La exposición del presidente Alberto Fernández en la apertura de sesiones ordinarias del Congreso de la Nación, fue música para los oídos de la profesora que asentía en silencio, aunque, hay que advertirlo, sin prodigarle ni un módico aplauso a su esforzado discípulo quién, en un año de curso acelerado, logró aprenderse de memoria y en un trámite exprés el libreto de su mentora, es decir, Cristina Kirchner.
La criatura que la vicepresidenta fabricó pareció responderle, al menos en el plano discursivo, doce meses más tarde: lejos, muy lejos quedó el Alberto de hace un año atrás quién, frente al mismo recinto y con un discurso articulado, se proponía como un artífice de la unidad nacional. El presidente antigrieta. Nada de eso sucedió ayer al mediodía debido a que el presidente se mostró, sin máscaras, como el jefe de una facción, a imagen y semejanza de la vicepresidenta.
“La unidad es sinfónica”, ensayó el discípulo, con un toque poético, apuntando a disimular las internas en el Frente de Todos bajo la virtud de la “pluralidad de voces”. Una sinfonía que indudablemente reconoce a una clara directora de orquesta. En el arranque de su discurso había generado alguna ilusión de reparación verbal sobre el caso del vacunatorio vip, que disparó su imagen negativa al 60 por ciento.
Fue cuando dijo que venía “con la humildad de quien puede reconocer errores”. Sin embargo, después de dos horas de exposición, el presidente Fernández nunca pidió perdón por los privilegios de sus amigos. “Perdón”, una palabra desconocida en el diccionario cristinista y que, muy probablemente, habría generado un disgusto en su profesora. En cambio, sí les exigió un “mea culpa” a sus antecesores.
Si Cristina nunca fue transparente en el manejo de los dineros públicos, hay que reconocerle que sí lo es, y mucho, en otro aspecto: su cara. Su rostro y sus gestos, aunque con muestras disimuladas, forzadas, de apoyo, dejaban traslucir, sin embargo, una sutil desaprobación: la furia que la invade por la falta de eficacia de su criatura política en el manejo del Gobierno, el fallo contra Lázaro Báez y la insoportable demora en la resolución de las complicaciones judiciales que acechan a su familia.
Cuando la cámara no la tomaba, Cristina Kirchner parecía aburrirse con el discurso de su ahijado; por momentos, dejaba flotar la mirada, distraída, barriendo el recinto con indiferencia y tamborileando los dedos, impaciente. Solo cuando sabía que la lente la estaba apuntando ejecutaba un calculado gesto de aprobación. La actuación es lo suyo, qué duda cabe. Para colmo, en el final de su discurso, Alberto Fernández volvió a compararse con los próceres.
“Quienes independizaron nuestro país no tuvieron angustia; tuvieron coraje”, aleccionó, en otro tramo. Olvidó decir, sin embargo, que la mayoría de aquellos próceres fundacionales murió pobre. Un abismo moral con los nuevos ricos integrantes de su Gobierno, empezando por su implacable profesora, Cristina Kirchner, frente a la que al mediodía rindió examen y a la que complació, cuando debió haber rendido cuentas ante la sociedad.