Opinión:
“Uno de los principales problemas para la imagen y la autoridad presidencial es que Alberto hace tiempo dejó de hablarle a la gente para hablarle a Cristina y decir lo que cree que ella querría escuchar”.
El duro diagnóstico (o admisión) de un prominente albertista no se refería a ningún hecho reciente concreto. Solo pretendía explicar (y lamentar) una de las causas de la constante licuación que padece el liderazgo de Alberto Fernández desde hace algo más de un año y que se profundizó después de la debacle electoral del oficialismo en las PASO.
Sin embargo, la generalización conceptual no podría caber mejor para entender la forma en que el Presidente buscó desentenderse ayer del desesperado reclamo, lindante con la imputación, que planteó la gobernadora de Río Negro, Arabela Carreras, para que el Estado nacional colabore frente a la ola de violencia desplegada por grupos autodenominados mapuches en la región andina de esa provincia.
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“No es función del gobierno nacional reforzar la seguridad en la región”, dejó por escrito Fernández, para estupor de los habitantes de la comarca, que padecen los ataques violentos y no quieren leer tecnicismos legales, sino que esperan urgentes soluciones concretas por parte del Estado. Los mismos habitantes angustiados y atemorizados habían leído días antes que el embajador argentino en Chile, Rafael Bielsa, se encargó de tareas propias de los cónsules al asistir en una audiencia judicial en ese país al condenado Facundo Jones Huala, uno de los líderes de la revuelta mapuche en la Patagonia chilena y argentina. Fernández podría alegar coherencia.
Pero curiosamente (o no), la negativa respuesta a la gobernadora rionegrina fue contradicha en el mismo documento por la decisión anunciada allí de enviar más gendarmes a la zona, que era lo que se le reclamaba. Solo el objetivo de hablarles a Cristina Kirchner y sus seguidores podría explicar semejante autodesautorización en la que incurrió Fernández en solo dos párrafos, para, al final, no contentar a nadie. O para sumar descontentos.
Frente a ese escenario no sorprende que la gran pregunta que empresarios, inversores, sindicalistas, políticos opositores y hasta funcionarios albertistas les hacen a Fernández y a sus funcionarios ante cada promesa y cada anuncio que encierre algún costo o complejidad nunca se refiera a cómo lo van a hacer, qué impacto puede tener o en qué momento harán lo que se promete. Lo único que les importa preguntar a los interlocutores es: “¿Cristina, está de acuerdo y avala?”.
Lo escuchó el propio Presidente de boca de los empresarios que invitó a almorzar a la Casa Rosada hace una semana y, también, debieron hacerle frente a esa interrogante el jefe de Gabinete, Juan Manzur, y el ministro de Economía, Martín Guzmán, durante su paso por Estados Unidos. Al mismo ritmo que el peso, se devalúa la palabra presidencial.
El problema no son solo respuestas (vagas o contundentes, según el caso) que reciben los incrédulos contertulios, sino los hechos que se suceden ahondando las dudas, consagrando contradicciones y ratificando las diferencias internas que existen en la coalición peronista gobernante. Nada más actual que los anuncios en tono cuasi amenazante sobre la instalación de controles de precios más duros lanzados por el flamante secretario de Comercio Interior, Roberto Feletti.
No se trata solo de incongruencias. Si para un gobierno al que no le gustan los planes lo único que se parece a eso es el control de precios, no menos relevante es que lo sea el plan Feletti, dada la autonomía y la vehemencia con la que lo anunció y lo impuso sin el concierto del ministro de Economía. El mismo que en ese momento prometía un país atractivo para inversores extranjeros en Manhattan. Tampoco fue parte de la iniciativa el ministro de Producción, Matías Kulfas, al que hasta los propios se encargan cada día de limar un poco más. Menos aún participó el titular de Agricultura, Julián Domínguez, al que se le sigue demorando la concreción de las promesas que le hizo al sector. Como si el plan Feletti no tuviera impacto sobre sus áreas.
