio de la libertad de expresión no puede generar consecuencias jurídicas.

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Salvo en casos muy específicos, como las lesiones al honor, y aún estos casos se hallan muy acotados en situaciones que tienen que ver con temas de interés público. La pretensión de combatir los discursos de odio es una excusa para encubrir el propósito de cercenar la libertad de expresión, que es, como ha sido sostenido, una libertad estratégica para la democracia, porque de ella dependen otras.

Se busca uniformar las opiniones, bajo el hipócrita objetivo de combatir la intolerancia. Nada distinto a lo que intentaba hacer el kirchnerismo cuando postulaba la “pluralidad de voces”: muchas voces que entonen la misma melodía. ¿Y quién manejará el “odiómetro”? ¿Luis D’Elía, el apóstol del amor? ¿La beatífica Hebe de Bonafini? ¿El pacificador social senador Mayans? ¿La discriminadora antidiscriminatoria Victoria Donda?

No hay odio en la oposición. Sí hay críticas muy duras. En buena hora. Son la sal de la democracia. Lo opuesto a la paz de los cementerios de la que se jacta el dictador Maduro. Atribuir al odio las disidencias políticas es un viejo recurso de los totalitarismos. Un recurso muy gastado, que ya no engaña a nadie, salvo a aquellos que, invocando una superioridad moral que los pone al margen de las disputas políticas, son cómplices de los intentos de sepultar la libertad.

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