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El kirchnerismo ya contempla un futuro sin el presidente

La inflación desbocada y el desafío económico que viene por delante amenazan seriamente la subsistencia del Frente de Todos en 2023, lo que podría mover todo el tablero político.

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Cristina y Máximo Kirchner
Descacharreo

Opinión. “Lo que nos dejó la semana

En la semana que se fue para ya no volver, quedó claro que debajo de dos jefes que no ordenan ni se hablan, el peronismo asiste con perplejidad a la agonía del Frente de Todos como instrumento político y electoral. Una legión de dirigentes cuyo instinto de supervivencia no repara en nimiedades ideológicas empieza a hablar en pasado al referirse a la coalición que inventó Cristina Kirchner para desalojar a Mauricio Macri del gobierno.

Gobernadores, intendentes, legisladores, gremialistas y todos aquellos oficialistas con una ración de poder por preservar diseñan su largo plazo -las próximas elecciones- bajo la premisa de que no se repetirá el duelo de coaliciones de 2019. Ni Alberto Fernández ni Cristina Kirchner tienen incentivos para pedir juntos el voto en 2023. Las diferencias que los separaron en 2008 volvieron a aflorar sin disimulo y con el vuelo en el aire, en plena turbulencia.

La unidad se percibe hoy como un mal necesario “para llegar”. Nada más. Esa percepción de un final sentenciado dispara jugadas que dificultan la capacidad del Gobierno para actuar en medio de una crisis económica caracterizada por una inflación galopante que se sale del cauce del 50% de los últimos años y por las restricciones fiscales que establecen las metas acordadas con el FMI.

El oficialismo es laboratorio de ensayos individuales, que exaspera a Alberto Fernández. Él es quien tiene la responsabilidad de gobernar. La “lapicera” puede ser un castigo en tiempos como este, en que unos aliados sacan la calculadora y otros el látigo. Hay pocos dirigentes más activos que Sergio Massa en el universo peronista. La ruptura de Alberto y Cristina afecta sus intereses de manera preocupante.

No puede mediar entre ellos -acaso porque no conoce la historia completa del pacto que reconcilió al Presidente y la vice- y la guerra interna lo desperfila. Su agenda no encaja en este contexto incendiario, pero no está dispuesto a rendirse. En las últimas horas de la semana que se esfumó para no retornar, movió dos piezas en su ajedrez personal para 2023. Hizo saber que podría dejar el Frente de Todos si la pelea entre cristinistas y albertistas escalara.

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Y a la par, lanzó la convocatoria utópica de un “pacto de la Moncloa” para acordar políticas públicas en el Congreso con representantes de todos los partidos. Si se atan las dos jugadas puede distinguirse un guiño a un sector de la oposición, sobre todo al radicalismo que acompaña a Gerardo Morales, gobernador de Jujuy en alianza con el Frente Renovador massista. ¿Se está gestando algo entre ellos, como mascullan dirigentes de Juntos por el Cambio?

Los protagonistas lo niegan. Pero las críticas inclementes de Morales a Macri alimentaron un mito que tiene raíces en especulaciones que circulan en todo el espectro político. La mira está puesta sobre todo en la posibilidad de que Cristina Kirchner y sus fieles se abroquelen en 2023 en un proyecto propio, sin los “moderados” que los ayudaron a reconquistar el poder. Su intención no pasaría por ganar la presidencia.

Sino por blindarse en la provincia de Buenos Aires con sus banderas de rebeldía a cuestas. Si es verdad que ella da por perdidas las próximas elecciones nacionales a raíz de la gestión económica de Martín Guzmán y los compromisos asumidos con el FMI, tiene lógica que su horizonte sea resistir y prepararse para 2027. El impacto de un movimiento de ese tipo sería sísmico en todo el sistema político.

En ese sentido, en la semana que se fue para jamás retornar, Juntos por el Cambio permanece unido en medio de un festival de tensiones porque asume como un mandato ineludible impedir la hegemonía de Cristina Kirchner. Si ella se replegara, ¿Resistirían juntos Mauricio Macri y Gerardo Morales, por citar a las dos figuras que se exhiben hoy como extremos ideológicos en la oposición?

