Al alivio pasajero le sigue un vértigo casi paralizante. Alberto Fernández rompió las cadenas simbólicas que lo unían a Cristina Kirchner para descubrir que lo que venía después era un shock de responsabilidad. A la enorme sombra de la vicepresidenta encontraba un relato, un pasado de glorias imaginarias, una colección de enemigos y la excusa multiuso que su entorno usó hasta agotarla: “Ella no lo deja”.
Las últimas horas exhibieron a un Presidente extraviado en la cúpula de poder que habita en soledad desde su emancipación. La mañana del viernes parecía aquejado de nostalgia kirchnerista: se embanderó en la defensa de una suba de retenciones, minimizó -hasta el límite de negarlas- sus críticas a Cristina, dijo que le da vergüenza la Corte Suprema y fijo como “objetivo número uno” de todos sus ministros que el salario le gane a la inflación. Describió con tanta minuciosidad su impotencia para bajar los precios que poco le faltó para acusar al Gobierno de defraudar a sus votantes.
No conviene confundir el último giro de Fernández con el llamado a una tregua. Se trata más bien de cómo está digiriendo la indiferencia del peronismo a la instalación de su proyecto de reelección, resistido de manera activa por Cristina y sus soldados. Al globo de ensayo que intentó en Europa le siguió un silencio casi ofensivo de gobernadores, intendentes y hasta miembros de su Gabinete.
La prueba que faltaba la tuvo con la convocatoria al acto que Gerardo Martínez, de la Uocra, organizó este viernes. En origen no era más que un evento sectorial pensado para alimentar el liderazgo del sindicalista entre los suyos. Fernández le quiso dar una pátina fundacional. Contra todos los manuales de comunicación política, se anunció que sería una exhibición de apoyo peronista al Presidente sin tener la más elemental garantía previa de éxito.
Al final no cabía un ausente más. Sergio Uñac fue el único gobernador en el predio de Esteban Echevarría. Lo convenció Fernández el día anterior en una visita a San Juan. El bonaerense Axel Kicillof encabezó el vacío que le hizo el kirchnerismo. Ni se tomó el trabajo de declinar la invitación. “El que podía venir, venía”, fue la explicación resignada del jefe de Gabinete, Juan Manzur, que se encargó de contabilizar por teléfono los faltazos.
Resultó una celebración de la debilidad presidencial, coronada por la lapicera que le regaló Martínez, un hombre demasiado experimentado para no percibir que semejante presente podía interpretarse como un gesto irónico. “Peor si le regalaba una brújula”, bromeó un ministro que había ido al acto después de cambiar toda su agenda, como les pasó a otros, para no desairar a su jefe ante tanta expectativa autoinfligida. Solo oyó un discurso rutinario, sin anuncios ni novedades.
Debajo del escenario se hablaba de la famélica convocatoria y del lío que se armó con el mensaje sobre las retenciones en una entrevista de radio a la que el Presidente se entregó como suele hacerlo: sin plan de qué quiere comunicar y con vicios de comentarista político. Es una costumbre que ha contribuido a devaluar su palabra.
El día anterior Martín Guzmán había explicado en detalle ante el Gabinete por qué una suba de los derechos de exportación podía afectar en este momento la salud del programa económico, necesitado de dólares. Con el daño hecho, el propio Fernández le pidió al ministro Julián Domínguez aclarar que no habría aumento. Fue como ordenarle: “Desmentime”.
Datos preocupantes
En el ánimo del equipo presidencial pesa fuerte la difusión de encuestas, como la de Poliarquía, que revelan el piso histórico de la popularidad del Gobierno. Las que pagan ellos dan casi igual. Son números para perder elecciones. Lo atribuyen en parte al efecto de las peleas internas que ahora quieren minimizar y, por supuesto, a la falta de resultados en la proclamada guerra contra la inflación.
A Fernández se le atragantaron esta semana datos que contradicen el panorama optimista que le venden sus ministros Guzmán y Matías Kulfas sobre el rumbo de la actividad económica. Algo así como “la condena al éxito” de la que hablaba Duhalde en los años de la Gran Crisis. El freno en el consumo de alimentos, en especial carne y lácteos, es una señal de alerta fuerte. Hay economistas cuyos informes circulan en el oficialismo, como Martín Redrado, que ya cifran el crecimiento de 2022 en el 2%. Pocos mantiene la fe en el 6% o 7% al que se aferra el Presidente.
