El 9 de diciembre de 2015 ocurrió un episodio muy significativo para Cristina Fernández de Kirchner. Tanto fue así que su libro Sinceramente arranca justamente en ese momento, entre tantos que podría haber elegido. Era el último día de su Gobierno y una verdadera multitud había ido a despedirla a la Plaza de Mayo. A diferencia de muchos otros actos, ese día no hubo un despliegue del aparato político. No se veían colectivos, ni demasiadas banderas de organizaciones. En su mayoría, se trataba de gente que la quería, la admiraba, y que se había tomado el tren, el colectivo o el subte para demostrarle su gratitud. Pero ese episodio, casi como cualquier otro, admite varias lecturas. La suya fue que se trataba de un hecho “absolutamente inédito”: alguien que pudiera convocar una multitud espontánea en medio de una derrota. Era así. Pero también se podía ver otra cosa que suena parecido pero no es igual: que aun quienes convocan multitudes, pueden ser derrotados.
El acto que encabezó CFK el jueves permite las mismas miradas. El estadio único reventaba: eso es cierto. Tal vez no haya muchos dirigentes políticos en el país capaces de movilizar tanta gente. Mauricio Macri, en la campaña hacia la primera vuelta del 2019, donde también fue derrotado, congregó multitudes: su acto de cierre en la 9 de Julio juntó a cientos de miles de personas. En todo caso, no hay muchos como ella, o como Macri. Pero eso no quiere decir que su candidatura, con la que ella coquetea, e intentan instalar los suyos, termine en una victoria. En el escrutinio de una elección no se cuenta la cantidad de estadios que podría llenar un candidato sino los votos que recibe.
En ese sentido, una valoración de los datos objetivos que rodean al acto de Cristina permite pensar que el camino que la espera es, como mínimo, muy cuesta arriba. Hay que mirar los resultados de todas las elecciones que se realizaron en la última década. En 2013, con todo el aparato del Estado a su favor, el candidato de CFK, Marín Insaurralde, fue derrotado por Sergio Massa. En 2015, Mauricio Macri venció a la fórmula kirchnerista encabezada por Daniel Scioli. Dos años después, la propia Cristina perdió contra Esteban Bullrich, un dirigente de la segunda línea macrista. En 2019, la actual vicepresidenta interpretó que con ella no alcanzaría para ganar y por eso designó a Alberto Fernández. El año pasado, el peronismo unido fue aplastado por Juntos por el Cambio y apenas superó el 30 por ciento de los votos. Durante esos diez años, la inmensa mayoría de las encuestas reflejó una imagen negativa sostenida por encima del 50 por ciento. Nunca, de todos modos, esos números fueron peores que los actuales.
La historia política latinoamericana registra muchas historias de resurrección. El acto que encabezó Kirchner el jueves fue un recordatorio del regreso de Juan Domingo Perón al país, el 19 de noviembre de 1972, luego de diecisiete años de proscripción y exilio. Perón volvió, se presentó a elecciones y arrasó. Hace pocas semanas, en Brasil, Luiz Ignacio Lula Da Silva regresó al poder luego de un largo período durante el cual, su sucesora, Dilma Rouseff, fue derrocada, y él fue detenido. El PT y Lula parecían terminados. Eso transforma a su regreso, como al de Perón, en una especie de epopeya. Si ellos pudieron, ¿por qué ella no? Es una pregunta legítima.
Lula da Silva venció a Jair Bolsonaro por un márgen mínimo en la segunda vuelta electoral
Los casos, claro, son diferentes especialmente en un punto central. Perón y Lula se presentaron en contra de gobiernos que los habían dejado fuera del poder por métodos que violentaban a la voluntad popular. La situación de Cristina no tiene que ver con eso. Más allá de cualquier mirada sobre lo que ocurrió en las causas judiciales que protagoniza, es muy razonable afirmar que ninguno de sus derechos políticos fue recortado, ni tampoco los otros derechos: a diferencia de Perón pudo decidir cuando y cómo salir del país, a diferencia de Lula nunca estuvo detenida, a diferencia de ambos pudo presentarse como candidata a senadora y a vicepresidente cuando quiso. Pero, además, si se presenta como candidata será en contra de un gobierno en el cual es vicepresidenta.
Algo de esa limitación se pudo ver en el discurso del jueves. Cristina no defiende al Gobierno, como haría cualquier candidato oficialista, porque no está de acuerdo o porque no quiere quedar pegada, pero no lo ataca porque no quiere debilitar la gestión de Sergio Massa. Entonces, no dice nada. O casi nada. De repente, critica la gestión en el área de Seguridad, pero solo se atreve a mencionar una medida del gobierno nacional, mientras elude cualquier referencia a la provincia de Buenos Aires, donde conduce Sergio Berni, uno de sus hombres, y donde está el principal problema de inseguridad. Su tono es combativo pero su contenido está encorsetado hacia un lado, por el rechazo popular hacia el Gobierno, y hacia el otro por su propio compromiso con el mismo Gobierno. Lula y Perón no tenían problemas en hacer campaña en contra de Bolsonaro y del gobierno militar: eran sus enemigos.
