Lo que se exhibe como una muestra de poder esconde una monumental expresión de debilidad política, este oficialismo en estado deliberativo ya fracasó de manera sistemática a la hora de imponer sus proyectos de reformas judiciales, incluso antes de la pérdida de bancas que sufrió en las elecciones de noviembre. Ni los cambios en Comodoro Py ni la designación de un nuevo procurador general prosperaron.
El gobierno que bendice la consigna de “echar a todos los jueces de la Corte” no llegó siquiera a ofrecer una opción para la vacante que dejó en noviembre la renunciante Elena Highton. Incapaz de cambiar por las vías constitucionales aquello que en su visión “no funciona”, el Gobierno se pliega a la estrategia kirchnerista de arrastrar el debate sobre justicia al barro de las disputas políticas.
La Corte es el blanco elegido en función del cúmulo de decisiones que debe resolver en causas de corrupción y conflictos económicos. Al convertirla en el enemigo, pretende degradar la respetabilidad de sus actos. A Cristina Kirchner le preocupa sobremanera que el presidente de la Corte, Horacio Rosatti, encabece el Consejo de la Magistratura, el órgano clave en la selección y el control del Poder Judicial.
Los jueces de la Corte aparecen recurrentemente en las diatribas de Cristina Kirchner. Resignada a que no los controla, pide a los suyos que los esmerilen cada vez que puedan. El ministro de Justicia, Martín Soria, creyó ganar puntos cuando visitó a los cuatro jueces y les leyó un manifiesto en el que los acusaba de lentitud e inoperancia. Su segundo, el cristinista Juan Martín Mena, fue quien dio el primer aval explícito a la marcha.
Cristina robusteció la marcha con sus declaraciones en Honduras, cuando dijo que “ya no hacen falta golpes militares, ahora hay que conseguir jueces educados en comisiones y foros”. Ella combina la cantinela del lawfare con pacientes operaciones que le permitieron encadenar éxitos legales para ella y los suyos, como el inusual sobreseimiento sin juicio en la causa de los hoteles o el fallo absolutorio para Cristóbal López en el caso Oil.
La marcha del 1-F también tiene un papel en ese juego de maniobras subterráneas. El horizonte está lejos de despejarse y la pérdida de poder es una “soga al cuello”, para citar la metáfora presidencial sobre el FMI. La indignación kirchnerista en esta materia es en defensa propia. No puso el mismo énfasis para exigir un mejor acceso a la Justicia de los sectores más desprotegidos de la sociedad ni para exponer la inacción de los tribunales ante el escalofriante avance de los narcos en Rosario.
Atrapado en el juego de equilibrios imposibles, Alberto Fernández alentó la marcha como quien ansía una pausa para fumar. Argumentó que la Corte tiene “un grave problema de funcionamiento” que “impone revisar sus mecanismos de trabajo, el número de integrantes y división de tareas”. Llegó a decir que el tribunal entró en un proceso de “degradación moral” desde que Macri nombró en comisión a Rosatti y a Carlos Rosenkrantz.
Nadie fue más enfático que él mismo en la refutación de esa idea. En abril de 2016 dijo que Rosatti y Rosenkrantz eran “jueces probos” cuya “integridad moral y técnica nadie puede cuestionar”. En ese momento clamaba por el respeto de la independencia de los poderes y advertía sobre el riesgo que implicaba el constante asedio político sobre los jueces. Solía apelar a una frase que hoy bien podría robarle la oposición. “El tema de la Justicia tiene que unirnos a todos”.