La decisión de darle a Guzmán el manejo de la política de precios -con la mudanza incluida de Roberto Feletti– obedece más que a la decisión de empoderar al ministro a la asunción de una responsabilidad. Cristina dio la orden de “dejar hacer” y se reserva el derecho a usar el recurso del “yo avisé” si las cosas salen mal. Algo similar pasará con las tarifas. Los camporistas del área energética no prevén trabar las resoluciones, más allá de que Guzmán sigue empantanado en la novela de la segmentación de usuarios.
El indicador que miran obsesivamente en el Gobierno y en el Instituto Patria es el de las reservas del Banco Central. Pese a que esta última semana fue positiva, la dificultad para acumular dólares resulta alarmante en un año en el que el campo ya liquidó 13.000 millones, un 11% más que en el mismo período del año pasado. ¿Qué pasará cuando, a finales de julio, se acabe la “temporada alta” de las exportaciones agrícolas?
Es la gran enmienda económica de Cristina, que acusa a Guzmán de aplicar un plan de bajos salarios que no es capaz, a cambio, de juntar divisas. Desde diciembre de 2019 el salario real registrado apenas subió (el no registrado se desplomó), el PBI está casi igual, mientras las exportaciones aumentaron un 16%. “¿Y aun así el país tiene un problema con los dólares?”, suele quejarse la señora de Kirchner.
Fernández machaca en vano con el contexto de la pandemia y la guerra. La sociedad no compra pretextos después de dos años de gestión. Ya le pasó a Mauricio Macri cuando hablaba de la sequía y la disputa comercial de Donald Trump con los chinos para explicar la crisis de 2018 que selló su destino.
El invierno asusta porque, a la par de una menor liquidación de exportaciones, empezará a subir la cuenta por los barcos de gas importado, fundamental para mantener la producción industrial.
Fernández y Guzmán tienen el desafío de acomodar las variables para sortear un período complicadísimo. La suba de tarifas puede añadir leña a la inflación y una sequía de dólares amenaza en el corto plazo la paz cambiaria. El ministro le ruega al Presidente que limite el ruido político para no afectar más las expectativas económicas.
Cristina está colaborando. Nunca su imagen pública estuvo en niveles más escuálidos. Por mucho que despotrique contra su invención de 2019 sabe que no puede abusar del regodeo antigobierno. Los tiros a Alberto la hieren también y revelan además su propia impotencia: se exhibe como una comentarista incapaz de imponer su voluntad. El próximo honoris causa deberá esperar.
Su energía está puesta en el armado político de la provincia de Buenos Aires, base de su poder electoral en el tablero nacional peronista.
El gran objetivo
“Alberto entendió que su futuro está atado a bajar la inflación. A Guzmán no lo puede echar porque sería una señal absoluta de debilidad frente al acoso de Cristina. Le queda empoderarlo. Es otra vez ‘pasar el invierno’; la política viene después”, explica un dirigente peronista que entra cotidianamente a la Casa Rosada. Si habrá ajustes en el equipo serán quirúrgicos. Los sondeos –nunca ofertas formales- para sumar figuras al gabinete fracasan a diario. Nadie convoca desde un 19% de popularidad.
Para recrear confianza y poder, Fernández tendrá que encontrar algo más que las excusas con las que termina enviando mensajes equívocos a los actores económicos. El viernes, por ejemplo, resultó desconcertante su explicación sobre los precios disparatados de la ropa argentina: “¿Cómo es esta historia? Yo los protejo, no dejo entrar producciones de China y los precios no parar de subir acá”. Es como quien salta por una ventana y al golpearse se enoja con el suelo.
El acuerdo con el FMI marcó el quiebre con Cristina. El organismo le dio a Fernández un traje a medida, al aprobar un programa basado en la postergación. Sin reformas transformadoras y con la promesa de ser laxos en las revisiones. Pero las metas que hay que cumplir obligan a un diseño macroeconómico alejado de las promesas de salarios altos e inflación en baja que pregona el discurso oficial.
Esa es la trampa que supo ver Cristina cuando decidió el despegue militante. “Nos hacen discutir entre nosotros. Que nadie nos confunda. Estamos de acuerdo en el qué y debatimos en el cómo”, es la nueva racionalización de Fernández sobre la grieta oficialista. La culpa es ajena.
Ella no le ofrece el consuelo de asentir. Su objetivo de máxima es que Fernández se rinda ante la incapacidad de acomodar el barco y que termine por dar las peleas de poder que ella exige: revisar el acuerdo con el FMI, enfrentarse al campo por el aumento de sus rentas y no demonizar la emisión como instrumento redistributivo.
Caso contrario, que sus fanáticos no la identifiquen con el fracaso. Habrá atesorado el gesto que tuvo el viernes el Presidente cuando posó sonriente con la lapicera que le regalaron en nombre de los obreros de la construcción.