El que termina es un año electoralmente desfasado, en especial para los tucumanos. El proceso que debía desembocar en las elecciones de agosto comenzó en diciembre, con un fallo judicial que, cuando se completó en febrero, habilitó el anticipo de los comicios: se votó en junio. En el orden nacional, las PASO funcionaron como primera vuelta; y la presidencial de octubre fue el balotaje. Frente a tanto desplazamiento temporal, Juan Manzur juró su segundo mandato el 29 de octubre, pero la segunda gobernación, en los hechos, comienza ahora.
El arranque del albertismo no fue todo lo prometedor que se esperaba para el manzurismo en materia del Gabinete. Hubo incendias gestiones para ubicar tucumanos en ministerios y secretarías de primera línea del Poder Ejecutivo Nacional, pero el esfuerzo fue infructuoso.
La posibilidad de un desembarco manzurista nacional fue alimentada no sólo por algunos de los postulantes, que empezaron a levantar el perfil públicamente y a vocear privadamente que tendrían despachos con vista a la Plaza de Mayo; pero también, y principalmente, por la altísima exposición del jefe de Estado tucumano para apuntalar al ahora jefe de Estado nacional. El 18 de mayo, Manzur fue el primero entre los gobernadores en saludar la nominación de Alberto que había hecho pública Cristina Fernández de Kirchner. Ese mismo día “animó” a media docena de sus pares a hacer lo propio en las redes sociales. En los meses siguientes, fue el aglutinador de los mandatarios provinciales justicialistas en apoyo del porteño. En septiembre, finalmente, encaró una misión oficial del Zicosur que en los hechos fue la primera avanzada “albertista” en Estados Unidos para explorar apoyos financieros.
Si bien esos tributos manzuristas a la Presidencia albertista no se han visto retribuidos en términos de poder ministerial, no menos cierto es que el compromiso del tucumano con la campaña del actual Presidente de la Nación significa para él el inicio de un Gobierno nacional afín. Algo que conoció durante los dos primeros años del macrismo, cuando los diputados y los senadores tucumanos acompañaron los paquetes de leyes de Cambiemos, incluida la resistida reforma previsional; y algo que perdió en los últimos dos años del Presidente saliente, cuando las hostilidades entre ambos fueron públicas y notorias.
Para mayores detalles, hay un dato nada menor: cuando Macri inició su gobierno, el radical José Cano fue designado titular del Plan Belgrano y Domingo Amaya fue puesto al frente de la Secretaría de Vivienda de la Nación: fueron el binomio que enfrentó a Manzur y a Osvaldo Jaldo en 2015. Ahora, quienes compitieron electoralmente contra Manzur en 2019 no están ocupando lugares de poder en la Casa Rosada, ni mucho menos están conduciendo áreas de directa gravitación política y financiera sobre el NOA.
La “deuda” del albertismo con el manzurismo está intacta. En términos políticamente virtuosos, sólo hay dos vías para saldarla. Una de ellas es económica: el plan de gobierno del manzurismo ha sido no apostar por la obra pública sino por salarios blindados contra la inflación a fuerza de “cláusulas gatillo”. Ese esquema ya ha mostrado signo de fatigas: la Provincia ha pedido un crédito de $ 3.000 millones para pagar sueldos. De modo que “mimar” financieramente a la Provincia para su administración, y “consentirla” económicamente para que encare obras públicas, será un modo de retribuir los favores manzuristas de la campaña.
La otra vía es la política. A mediados de junio, apenas conseguida la reelección con la mitad más uno de los votos, funcionarios y legisladores peronistas salieron a ventilar la “necesidad” y la “oportunidad” de impulsar una nueva reforma constitucional, con la mirada puesta en habilitar reelecciones consecutivas sin tope. Después, se llamaron a silencio estratégicamente. La Casa de Gobierno puede haber “dormido” ese proyecto, o puede haberlo solapado. Como fuere, no requiere que la Casa Rosada lo bendiga, pero sí demanda que la Nación no la vete.
El segundo capítulo del manzurismo acaba de comenzar.