El Frente de Todos se creó en 2019 para reunificar a la mayor parte del peronismo, derrotar a Cambiemos y recuperar el poder perdido. Fue una alianza táctica sin demasiada profundidad de objetivos. Esta debilidad fue expuesta en dos circunstancias clave. La primera fue la derrota electoral en las legislativas de 2021 porque interpeló la naturaleza práctica de la coalición. Para qué sirve este instrumento si ya no gana elecciones, fue la pregunta subyacente. Cristina Kirchner lo expuso con crudeza al resaltar que en su etapa de Unidad Ciudadana había sacado más votos ella sola. La segunda fue el acuerdo con el FMI, porque interpeló la naturaleza ideológica de la coalición: qué somos, un interrogante que siempre se había evitado debatir. Allí se produjo una diferenciación entre el kirchnerismo, que vio en ese pacto una trampa para su capital simbólico, y el resto del oficialismo, más pragmático y decidido a evitar un default. La irresolución de ambos impactos concluyó en la crisis de julio del año pasado, detonada por la salida de Martín Guzmán y la extrema convulsión en la que quedó el gobierno. Ahí apareció Sergio Massa, el superministro reticente, el estabilizador precario.
Esta semana esa frágil reconstrucción volvió a entrar en crisis y las luces del tablero de alerta se encendieron nuevamente. El replanteo del acuerdo con el FMI se volvió más complejo de lo previsto y derivó en una serie de advertencias del organismo que agitaron otra vez al kirchnerismo. Después se conoció la inflación del 6,6% de febrero y la ruptura del techo simbólico del 100% anual, que dejó en un laberinto las expectativas electorales de Massa. Y al mismo tiempo, decantaron definitivamente algunos números del impacto que tendrá la sequía en la cosecha de soja y maíz, mientras el Banco Central sufría una fuerte sangría de reservas para garantizar un pésimo primer trimestre (además de las turbulencias financieras por el derrumbe de bancos norteamericanos y suizos). Todas expresiones de que el plan del ministro de Economía para esta etapa del año no está funcionando y de que el riesgo de escenarios disruptivos volvió a instalarse.
El establishment económico y político quedó otra vez envuelto en dudas como hace tiempo no ocurría. Corrieron rumores falsos de que Massa podía renunciar y de que el kirchnerismo se retiraba del gobierno. Volaron otra vez, con demasiada ligereza, los fantasmas de julio. Para bien y para mal, Massa sintetiza en el universo económico un supuesto reaseguro de que el gobierno puede llegar en pie hasta el final de su mandato. Pero este enunciado quedó ahora bajo sospecha; la vulnerabilidad de Massa es también la vulnerabilidad del sistema. Es más, desde operadores financieros hasta representantes diplomáticos extranjeros admiten que prefieren que Massa sea candidato, aunque pierda, solo para galvanizar su compromiso con el futuro de la gestión. “Sabemos cómo es Sergio, tiene sus vueltas y sus cosas. Pero preferimos eso a la indefinición de Alberto o al castigo de Cristina”, admitió un importante referente del universo bancario. En definitiva, la inestabilidad económica volvió a dejar en shock a una administración extremadamente frágil y le obturó un poco más la expectativa de la continuidad en el poder.
El Lollapalooza oficialista
La renegociación del acuerdo con el FMI volvió a exhibir nuevamente la descoordinación que rige en el oficialismo. Algunos economistas que hablaron con los técnicos del organismo admiten que la aprobación de las metas del trimestre venía encaminada hasta hace algunas semanas, y que después se trabó por la aprobación en el Congreso de la moratoria previsional. Esa iniciativa surgió en el Senado por impulso del kirchnerismo (sin el aval de Massa) y estaba frenada en Diputados. El ministro apostaba a que primero se firmara la renegociación y que después se transformara en ley esa iniciativa, con la previsión de que la próxima revisión con el Fondo coincidirá con la campaña y sería más justificable. Pero los legisladores oficialistas avanzaron igual anticipadamente porque vieron una oportunidad de negociar con la bancada de Consenso Federal y romper el bloqueo opositor. “Fue un golazo haber conseguido la moratoria porque en el contexto político en el que estábamos, que decían que habíamos perdido el control del Congreso, demostramos que podemos acordar”, explicó un referente camporista. El costo se vería después.
