Opinión:
Hubo un momento en que cambió el ecosistema y comenzó la extinción de los dinosaurios. Su existencia había concluido. Algo parecido sucederá en el primer minuto hábil de mañana, cuando automáticamente el presidente de la Corte Suprema, Horacio Rosatti, se convertirá en titular del Consejo de la Magistratura. No puede haber un Poder Judicial completo sin el Consejo de la Magistratura, porque este es el encargado de seleccionar a los nuevos jueces, de destituir a los malos jueces y de administrar los recursos financieros de la Justicia. Y la Corte Suprema es la cabeza del Poder Judicial, aunque Cristina Kirchner la echó del Consejo por una ley de 2006, cuando ella era senadora. El Consejo, tal como lo imaginó la actual vicepresidenta, no volverá a ser como fue. Aun cuando el Congreso apruebe una nueva integración del Consejo, es altamente improbable que la Corte sea ignorada en su futura composición. Cristina Kirchner prefiere el sistema vigente, donde reina el trasiego de influencias y la política designa o castiga a los jueces por sus adscripciones partidarias. Es el sistema que tropezó con su finitud.
El último intento desesperado del cristinismo para paralizar el Consejo fue una decisión del juez federal de Paraná, Daniel Alonso. Este magistrado le prohibió al Congreso mediante una precautelar que designe a sus dos nuevos representantes en la nueva Magistratura. El Consejo necesitaba que se eligieran seis nuevos miembros (pasará desde mañana a tener 20 miembros en lugar de los 13 que había) porque el séptimo es Rosatti. Ya eligieron sus representantes los jueces, los abogados y mañana lo harán los académicos. Faltan los dos del Congreso, que corresponden a la primera minoría de la oposición; es decir, a Juntos por el Cambio. Cristina Kirchner se niega, como presidenta del Senado, a nombrar al representante de ese cuerpo y presiona a Sergio Massa para que tampoco lo haga en nombre de la Cámara de Diputados. Su propósito es paralizar al Consejo con el argumento de que la Corte Suprema dijo en su dictamen de inconstitucionalidad de la actual integración de la Magistratura que, si no existía antes una nueva ley (que no existe), volvería regir a partir del 15 de abril la ley vigente hasta 2006, y que todos los nuevos consejeros deberían asumir de “manera conjunta y simultánea”. Si bien se lee el contexto de esa acordada de la Corte, el máximo tribunal quiso decir que se debían arbitrar con tiempo las medidas para que jueces, abogados y académicos sean elegidos en elecciones internas. Todos los hicieron. El expresidente del Consejo Diego Molea, un académico que simpatiza sin fanatismos con el cristinismo, cumplió fielmente la orden de la Corte. Los únicos que están en rebeldía con la Justicia son la vicepresidenta y Sergio Massa. Un conflicto de poderes, para decirlo sin eufemismos.
El intento de paralizar al Consejo será vano. En primer lugar, porque Rosatti será presidente del Consejo en el primer minuto hábil de mañana, después de los últimos cuatro días feriados. No necesita que nadie lo entronice. La ley vigente antes de 2006, que volverá a regir desde mañana, designa como presidente del Consejo al presidente de la Corte. Punto. Cualquier discusión sobre eso es pura distracción intelectual. Rosatti solo deberá tomarles juramento a los cuatro nuevos consejeros ya elegidos por los respectivos estamentos. También será vano porque la interpretación de que deben estar presentes todos los miembros de un cuerpo colegiado para que este pueda funcionar es otro zafarrancho jurídico. ¿Y si dos consejeros se enfermaran? ¿Tampoco podría asumir Rosatti? ¿Y si ese criterio se aplicara en la Cámara de Diputados o en el Senado? ¿Tampoco las dos cámaras del Congreso podrían sesionar sin la totalidad de sus miembros? La única condición para sesionar que tendrá el Consejo es que las reuniones cuenten con la mayoría simple; es decir, 11 consejeros. Otra historia será la selección de nuevos jueces o sus destituciones, que necesitan el voto de los dos tercios de los consejeros. Pero esa historia se conocerá más adelante. Es probable que la Corte haga el martes una aclaratoria de su dictamen de inconstitucionalidad para aclarar lo que no necesita aclaración.