Imnunidad cristinista
Al igual que el jamás renunciante subsecretario de Energía eléctrica, Federico Basualdo, el empoderado secretario de Comercio Interior cuenta con la inmunidad (y la impunidad) que le da el pasaporte cristinista con el que transita por la administración nacional. Lo mismo sucede con los portadores de la visa camporista, que les permite implosionar un gabinete y permanecer en el cargo sin perder privilegios, como el de acompañar a Fernández en el avión presidencial tres días después, como si nada hubiera pasado. Eduardo “Wado” de Pedro podría contar tan singular experiencia en alguna charla TED.
A pesar de que en el Gobierno prefieren ignorarlo, a estas alturas resulta una enorme obviedad que la suba del riesgo país después del tour norteamericano del dúo Manzur-Guzmán, el alza del dólar paralelo, a pesar del hipercepo, y la inflación sin freno no se explican solo por la situación de los fundamentos de la economía argentina o los desafíos y amenazas que día a día instala la situación internacional. Tanto o más peso tienen la desconfianza en el Gobierno y las expectativas negativas que generan la falta de liderazgo político, las disputas internas, la impericia o la falta de decisión para afrontar los problemas coyunturales y estructurales. No hay anclajes que estabilicen nada.
La Argentina de hoy obliga a contrariar el famoso apotegma que instaló James Carville, el asesor de Bill Clinton. “Es la política, estúpidos”, se impone acá y ahora. Como para reafirmar la máxima que suele repetir el historiador y economista Pablo Gerchunoff: “El éxito o el fracaso de las políticas económicas dependen menos del ministro de Economía que del presidente”. La política manda.
En tal contexto, suena como una humorada, una ingenuidad o una perversidad destinada a exponer al Presidente el coro que encabezan Sergio Massa y Cristina Kirchner y al que se suma el propio Fernández con su oda al pacto político y social, como la gran solución para la hora.
Un interesante trabajo de los politólogos Enzo Benes y María Silvana Gurrera, de 2018, muestra y demuestra que en las últimas siete décadas “ninguno de los cuatro pactos sociales que tuvieron lugar en la Argentina alcanzó los resultados esperados y la mitad no fue implementada completamente”. Los autores concluyen que “sus principales debilidades estuvieron asociadas a la dificultad para alcanzar y conservar el compromiso de los actores sociales y a la selección de esquemas inadecuados”. Entre las causas constantes del fracaso, la primera que se explicita refiere a la inestabilidad (o debilidad) política reinante cada vez que se intentaron. No es solo cuestión de voluntarismo. Está en internet.
Las realidades paralelas en las que viven (y no conviven) los principales referentes de la coalición gobernante, la capacidad de vetarse o neutralizarse entre sí y la propensión a autodañarse explican y complican cada día un poco más la frágil situación del Gobierno y la posibilidad de solucionar los problemas, que en su postergación solo tienden a agrandarse.
El rápido y declinante fulgor de la estrella que llegó al gabinete para darle volumen político y dinamismo a la gestión resulta un caso paradigmático. En el mismo oficialismo dicen que ya Manzur no brilla como en las dos primeras semanas. No queda claro si la descripción encierra un lamento u oculta un íntimo festejo de quienes la expresan.
Al margen del tiempo y la atención que, dicen, le insume su dedicación para mantener el poder en su provincia, el jefe de Gabinete no recibe precisamente muchas ayudas de su jefe y asociados. El plan Feletti a las 24 horas de su exposición en Manhattan, las manifestaciones del propio Presidente que alejan votantes o malquistan políticos donde los necesitan (como en Chubut y Río Negro), el acto del domingo en la Plaza de Mayo, la sombra constante y temible de Cristina o las versiones que le endilgan de trabajar para su conveniencia y ambición lo van eclipsando.
El presunto intento de regenerar una liga de gobernadores, que Néstor Kirchner dinamitó cuando llegó a la presidencia para construir su hegemonía, es la última de las acciones que se le adjudican. La celebran, con ingenuidad, en el entorno de Fernández tanto como la recelan en el cristicamporismo y en el estado asociado massista, en su condición de contradestinatarios o víctimas de esa entente. Preparativos (¿de guerra?) para el día después de las elecciones. Otro aporte a la inestabilidad.
La inseguridad, la brecha cambiaria, la inflación, las inversiones, el futuro tienen un común denominador: “Es la política, estúpidos”.
Por: Claudio Jacquelin