Siempre dijo que esa esquina estaba bendita. Tenía 15 años cuando un turco algo mayor que ella, Marún Fiad (se pronuncia Marón y significa Ramón) la desposó y la llevó a vivir a la casa de sus suegros, Emilio Fiad y María Herrera de Fiad, un matrimonio de inmigrantes libaneses. La casa se había terminado de construir en 1927. Era una de las más presuntuosas de la época: cuatro dormitorios; un baño alejado de las habitaciones, como se usaba; galerías con techo de chapa y un fondo con parrales y chirimoyas. “No había otro caserón más bonito”, recuerda Estela Corvalán de Fiad, a sus 71 años. Quedaba en la ochava suroeste del cruce de las avenidas Aconquija y Solano Vera, en Yerba Buena, por entonces un terruño apenas poblado. Al costado de la propiedad, estaba el negocio de ramos generales de los Fiad. “Ponías lo que ponías ahí, trabajabas”, añade.
En breve, la Municipalidad inaugurará un complejo semaforizado en esa esquina. Y cuando lo haga, será el corolario de una transformación que, en las últimas décadas y de tanto en tanto, ha ido eliminando los rastros del pasado. Y que seguirá haciéndolo. A veces, con respeto hacia aquellos primeros pobladores; otras, con indiferencia. Hace unos días, los lugareños pusieron el grito en el cielo cuando se dieron con que el Mástil -que estaba emplazado en la rotonda de ese cantón- fue cambiado de sitio, debido a la demolición de la glorieta. En una nota, escribieron que ese Mástil había sido construido por el Centro Social, Mutual y Cultural de Yerba Buena, creado en 1938 por sus abuelos. Que posee cuatro placas puestas en diferentes momentos por los gobiernos municipales. Que a su alrededor se hacían bailes de carnaval. Que ha sido el primer monumento de la ciudad, pues El Cristo se inauguró en 1941 y La Virgencita, en 1989. Y que además de un mojón (”del mástil para arriba… a una cuadra del mástil”, señalan los yerbabuenenses) es parte de su identidad. El historiador José María Posse, subdirector de Patrimonio Histórico y Cultural, les devolvió la tranquilidad: se decidió trasladarlo -les contestó- al lugar en el que, originalmente, había sido construido. Entonces, se le apareció el vecino Alberto Fuentes para preguntarle a qué se refería con “original”. Porque de eso, él sabía mucho. Y le mostró los planos originales, las medidas exactas y la forma del primitivo monumento. Esos papeles han estado guardados en su casa durante 80 años. Su padre, Melitón Fuentes, fue uno de los miembros de aquella asociación que hizo forjar el monumento. “Con esta documentación, se tratará de emplazarlo con la mayor fidelidad posible”, asegura el funcionario local.
Antaño -prosigue Estela- los festejos patrios se hacían alrededor del Mástil. Como por esas fechas la acera norte de la Aconquija era de tierra, los niños andaban sucios de polvo. “Mis hijos tuvieron una hermosa infancia. Se reunían con los vecinitos y jugaban en la vereda. A veces, trepaban a la terraza de los Fiad. Yo los bajaba uno a uno, con un chirlo. Jamás quise que esa casa se vendiera. Pero enviudé y ya no podíamos mantenerla. Me acuerdo del llanto de mis hijos. Lloraban todos. Ninguno quería salir”. El almacén de los Fiad ha sido demolido y transformado en un bar con una estética importada. En el mismo lugar que ocupaban sus galerías de chapa, funciona una panadería y cafetería. Y donde la familia arrancaba hojas de parras para preparar niños envueltos, hoy se instaló una franquicia de una cervecería artesanal. Pero a Estela le basta con cerrar los ojos para verse allí dentro.