Pensemos ahora en Alberto Fernández: si Cristina Kirchner arma un proyecto sin él, ¿Habrá peronistas dispuestos a acompañarlo en el plan reeleccionista? ¿O tendrá que resignarse a completar su mandato y ver por televisión cómo cada cual pelea de la forma que mejor le conviene para preservar sus territorios, sus bancas, sus privilegios? Hoy su incentivo es evitar una fractura definitiva que complique aún más su existencia como presidente.

A futuro, si las condiciones le permiten pensar en otro mandato, ¿Querrá presentarse a otro mandato atado a los mismos aliados hostiles? Los camporistas como el ministro bonaerense Andrés Larroque fantasean con la escena de Alberto Fernández rodeado el año que viene por sus “cinco amigos”, la metáfora que usa para degradarlo en público como un hombre sin liderazgo.

El nivel de crueldad con el que los fieles de Cristina Kirchner aluden en público al Presidente alarma a dirigentes oficialistas con años de tablas en el cuerpo. Ya no pueden disimularlo con eso de “nos gusta la discusión”, “somos diversos” y otros lugares comunes del peronismo. Tuvieron que acostumbrarse a una conducción que no era vertical, pero no están preparados para naturalizar la rebelión interna, como a menudo pretende Alberto Fernández.

Temen, sin eufemismos, “que se derrumbe todo antes del 23″, como expresó un exgobernador que mira con pena el escenario desde una banca legislativa. La pelea oficialista no ocurre en el vacío, sino en un país con indicadores sociales dramáticos, que no atacó a tiempo un problema inflacionario serio y que ahora sufre los coletazos de la disrupción global ocasionada por la invasión rusa a Ucrania. Guzmán ya admite que no puede prever la cifra de inflación.

Y el 60% anual parece un umbral ampliamente extendido entre analistas económicos. Mientras tanto, los precios de los alimentos están disparados y en el oficialismo no hay consenso sobre las políticas para contenerlos, como admitió el ministro del Interior, Wado de Pedro. La demanda social crece, como demostró el acampe piquetero de esta semana que no volverá, y la chequera del Gobierno está bajo vigilancia de los “hombres de negro” del FMI.

Cristina Kirchner mira con espanto lo que viene: ajuste del gasto, inflación sin control, aumentos de tarifas. Teme que el invierno llegará sin gas suficiente para todos, garantía de una recesión. Todo en un contexto de humor social afectado, que ya se hizo notar en las elecciones del año pasado. No quiere quedar pegada a una gestión que –a sus ojos- se volverá más impopular y a la que acusa de haber sido ineficaz e infiel al mandato de las urnas.

Pero tampoco puede empujar demasiado: la cuerda en la que se balancea Fernández es muy delgada. Ella retomó la iniciativa sin avisar al Gobierno con el proyecto que pretende recuperar bienes en el exterior para pagar la deuda con el FMI y con su reunión con el embajador de Estados Unidos, Marc Stanley. Ensaya lo que parece una administración paralela, pero que en realidad apunta al relato.

Mostrar el camino de lo que debió hacerse: cobrarle a los ricos y a los amigos de Macri. A Alberto Fernández lo irrita el destrato de los propios. Es improbable que la “terapia de grupo” a la que convocó esta semana que se fue para jamás regresar, incluya a su vicepresidenta. Pero ocurre ya de manera informal entre los gobernadores peronistas cuando se juntan por alguna convocatoria protocolar.

Se descuenta entre ellos que el año que viene adelantarán las elecciones para despegarse de la crisis y eventual fractura del Frente de Todos a nivel nacional. Hoy suena a fantasía imaginar unas PASO del Frente de Todos, como anunció Alberto Fernández para fastidio del kirchnerismo después de la derrota de las legislativas. El Presidente es muy afecto a dejarse llevar por quienes le dicen que todo va a ir bien y que la reelección será una consecuencia natural.

Porque el peronismo no tiene hoy otra figura capaz de dar pelea y porque la oposición se encamina a un estallido. Pero los caminos se angostan para él. Su destino electoral está atado al éxito del programa que pactó con el FMI. Puede verlo como una buena noticia o como un drama: el Gobierno sigue siendo un instrumento disfuncional lleno de agentes enfrentados entre sí, peleando por señalar al culpable de que las cosas no funcionen.

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