El kirchnerismo es incompatible con la independencia judicial. En esto, es coherente con los peores aspectos que exhibió desde su fundación el peronismo. Una de las primeras acciones que llevaron a cabo, con distintas modalidades, Juan Perón, Carlos Menem y Néstor Kirchner fue embestir contra la Corte Suprema. Cada uno de ellos consiguió, con mayor o menor extensión, sus objetivos.
La particularidad de Alberto Fernández es que lo intenta en el crepúsculo de su gobierno y sabiendo que no lo va a lograr. Es verdad que ya había puesto en marcha durante la pandemia una iniciativa más oblicua, menos contundente, a través de su proyecto de reforma judicial y de la conformación de una comisión que debía realizar propuestas sobre el funcionamiento de la Corte Suprema.
Hubo, como hay siempre, ingenuos (o que se visten de ingenuos) que, desde otras posturas políticas o desde una supuesta independencia de criterio, lejos de impugnar esas iniciativas, las consideraron, con cierta expectativa, benevolente. Pero no se necesitaba una agudeza de juicio especial para advertir que no era precisamente el mejoramiento del servicio de justicia lo que las animaba.
La falta de mayorías en el Congreso, la firme oposición de los bloques de Juntos por el Cambio y las contradicciones internas del oficialismo provocaron que tales proyectos no prosperaran. En cuanto a la Comisión Beraldi, terminó con un informe con varias y disímiles opiniones del que, felizmente, ya nadie se acuerda. Ya entonces señalamos que, bajo esa fachada académica, anidaba el propósito de controlar a la justicia federal y en particular a la Corte Suprema.
No nos equivocamos. Las jugadas más recientes de Alberto Fernández y el kirchnerismo ya persiguen esa meta a cara descubierta. Primero fue un grotesco proyecto para ampliar el número de miembros de la Corte de cinco a veinticinco (que finalmente quedó en quince), con la absurda motivación de “federalizar” al alto tribunal, que así tendría un “representante” por cada provincia, como si se tratara de un Senado paralelo.
Ese desvarío tuvo sanción en el Senado, pero todo indica que no pasará en la Cámara de Diputados. En los últimos días, el Presidente, junto a algunos gobernadores oficialistas, suscribió un pedido de juicio político a todos los jueces de la Corte. El escrito es de una factura jurídica deplorable, porque no precisa cuál sería la grave conducta que justificaría esa medida que en nuestro ordenamiento constitucional solo se puede emplear extraordinariamente, en situaciones de honda gravedad.
En ningún caso el kirchnerismo formula una crítica concreta y razonada de ese pronunciamiento, si no que cae en vaguedades, en descalificaciones personales y en disquisiciones sobre la supuesta opulencia de la ciudad de Buenos Aires, pretendiendo reeditar el encono de las provincias del interior contra los porteños, en una nueva demostración de que el kirchnerismo atrasa no unas décadas sino un par de siglos.
Lo que la Corte hizo fue reafirmar el federalismo, criterio que cualquier gobernador debería aplaudir. Los recursos que se le transfirieron a la ciudad de Buenos Aires por el traspaso de competencias fueron detraídos de la coparticipación primaria, es decir, de la masa que corresponde al Estado nacional. A las provincias no se les toca un peso. Fernández sabe que el juicio político no tendrá éxito porque el oficialismo no tiene ni remotamente las mayorías calificadas en las cámaras del Congreso que la Constitución exige.
¿Para qué se embarca en este gesto inútil de autoritarismo? Creemos que, ante su fracaso rotundo en todos los frentes, quiere construir un chivo expiatorio. Dirá que sus políticas fueron obstruidas por la Corte. Así comenzamos un año que nos llena de esperanzas por la posibilidad cierta de dar vuelta esta página de decadencia, impunidad y autoritarismo, pero que nos obliga también a mantener la guardia alta: la Constitución está amenazada.