Cristina Kirchner en el acto de La Plata
Así las cosas, el discurso de Cristina queda reducido a una serie de lugares comunes alejados de los problemas concretos de la sociedad. El más común de esos lugares es su batalla personal contra el Poder Judicial, donde también está atrapada en una dinámica que la lleva a la derrota. El sistema institucional argentino, y el de las democracias de todo el mundo, establece que los conflictos de poderes son resueltos, finalmente, por la Corte Suprema de Justicia. Si un político tiene problemas con ese tribunal, al final del día, deberá someterse a su arbitrio, salvo que consiga un triunfo electoral arrollador que le de fuerzas para destituir a algunos de sus miembros. Elegir ese tema como asunto central de su relato se torna repetitivo e inútil. Pero tiene tal trascendencia personal que ella no lo puede evitar. Y todo es entonces un círculo vicioso. Ella habla de su problema. Es menos escuchada. Se agrava su problema. Eso la motiva a seguir con el asunto. Menos gente la escucha, porque la gente tiene sus propios desafíos en la vida. Y así.
En el fondo del asunto aparece siempre el mismo límite: la voluntad popular. Ella recibe un enorme cariño por parte de un tercio -¿un cuarto? ¿un quinto?- de la población. Eso le da vida. Pero no alcanza para que gane sus batallas.
Igualmente, su semi lanzamiento del jueves tiene un punto de fortaleza. Es la mejor candidata que puede tener el peronismo. La interna de Juntos por el Cambio parece competitiva. No ocurre lo mismo en el Frente de Todos, donde Kirchner duplica, o tal vez triplica, a cualquiera de sus competidores. Fue presidente dos veces, vicepresidenta ahora, derrotada en las elecciones como candidata, enviudó, designó a un presidente: aún así su desgaste no llega al nivel de que otro peronista pueda reemplazarla.
Allí radica su fuerza pero también la debilidad del peronismo, y no solo del peronismo, sino de toda una escala de valores que es muy relevante para cualquier sociedad. Al menos en lo declamativo –y a veces también en lo real- Kirchner expresa una serie de prioridades: la justicia social, la presencia del Estado, el conflicto con los sectores más poderosos de la economía, el respeto a las minorías. Esos valores encuentran en ella su única vía para mantenerse al poder. Pero ella es rechazada por la mayoría. Entonces, esos valores quedan desguarnecidos. De hecho, nunca fueron tan populares los valores del “neoliberalismo” o de la “derecha”, por utilizar categorías groseras: basta sumar las adhesiones de Juntos por el Cambio y las de Javier Milei.
Javier Milei fue recibido por una multitud en San Juan
La candidatura de Cristina Kirchner tiene, de todos modos, una chance. Podría ordenar al peronismo muy rápidamente, lo que representaría una ventaja frente a lo que ocurre en Juntos por el Cambio, donde se insinúa un proceso que puede ser muy traumática. Pero además, uno de los proyectos en pugna en la oposición es extremadamente duro. ¿Podría ganarle a Cristina un programa que, en lo esencial, propone eliminar los planes sociales, equilibrar el déficit golpeando especialmente sobre el salario real, despedir decenas de miles de personas en el Estado, subir tarifas, devaluar, militarizar el conflicto con algunas decenas de mapuches, marchar al lado de quienes exhiben guillotinas, prometer hacer “lo mismo pero más rápido”, bajar a cero las retenciones, desactivar los planes de alfabetización, retroceder en el otorgamiento de derechos a las minorías sexuales? La campaña que conducen en estas semanas Patricia Bullrich, y también -aunque en menor medida- Mauricio Macri supone que el cansancio social frente al bombardeo progresista derivará hacia ideas bastante oscurantistas. Si se trata de un mal cálculo, tal vez CFK tenga una chance creada por sus peores enemigos.
Pero falta mucho para ese ajedrez. En el medio van a haber condenas judiciales, repudios a esas condenas judiciales, juicios que se abrirán, amenazas contra jueces y fiscales, recusaciones, e -incluso- hechos inesperados. Hace poco más de dos meses, alguien intentó matarla. Esa bala, por un milagro incompresible y afortunado, no salió de aquella pistola. De aquel 54 por ciento que era todo suyo en 2011, solo quedó en noviembre del año pasado, un 33 compartido con otros sectores del peronismo. Si en aquel entonces ningún juez se le animaba, hoy ocurre todo lo contrario. En el próximo Congreso el peronismo puede terminar con menos de cien diputados y mucho menos de la mitad de los senadores, y con apenas dos o tres gobernadores en todo el país. Ni ella ni el peronismo fueron jamás tan débiles. Pero son ella y el peronismo. Ese detalle obliga a decir que quién sabe.
En estos mismos días, los mejores analistas políticos norteamericano debaten sobre si Donald Trump es un muerto político. Claro, él ganó las elecciones en 2016. Perdió muy mal las legislativas en 2018. Volvió a perder las presidenciales en 2020, transformándose en uno de los pocos presidentes que no han sido reelectos. Sus candidatos fueron derrotados en 2022 pese a que se oponían a un presidente inconexo, con muy baja popularidad, que no lograba contener una inflación récord. O sea: todo indica que Trump no tiene con qué, que está terminado. Trump respondió a eso como el animal político que es: un año y medio antes de lo necesario lanzó su candidatura a presidente. Hasta ahora no parece que ningún republicano pueda arrebatársela. “Volveré para que América recupere su grandeza”, dijo.
Hay gente que nunca muere.
O, al menos no se entrega tan fácil.
Agoniza, interminablemente.
Su agonía es todo un espectáculo.
Pero no muere.