El cine dormido
Otras ochavas, en cambio, aún conservan algún registro edilicio de la vieja Yerba Buena. Cuentan que el Cine Astral, por ejemplo, ubicado al noroeste, solo duerme una siesta. Que adentro, hasta las butacas son las que eran. Había sido inaugurado, formalmente, por Melitón en la década del 50, cuando consiguió dos proyectores con el apoyo de la Compañía Cinematográfica del Norte. Las funciones eran de jueves a domingo. Su viuda e hijos continuaron con sus pasos. Hasta que, en 1982, cerraron a causa de la crisis económica y social que se hacía sentir desde 1966. “En esa sala nos dábamos los primeros besos”, confiesa Susana Nieva. Acá vive hace 69 años. Acá nacieron sus cuatro hijos. Acá nació su madre. Y acá nació su abuelo, don Manuel Antonio Salvi; el hacedor de otra de las esquinas del Mástil: la carnicería. Quedaba en la ochava noreste, donde ahora queda una farmacia. Pero el portón por donde se entraba, todavía sigue. Un portón detenido en el tiempo. Un portón detrás del cual flameaba una cortina de tiritas de plástico. Un portón delante del cual don Salvi se sentaba con el diario abierto, a ver fotos porque no sabía leer. Un portón donde los más pobres hacían cola porque el puchero iba de regalo. Susana habla frotándose las manos. Es temprano y aquí, tan cerca de la montaña, el frío aprieta. Su abuelo subía y bajaba a pie ese cerro, el San Javier, con el ganado. Las vacas entraban por la calle del costado, Pedro Maderuelo. Y donde ella tiene su jardín, él las faenaba. “Lo mejor, era salir en bicicleta a la siesta. Después, nos sentábamos en el Mástil y esperábamos la primera función del cine, a las seis. Lo peor, eran las crecientes. Dormíamos arriba del piano y mi mamá nos daba té con leche hasta que el agua bajaba”. La demolición de la rotonda y el desplazamiento del Mástil se realizan -justamente- en ocasión de una obra mayor en ese cruce: la construcción del canal de desagüe pluvial Solano Vera – San Luis, que lleva más de tres años y podría culminar pronto.
Un noble oficio
Son pocos, pero todavía son. Nietos de los primeros pobladores, quienes todavía viven en las casas que heredaron de sus abuelos. Como Simón Chemes, mejor conocido como “Polo”. Tercera generación de peluqueros. A los 14 años, su padre le puso una tijera en las manos. A los 72, no hay quién se la quite (y pese a su artrosis). Nunca hubiese imaginado que su barrio iba a convertirse en este cruce bullicioso de autos, colectivos y personas. “Si usted me promete que me los devuelve, se los presto porque no tengo copia”, añade. Y me entrega varios ejemplares de un diario yerbabuenense, que se imprimió alguna vez.
Ahí está él, con su peluquería en la que el tango suena como un himno.
Ahí están los festejos del 9 de Julio alrededor del Mástil, con competencias del palo enjabonado y de embolsados.
Ahí está la farmacia de Pedro Maderuelo, la primera en toda la ciudad.
Ahí está la Solano Vera, con un foco cada dos cuadras.
Ahí está el club Unión Aconquija.
Ahí está el trolebús.
Ahí está el colectivo de la línea 61.
Ahí están los doctores Pera e Íñigo.
Ahí están otros apellidos, como López, Toro, Muñoz, Abdala, Miranda Arce, De Pedro, Herrera, Angelicola, Blasco y Cheble, entre varios más. Los Cheble. Vendían pantalones vaqueros. Pero en la década del ´70, cuando la gente prefirió comprar jeans de marcas importadas, cambiaron la vaquería por un bazar. El bazar, la casa que está detrás, la persiana que está adelante, los estantes, las baldosas de la vereda, la máquina para cortar el papel de envoltorio y hasta el olor que se huele allí, es pasado. “Aquí todo tiene más de 90 años”, dice Roberto Antonio Cheble; Capio, para los vecinos. Afuera, en vez, todo es nuevo. Está lleno de personas que no conoce. Llegan los ruidos de las máquinas que demuelen la rotonda. Pasan autos. Y Capio cierra los ojos. Tal vez, dentro suyo esté viendo otra vez la carnicería de Salvi, el cine Astral, el almacén de los Fiad y la farmacia de Maderuelo. Tal vez.
Por Soledad Nucci.