Como un mandato natural, un horizonte posible o un destino inexorable. En Tucumán, más temprano que tarde, te mandan al pingo. No sabemos a ciencia cierta dónde queda ni cómo ir, pero, cada vez que esta tierra y quienes la habitan nos expulsan, no hay otro rumbo posible que el pingo. Lo imaginamos con sus lomas y un río. Se siente demasiado familiar, pero lo suponemos distante. Es un exilio esperable. Una diáspora tan íntima como misteriosa. Un territorio abstracto. La historia está reservada a quienes se atreven y Juan Pablo Ávila se animó. Buscó El Pingo en el GPS acaso con la misma picardía con que escribía EL BEBE en la calculadora científica cuando iba a la escuela. La pantalla le devolvió una ruta trazada por la fascinación; un mapa virtual del deseo. Como los conquistadores alucinados por El Dorado, siguió las coordenadas que lo llevaban a una palabra. Juan Pablo es tucumano; un tucumano que se fue a El Pingo.
La idea comenzó meses atrás, apenas después de ver el video que registró la inauguración del flamante balneario de El Pingo, localidad entrerriana de menos de mil habitantes. Una señora se había ido desde Tabossi, un municipio cercano, para participar del evento. Se la ve feliz en El Pingo. Es lindo El Pingo, le confiesa a la cámara. A Juan Pablo eso le sonó como una señal divina; una especie de epifanía. Por eso, a la hora de definir las vacaciones familiares del feriado de carnaval, optó por Concordia. Sólo necesitaba desviarse unos treinta kilómetros del destino final. Su esposa, Viviana, y Candela, su hija de quince años, fueron cómplices en la aventura.
En las semanas previas al viaje, cuando sus familiares y compañeros de trabajo le preguntaban adónde iba a salir de vacaciones, muy suelto de cuerpo, él les contestaba que a El Pingo. Muchos lo tomaron como una respuesta propia de su espíritu jocoso. Otros, aprovecharon para retrucarle: “Cuando les contaba que me iba al Pingo, me decían: bueno, andá y sentate”. Para Juan Pablo no fue un viaje más. Después de todo, Concordia ya conocía. El Pingo, en cambio, era una incógnita. Empezó a inflar El Pingo, a idealizarlo con cierta proyección utópica que se erguía en el horizonte conforme se acercaba el momento de pasar del plano conceptual al de la materialidad. Estaba a punto de aceptar el precepto de sus comprovincianos como quien se rebela a la misma rebeldía. “Literalmente me fui a donde me han mandado todos, esa es la verdad”, confiesa entre risas contagiosas el hombre de 43 años oriundo de Lastenia.
“El GPS nos marcaba que estábamos en el centro de El Pingo. Buscábamos con mi señora un cartel, cualquier cosa que diga El Pingo y nada che… No teníamos nada y para nosotros era un bajón porque contar que fuiste a El Pingo y no tener una foto de un cartel o algo es un bajón mal ¿entendés?”, relata Juan Pablo como, una vez en el lugar, la ausencia de literalidad comenzó a frustrarlo. Estaba ahí, había llegado, pero El Pingo no terminaba de mostrarse como tal, de salir de ese universo ideal para hacerse presente en la realidad. Lo que él buscaba era un Pingo visible, tangible, ostentoso y orgulloso de su materialidad. Hasta que lo encontró, bien grande y en letras brillosas que dan cuenta de su pujante historia: “Íbamos en la ruta, ya saliendo del pueblo, y en eso miro a la izquierda y veo en un paredón ‘El Pingo’. Inmediatamente, clavé los frenos del auto y di la vuelta… Me empecé a reír, no sabés esa alegría que tenía el vago, era el sueño del pibe… Era un cagadero de risa todos en el auto… Era lo máximo que habíamos logrado, llegar hasta ahí”.
No se sabe de otros tucumanos que hayan llegado hasta El Pingo, por eso, como un antropólogo, quizás como un expedicionario, Juan Pablo empezó a tomar registro de su hallazgo con fotos y videos que, sin saberlo entonces, fueron luego el deleite de cientos de miles acá en la provincia vecina gracias a la magia expansiva de las telecomunicaciones. De su incursión en El Pingo no quedan sólo los videos virales, sino también el recuerdo de su visita al famoso balneario donde un hongo portentoso se alza, recto, en el centro de la piscina. Y, aunque su misión en El Pingo ya estaba cumplida, se trajo una anécdota que vale lo que el más cuantioso tesoro.
Agotado por el viaje y las emociones vividas, encaró hacia un almacén de la zona en busca de fiambre y pan para unos “sanguchitos” que le permitieran recargar energías y continuar la ruta hasta Concordia. Cuando lo escuchó hablar, el encargado del negocio supo que se trataba de un foráneo. La tonada le era ajena, pero a la vez familiar:
– Vos no sos de acá ¿no? – preguntó el almacenero pelado con tono entre cómplice y socarrón.
– No, soy de Tucumán.
– Ahhh… Yo sé lo que significa esto para ustedes – dijo soltando una andanada de risas.
– Y sí, imaginate… – apeló a la cautela para que no sonara como una falta de respeto.
– ¿Sabés qué pasa? Yo estudié allá en el norte y vivía con un tucumano que, cada vez que se enojaba, me decía: “Andá, vos… Chupame tu pueblo, culiao”.
Un coro descompasado de carcajadas se escuchó en el almacén.
Tenía los videos, las fotos y una maravillosa anécdota para contarles a hijos y nietos, pero Juan Pablo siente que le faltó algo más: “Yo buscaba recuerdos, una remera, un vaso, un caramelo que diga El Pingo. Creo que estaría bueno eso porque la gente de acá, del norte, va a ir. Imaginate traerte un recuerdo de El Pingo… Sos Dios… Un llavero nomás que diga El Pingo ¿Sabés lo que sería? ¿Qué tucumano no va a querer tener algo así?”.