Algo similar le ocurrió a Massa con el juicio político a la Corte Suprema que impulsó el presidente Alberto Fernández y que congeló cualquier expectativa de consensos para su proyecto de blanqueo, al que apostaba para arañar algunos fondos más. Ni siquiera un avezado malabarista de ilusiones como Massa es capaz de ordenar la anarquía oficialista. Como hace tiempo, el Gobierno es un Lollapalooza político, donde cada artista tiene su propio escenario y se dirige a su propio público.
La consecuencia fue esperable: las autoridades del Fondo aceptaron ajustar las metas de reservas pero evidenciaron su malestar por la moratoria y expusieron en duros términos la necesidad de reducir más el déficit fiscal. También ellos deben justificarse ante el board. La consecuencia de la consecuencia también fue esperable: La Cámpora emitió un rápido comunicado repudiando el acuerdo, pero sin mencionar a Massa, todavía un aliado. Ellos también tienen un público al que responder. Los intérpretes de la agrupación, sorprendidos por la celeridad y los modos del mensaje, decían que “pareció una desgrabación de una declaración de Máximo”. De usinas cercanas habían salido versiones de que la organización evaluaba vaciar de funcionarios el Gobierno.
Todos estos movimientos volvieron a evidenciar que el cordón umbilical de los Kirchner ya no funciona como antes, y que la madre y el hijo no siempre están unidos. El diputado se deja ver incómodo y molesto con el rumbo de la economía, pesimista electoralmente, y con ideas disruptivas. Piensa que La Cámpora puede pagar un costo irreparable si no exhibe un corrimiento más nítido del Gobierno y le resulta directamente insoportable la insistencia del Presidente con su proyecto electoral. Coincide con un momento de replanteos inéditos en su espacio, de una menor gravitación en el orden electoral y, especialmente, de tensiones crecientes con Axel Kicillof (le molesta que hable de su futuro provincial sin contemplar las eventuales necesidades de un plan más general). La vicepresidenta se exhibe más moderada, evitando embestidas frontales porque sabe que puede derrumbarse el edificio; es la que mejor recuerda lo que ocurrió el año pasado. Solo eso parece tener en claro. El resto es un mar de confusión, entre la “proscripción” y el “operativo clamor”, entre la crítica por la situación económica y la defensa de Massa; entre la radicalización y el pragmatismo.
En este contexto, fue muy sugestiva la reunión que mantuvieron hace unos diez días en La Plata Cristina, Massa y Kicillof, confirmada por fuentes de todos los sectores. Algunos lo interpretaron como un gesto de la vicepresidenta a sus dos potenciales candidatos, amparados en que habían sido los únicos dirigentes que ella mencionó en su último discurso. Otros lo vincularon más a la evaluación económica. De hecho los equipos de Massa suelen conversar con el gobernador, el guardián intelectual de Cristina. El ministro habla directo con ella; siempre valida antes sus movimientos. Después lo conversa con Alberto Fernández. Si no fuera tan disfuncional, podría decirse que se parece a un esquema de poder tipo europeo: el presidente cumple el rol institucional de ser el representante del Estado; el primer ministro (en este caso ministro de Economía), a cargo de la gestión; y el líder del partido (en este caso en el rol de la vicepresidenta), como movilizador del músculo político. Pero no es parte de un diseño previsto; es el resultado de un proyecto que salió mal.
La deshidratación
“El plan de Massa se quedó sin agua”, reflexionó con ironía metafórica un funcionario del Gobierno que conoce los movimientos del ministro. Al terminar el 2022 había conseguido reforzar reservas con el “dólar soja” y había exhibido un intento de ordenamiento con los “precios justos”. A eso se sumó después un gesto de cooperación de los gremios para hablar de paritarias en el orden del 30% semestral, y las perspectivas del campo que no eran tan pesimistas. Cuando Massa reunió a su equipo para cenar a fin de año en la terraza del ministerio, le pidió un esfuerzo especial en el primer trimestre del año para atravesar ese período con el mayor orden posible y así poder llegar a la otra orilla: abril. Allí se esperaba el ingreso de los dólares de la cosecha y la expectativa de una inflación debajo del 4%. Él no lo dijo, pero todos entendieron que se trataba de una estrategia que tenía como escala final su candidatura. Ese plan se secó en las últimas dos semanas porque la falta de lluvias fue mucho más severa de lo esperado. Según el último informe de la consultora Equilibra, el sector agropecuario caería 17% en 2023, lo que implica un retroceso del PBI de poco más de 2% y el ingreso de 19.000 millones de dólares menos. “En Economía miramos más el pronóstico del tiempo que los mercados”, grafica un referente del área.
