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El verdadero rostro del kirchnerismo

Por: Héctor M. Guyot - LA NACION

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Cristina Kirchner, Alberto Fernández y Sergio Massa
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Uno deja de escribir la columna semanal durante un mes y al volver son tantos los frentes abiertos que no sabe cuál atender: la invasión rusa a Ucrania, la guerra en Medio Oriente, la eventual vuelta de Trump al poder, el robo de la democracia en Venezuela, el deterioro social del país… Pero anteayer explota el caso Alberto Fernández, el cuadro sórdido de un hombre frívolo desprovisto de sentido moral, y lo eclipsa todo: confirma, no la caída de un actor secundario que llegó a la presidencia a dedo, sino la verdadera naturaleza (declamar la virtud, ejercer el vicio) del kirchnerismo y de su líder, Cristina Kirchner, así como la degradación de una sociedad que la mantuvo en las cimas del poder durante veinte años.

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Pero antes de volver a la oscuridad del caso Fernández, envuelto en una trama de corrupción y violencia de género, me gustaría compartir un sentimiento que decantó en estas semanas mías de reseteo. Viene a cuento, pues tiene que ver con el tiempo enloquecido en el que vivimos: llevo en el ánimo la percepción de un mundo que se ha desquiciado. Fanatismo, violencia, muerte, pobreza, populismos, falta de horizonte. Vivo en una sensación de precariedad anterior a cualquier razón, como si los mojones que daban cierta solidez a mi lugar en el mundo se hubieran desvanecido. La certeza de que puede pasar cualquier cosa en cualquier momento es hoy mi segunda naturaleza. La conciencia de esto llegó antes de la pandemia. El Covid solo vino a certificar que así era. Estamos en un mundo imprevisible en el que nada es como antes. La incertidumbre supone una amenaza indeterminada pero permanente que me reduce a la condición de sobreviviente.

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Tiendo a vincular esta sensación con el momento en que las redes sociales, y en especial WhatsApp, conquistaron el mundo. Y estoy convencido de que estos avances tecnológicos, a los que ahora se suma la inteligencia artificial, imponen dinámicas de conducta y relacionamiento que sobrepasan la capacidad humana de asimilarlas. Es al revés: estas dinámicas nos asimilan a nosotros. Y al entrar en su flujo perdemos el eje. Es difícil mantener a raya estas redes y dispositivos. Por razones laborales o afectivas, vivimos conectados el día entero y somos parte inescindible de esa colmena virtual que nos abastece y a la que abastecemos en un intercambio frenético, a costa de perder contacto con nuestra interioridad sin siquiera percibirlo. Intuyo que esa reducción de la dimensión subjetiva personal en beneficio de ese gran cerebro universal lleno de ruido y de furia, que ahora se corona con la inteligencia artificial, es el sustrato en el que se cocinan males como la degradación de las democracias, el auge de demagogos cínicos, el crecimiento de la intolerancia y, en el fondo, la pérdida de sentido que habilita esta suerte de involución de la cultura en el momento en que, paradójicamente, se dan los más deslumbrantes hallazgos de la ciencia y la técnica.

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Durante mis vacaciones quise apagar por unos días ese flujo externo que me impide atender lo inmediato. No pude. Cada vez más, nuestra vida se limitará al modo en que lidiamos con los incesantes estímulos virtuales, que nos sustraen de la realidad del cuerpo. Hoy no nos reclamamos la atención de antes. Se ve en las mesas de cualquier café. Mientras uno navega sin rumbo en su Spotify, el otro está ocupado en su Instagram. Ambos amigos saben que el otro está ahí, presente. Pero no como antes. En todo caso, el sentido de la presencia humana ya no es lo que era. Y mi yo es cada vez menos mi yo, ligado a mi conciencia individual y a mi realidad física inmediata, y es cada vez más una parte de la conciencia colectiva virtual que las redes mantienen en constante ebullición y que construimos en involuntaria colaboración al tiempo que nos alimenta, muchas veces con comida chatarra, en un círculo imposible de detener.

No desconozco la otra cara de la moneda. El WhatsApp me permite un contacto diario con aquellos que quiero cuando están lejos; y no por nada se convirtió en un arma de los que resisten la opresión del dictador Nicolás Maduro en Venezuela, que quiere prohibirlo. Pero no puedo evitar las imágenes del expresidente caído en desgracia y la del presidente actual tecleando en sus celulares en plena noche, como maníacos, mientras un país en agonía espera soluciones que no llegan.

Una última cosa para bajar a tierra y remarcar, más que los hechos de una historia penosa, lo importante. Las imágenes de una primera dama golpeada y de un flirteo adolescente y narcisista en el despacho presidencial no revelan nada nuevo. La violencia de género sería un ejemplo extremo e intolerable de características ya antes muy expuestas. De nuevo: esto es otra muestra, acaso la definitiva, por lo monstruosa y cobarde, del verdadero rostro del kirchnerismo, al que la sociedad argentina bendijo con cuatro gobiernos que, en una deriva alienada, nos trajeron hasta el 50% de pobreza, la parálisis moral y el actual mandato de un presidente desorbitado que es consecuencia de haber perdido mal el rumbo hace mucho tiempo.

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