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El kirchnerismo prepara una trampa camuflada de buenas intenciones

La posibilidad de una Ley del Odio es un nuevo intento de censura y control.

alberto fernández
Alberto Fernández
Descacharreo

Hay una trampa en ciernes, disfrazada con el maquillaje de lo democrático y lo políticamente correcto. A la idea del “discurso del odio mediático”, empujada por Alberto Fernández (“porque son impresionantes las cosas que se dicen”) apenas un rato después del fallido disparo contra la vicepresidenta, y repetida en los días siguientes por funcionarios y periodistas oficialistas, le sigue en estas horas un intento por instalar con buenos modales la conveniencia de una “Ley del Odio”.

Lo primero a decir, entonces, es que cualquier intervención desde el Gobierno en los discursos públicos, periodísticos o no, significa atentar contra un eje de la vida democrática: la libertad de expresión. Vale repetirlo incluso del modo más llano posible, necesario para su inmediata comprensión: no hay mayor valor a defender que el que cada uno diga lo que quiera. Y que luego cada quien se haga responsable de sus dichos. Fin del debate.

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Pero la trampa se construye con paciencia, esmero y palabras lindas. El primer paso es disimular un propósito profundamente antidemocrático como un camino de evolución plagado de buenas intenciones. “Es un debate que hay que dar”, dejan trascender desde el Gobierno. Y van más allá: “Que se da en todos los países del mundo, que en Alemania encabezó Merkel. Y Argentina, que tiene un proceso de fortalecimiento de la democracia inédito, con su construcción de convivencia, repudio a los golpes de estado, no violencia, búsqueda de verdad y justicia sin revancha, tiene que ser capaz de… bla bla bla bla”.

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¿Cómo oponerse a un planteo de semejante humanismo? ¿Cómo pararse en frente de una propuesta que incluye ideas como “fortalecimiento de la democracia”, “búsqueda de la verdad y justicia” y “construcción de convivencia”? ¿De lo que han hecho “otros países del mundo”? La estrategia del oficialismo incluye hablar de la Alemania de Merkel, muchas veces ejemplar, pero obviar la referencia a la Venezuela de Maduro.

Justamente, donde la sanción de la Ley del Odio en 2017 derivó en los primeros meses en la intimidación de “al menos seis medios de comunicación y 17 trabajadores de la prensa acusados, amenazados y procesados por delitos de odio”, según el Instituto Prensa y Sociedad Venezuela (IPSyV). Se trata, en verdad, de controlar, intimidad y censurar. ¿Y qué diferencia a este intento de los anteriores?

El matiz no es menor. El regreso sobre la vieja obsesión de coartar la libertad de expresión parece empezar esta vez ganando 1 a 0 en la posibilidad de adhesión colectiva. Lo impactante de la escena del jueves, grabada por decenas de celulares y repetida en el mundo, resulta un primer paso exitoso en el camino de la persuasión. Difícil, sino imposible, no sensibilizarse ante la ocurrido.

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La deriva sería “si se estuvo tan cerca del horror, y ese horror lo causó el odio, ¿Cómo no hacer algo para frenarlo?”. Es el intento de convencer a quiénes, aún sin ser sus votantes, puedan haber quedado conmovidos por la escena. Bienvenida entonces esa intemperie de las reales intenciones para entender que no se trata del odio, sino de la libertad de unos (o una), y el silencio del resto.

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