Massa regresa hoy de Panamá, adonde viajó por la cumbre del Banco Interamericano de Desarrollo (BID). Antes de partir les pidió a todos sus funcionarios que recopilen información de sus áreas con el objetivo de reunirse hoy y evaluar medidas. Fueron convocados Gabriel Rubinstein, Leonardo Madcur, Eduardo Setti, Marcos Cleri y Guillermo Michell, entre otros. Cerca del ministro solo aventuran que Massa quiere “evaluar ajustes macroeconómicos, no temas puntuales”. El debate entre devaluación o desdoblamiento cambiario es más explícito que el año pasado, cuando el propio ministro obturaba estas alternativas por su impacto inflacionario. El set de medidas minimalistas al que apostó desde el inicio ya no resiste y ahora se ve forzado a movimientos más profundos. “Sí, se analizó lo de la devaluación, pero es una medida muy sensible que requiere que esté atado a otras medidas. En el fondo es una decisión política”, expresa un funcionario con acceso a la mesa chica de Economía.
En ese ecosistema admiten que el impacto de la inflación de febrero fue muy duro y lo atribuyen a que la suba en alimentos frescos y carnes responde a que “son rubros en donde pesan fuerte los comercios de cercanía, los supermercados chinos, verdulerías y carnicerías, que no son parte de los precios justos”. El problema de un esquema de parches. Esto hizo que el efecto fuera mucho peor para la canasta de consumos básicos de los sectores sociales más bajos. Un golpe al electorado kirchnerista, que ya prepara reclamos para compensar esa pérdida. Pero lo más grave de todo es que se instaló la idea de que el Gobierno puede perder el control del manejo económico. Una cosa es administrar una inflación muy alta de 5,1% como en diciembre y otra es verla subir hacia el 7% sin poder frenarla. Esa dinámica en un punto se vuelve autoinmune.
En La Cámpora, conspirativos, ven la mano de las empresas con capitales extranjeros. “Cuando son firmas locales, Sergio los tiene integrados, como ocurrió con el canje de deuda. Pero estos son los de afuera”, aseguran. En Economía se quejan de acciones especulativas del sector y esgrimen como prueba que las alimenticias agrupadas en Copal reclamaron para este año un incremento de importaciones de 51% en comparación con 2022, y las del mismo sector nucleadas en la UIA un 118% para el mismo rubro, a pesar de que la proyección de crecimiento económico para todo 2023 es de 2%. “Hay muchos que se quieren stockear de más. No es un delito, pero no hay dólares para eso”, se quejan. Pero de fondo rige un déficit estructural por la falta de rumbo económico claro y consensuado que emerge cada vez que hay turbulencias. Son pocos los que en el Gobierno se sinceran para admitir que parte del daño es autoinfligido.
A pesar de todas estas vicisitudes, cerca del ministro no borran las pintadas que aparecieron en la semana con el lema “Massa es estabilidad” y creen que todavía no está totalmente afuera de la carrera electoral. “Sigue dispuesto a jugar. Es obvio que busca ser candidato. No hay un plan ganador alternativo y es el único que puede aglutinar a todos los sectores de la coalición”, dicen cerca suyo tratando de mantener el optimismo. Pero el mensaje tiene menos eco que hace tres meses atrás, cuando gremialistas, movimientos sociales y algunos gobernadores lo miraban como una alternativa. Hoy reina el escepticismo otra vez. Pero el dilema de fondo no es la candidatura de Massa. El problema es si la precaria gestión económica resiste los nueve meses que quedan hasta el final del mandato. Un parto.