El 1° de febrero está convocada una marcha sobre la Corte Suprema, cuyo objetivo declarado es “exigir” la renuncia de los jueces del tribunal. O para decirlo en palabras de Luis D’Elía, “echarlos a patadas para que se vayan y no vuelvan nunca más” porque están al servicio de Macri, Magnetto y la Embajada de los Estados Unidos. Lo que se dice, se trata de un verdadero disparate.
De acuerdo a la Constitución Nacional, los jueces de la Corte son solo pueden ser removidos de sus cargos mediante el proceso de juicio político, en el cual la Cámara de Diputados cumple la función de acusar y el Senado la de juzgar, y en el cual tanto la acusación como una eventual resolución de remoción demandan una mayoría agravada de los dos tercios de los miembros presentes de cada Cámara.
Por supuesto que para activar un proceso de esa naturaleza la Constitución exige la existencia de una causa concreta, que puede consistir en mal desempeño o la comisión de un delito en el ejercicio de sus funciones o un crimen común. El desacuerdo con los fallos de la Corte o con el perfil de sus jueces no es motivo constitucional de juicio político. Los jueces, al igual que el presidente de la Nación y los legisladores, tienen la potestad de renunciar a sus cargos.
Pero está claro que para ser válida la renuncia debe ser un acto libre y voluntario, es decir todo lo contrario a una determinación tomada por presiones externas. La marcha en cuestión tiene el propósito deliberado de presionar a los jueces de la Corte para desgastarlos, someterlos al escarnio público, exponerlos como pretendidos enemigos del pueblo, cultores del lawfare o perpetradores de acciones políticas, y de esta forma desplazarlos de sus cargos.
Se dirá que una movilización convocada y protagonizada por la sociedad civil sería compatible con el ejercicio del derecho de expresarse y peticionar ante las autoridades. No es el caso porque esta marcha ha sido gestada, avalada y promovida por altísimos funcionarios del gobierno. Los primeros voceros fueron dirigentes que en principio no tendrían cargos formales en la estructura de gobierno.
Pero, inmediatamente la movilización y sus fines fueron avalados por el viceministro de justicia y por el propio presidente de la Nación, además de entidades que por el poder que detentan, constituyen una suerte de fuerzas de choque paraestatales, como es el caso del sindicato de Camioneros. Esto significa que se pretende remover a los cuatros jueces que son la cabeza de uno de los poderes del Estado presionando con todo el aparato estatal para forzar sus renuncias.
Que la acción del 1° de febrero esté encaminada contra los jueces de la Corte no cambia su carácter golpista. No debe olvidarse que los golpes de Estado en nuestro país desde 1955 para acá no solo depusieron a los poderes Ejecutivo y Legislativo -como había ocurrido en los golpes del ‘30 y del ‘43-, sino que desde entonces también lo hicieron con los jueces de la Corte –a excepción del golpe de ‘62- para seguidamente integrarla designando jueces de facto.
Para dimensionar la gravedad de lo que se está gestando bastar trazar un paralelo con lo que expresarían esos mismos funcionarios que convocan a marchar para destituir a jueces de la Corte si dirigentes opositores convocaran a una marcha a la Plaza de Mayo para exigir la renuncia del presidente de la Nación por su incapacidad de gestión. Nadie dudaría en calificar al hecho como un alzamiento contra el orden constitucional ya que el presidente tiene mandato por cuatro años.
Estamos pues en presencia de una intentona golpista contra uno de los tres poderes del Estado, planificada y concertada entre funcionarios del gobierno y ciertos dirigentes sociales y sindicales para lograr la remoción de los cuatro jueces de la Corte por un mecanismo que no solo no está previsto en la Constitución, sino que además es contrario a la misma y es condenado por la cláusula de defensa del orden constitucional que incorporó como artículo 36 la reforma de 1994.