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El kirchnerismo está bebiendo de su misma medicina: todas las fiestas se pagan

El ciclo de populismos que despilfarran y gobiernos republicanos que ordenan tiene algo de la condena de Sísifo: los populistas dejan caer la enorme piedra para que después otros la vuelvan a subir.

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Cristina y Máximo Kirchner
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Cuando la aprobación del presupuesto parecía encaminada, Máximo Kirchner produjo un discurso trasnochado que precipitó el rechazo. El 26 de enero, mientras el Gobierno intentaba cerrar el acuerdo por la deuda, Cristina Kirchner quemó las naves en la Facultad de Tegucigalpa: el FMI, Estados Unidos y los grandes bancos dejaron de ser meramente malvados para convertirse en cómplices del narcotráfico.

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Luego sobrevinieron el “renunciamiento” de Máximo y el áspero silencio de Cristina. Por fin, la ausencia deliberada de Máximo en la apertura de sesiones, el 1º de marzo, terminó de ordenar las piezas bajo la lógica de la guerra fría iniciada con las cartas de desamor y con los funcionarios que echó Cristina, como Losardo, y con los que no pudo echar Alberto, como Basualdo. Todo encastra: inútil pensar en meros arrebatos glandulares del primogénito.

Fiestas

Alberto Fernández le atribuye al acuerdo una naturaleza fingidamente dulce. Él también dijo: “Nos exigieron poco y nada”. Si fuera así, ¿Por qué sostuvo en Rusia, victimizándose, que no quiere depender más de Estados Unidos? Cristina inversamente dice: “Nos exigieron demasiado”. Fantaseaba a lo grande, con veinte años de gracia y quitas de intereses que les posibilitaran volver a fogonear artificialmente el consumo: otra fiesta fugaz.

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Alberto Fernández

Con sopa de cabello de ángel los populistas no ganan elecciones ni consiguen absoluciones judiciales. Prefieren que se hunda el país, pero no desilusionar a la feligresía emancipadora. El déficit fiscal que recibió Macri en 2015 era una trampa para incautos: si ordenaba todos los desajustes que le dejaron, como le pedían candorosamente los economistas ortodoxos, se derrumbaba ese gobierno.

Y volvíamos al sistema de partido único que primó en la primera década del milenio: nos despedíamos de la democracia. El ciclo de populismos que despilfarran y gobiernos republicanos que ordenan tiene algo de la condena de Sísifo: desde lo más alto de la montaña los populistas dejan caer la enorme piedra, para que después otros trabajosamente la vuelvan a subir, y así sucesivamente.

Esta vez el populismo está tomando de su propia medicina: le toca a ellos subir la piedra y se vuelven ariscos. Parte de la deuda la contrajo Macri, sí, pero para compensar el gigantesco déficit que le dejaron. Los kirchneristas no muestran otra solución alternativa más que fantasías inaplicables o el default, con el que coquetean, pero al que a la vez temen, como quien siente vértigo ante el abismo.

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Por eso madre e hijo no deslizan la hipótesis de la insolvencia sino en sordina, por intermedio de vicarios cuya inimputabilidad los torna aptos para los libretos más disparatados. A falta de mejores argumentos y en una posición parecida al rey ahogado del ajedrez, el guion kirchnerista se desvanece en la consabida cantinela acusatoria: “Macri nos endeudó”. Pero esa afirmación es tan hipócrita como decir que el mundo está apoyado sobre elefantes sin aclarar sobre qué están apoyados los elefantes.

El hojaldre tiene varias capas: si no hubieran alentado a los argentinos durante una década a vivir por arriba de sus posibilidades la deuda no existiría. La historia no es discontinuada, no hay múltiples historias sino una, encadenada, dialéctica. Este doble juego, este contorsionismo, estos malabares circenses no son más que el ardid de Cristina para ocultar, siguiendo su jerga arrabalera, la “verdad de la milanesa”: toda fiesta se paga.

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