Aquel juez Alonso se alzó contra una instancia superior de la Justicia cuando le prohibió al Congreso hacer lo que la Corte le ordenó hacer. Ese juez tiene el ascenso a camarista en Santa Fe pendiente del acuerdo del Senado, donde ordena y manda Cristina Kirchner. Favor contra favor. Con jueces así, ¿por qué averiguan todavía las razones del desprestigio de la institución judicial? Cristina lo hizo. Alonso le dio a un diputado, el cristinista entrerriano Marcelo Cassaretto, la representación de la Cámara de Diputados. Imposible mayor mamarracho jurídico. Hay suficiente jurisprudencia que indica que un diputado no puede ser aceptado por la Justicia en representación de la Cámara. Si se consintiera ese criterio, cada diputado que pierde una votación recurriría a la Justicia para que esta declare inválida la votación. Además, el juez Alonso se olvidó de un principio básico de la Justicia: nadie puede revisar una causa en la que existe la cosa juzgada. Y una decisión de la Corte Suprema es cosa juzgada.
Otra maniobra desesperada fue el intento de cambiar el reglamento del Consejo por parte del oficialismo, que se trató el miércoles pasado, en la última reunión del Consejo con su vieja integración. El Consejo pudo lograr algunas modificaciones, pero no pudo cambiar las mayorías necesarias. Quería que la mayoría siguiera siendo de siete (como cuando los consejeros eran 13) y no de 11, como corresponde cuando los consejeros serán 20. Ese cambio escondía un objetivo más subterráneo y oscuro: cambiar también los dos tercios que se necesitan para nombrar jueces. El operativo hubiera sido tan rápido como un relámpago: ese mismo día seleccionarían a los nuevos jueces federales que juzgan la corrupción política para enviar sus pliegos al Poder Ejecutivo en las primeras horas de mañana. Hecho consumado. El barro hubiera desbordado la cancha. Pero no hubo mayoría para cambiar la mayoría. Solo pudo declarar presidente transitorio del Consejo al expresidente, el juez Alberto Lugones, que pertenece a la franja judicial cercana al cristinismo. Otra tontería jurídica: el mandato de Lugones como presidente del Consejo terminó con el último minuto hábil del miércoles pasado. El jueves 14 y el viernes 15, última fecha fijada por la Corte para el viejo Consejo, fueron feriados judiciales.
Ocurrió en los últimos días un hecho espectacular, pero aparentemente desvinculado de la desesperación cristinista. Fue la condena a ocho años de prisión del exgobernador de Entre Ríos Sergio Urribarri por hechos de corrupción política. La condena, no obstante, tiene su vinculación con Cristina. Urribarri había recurrido a la Corte Suprema para impugnar las pruebas pedidas por la fiscalía. La Corte le negó el recurso y ordenó el juicio oral y público, del que salió condenado. Cristina Kirchner tiene no menos de 10 apelaciones ante la Corte Suprema por las varias investigaciones de corrupción que la acosan en los tribunales federales. En varios casos anteriores (Julio De Vido o Lázaro Báez, por ejemplo), también el máximo tribunal rechazó apelaciones parecidas porque no había sentencia definitiva. Es lo mismo que sucede con todas las apelaciones de la vicepresidenta. Un juez federal que tuvo en sus manos varios expedientes que la inculpan a Cristina concluyó: “En un país justo, una persona en sus condiciones judiciales estaría presa”. Ella no ignora su precariedad judicial y por eso en el discurso en el CCK, memorable por su carga de resentimiento, propició directamente la abolición de la división de poderes. Eso significa “elegir el camino de una democracia condenada a destruirse a sí misma”, advirtió luego el Club Político. Tales precariedades explican también a los Alonso de este mundo y a los Lugones de estas crueles provincias (Borges dixit). Un sistema murió y otro está por nacer. El viejo sistema se niega a desaparecer, como los dinosaurios se negaban a morir desesperados por un poco más de vida.
Por Joaquín Morales Solá