El Preámbulo de nuestra Constitución sintetiza el programa que tenemos los argentinos. Es el “proyecto nacional” que recurrentemente oímos decir que nos falta. Lo que padecemos no es por ausencia, sino por incumplimiento. Además, esas metas no datan de 1853. El espíritu de estas proposiciones contenidas en la Constitución de la organización definitiva del país preexistía en estatutos, constituciones y pactos celebrados con antelación, a partir de 1810.
Nuestra ley mayor es una oda a la libertad. Al empezar a leerla, la fragancia de la libertad resalta. Su grato e intenso olor es, como se dice ahora, intrusivo. Sanamente, desde ya. La libertad es el cimiento, el punto de partida y a la vez de llegada. El destino que piensa la Constitución es uno solo, de libertad. Esta no está ni por asomo ceñida al plano político-institucional. Es eminentemente social y, por tanto, económica. Se sabe, la economía es una ciencia mucho más social que matemática.
Todos sabemos que desde hace décadas nos fuimos apartando de los dictados constitucionales. No solo por los golpes militares, sino también por el comportamiento de las sucesivas dirigencias políticas. Y, sobre todo, por la cultura facilista que paulatinamente nos hizo abandonar el trabajo como la columna vertebral de la construcción de la prosperidad –el bienestar general– para asirnos al espejismo de un Estado invasivo, dante y otorgante de derechos sin correlativas obligaciones.
En esa tendencia caímos en la trampa del regulacionismo. De la mano de este sistema perverso vino la corrupción sistémica. La historia nos enseña que padecimos corrupción desde que llegaron los españoles. El régimen que nos hizo florecer, en ese período de oro que protagonizó la generación del 80, no estuvo exento de este ominoso vicio. Basta preguntar a Leandro Alem o a Joaquín V. González. Empero, eran hechos relativamente aislados que suscitaban reacciones morales correctivas, como la acaecida en 1890.
Con el estatismo, la degeneración del programa constitucional se potenció hasta llegar a la actualidad. Este escenario enrarecido, necesitado urgentemente de aire fresco y nuevo. La Argentina declinante no da para más. Es de Perogrullo que, si seguimos haciendo lo mismo que se viene realizando desde hace décadas, el resultado ineluctable será transponer la barrera del 50% de pobreza y caer en las garras pérfidas de la hiperinflación.
Y lograr el milagro al revés de dimensiones globales: un país grande, dotado de todo lo que se pueda imaginar, incluyendo su buena gente que es la inmensa mayoría, se torne inviable cual país isleño de Oceanía. En el caso de este ejemplo, no por sus políticas, sino por el cambio climático que está aumentando el nivel de los océanos. A nosotros nos amenaza una persistente ideología soviética –pre-Gorbachov– que exhibe su fracaso por doquier, pero que acá recaló hasta encallar.
Es la que nos impide no solo despegar, sino simplemente iniciar la navegación de salida. Nos segan hasta el intento. Es lógico que no exista unanimidad para la rúbrica de cada uno de los contenidos del DNU 70/23 o de la ley “Puntos de partida para la libertad de los argentinos”. Ni siquiera es deseable que exista una postura monolítica. La clave no está en la aprobación de esa normativa a “libro cerrado”, sino en la decisión de ir hacia las reformas profundas que impriman un giro copernicano a la Argentina.
No hay alternativa. O cambiamos a fondo o el país se seguirá empobreciendo hasta niveles impensables. Porque la decadencia puede ser infinita, hasta la irreversibilidad. Sin exageración. No existió en nuestra historia contemporánea una situación tan flagrantemente urgente y necesaria. No hubo un estado de cosas tan perentoriamente apetente de resoluciones corajudas. Consecuentemente, en el contexto de nuestra penosa realidad nada más urgente y necesario que adoptar medidas. Estas no pueden ser “cambiar algo para que no cambie nada”.
El cuadro que ofrece el país no está para falacias. Tampoco está para la deliberación de 23 comisiones legislativas. En el marco de ejecutividad que reclama el enfermo –la Argentina–, lo decisional cobra una superlativa relevancia. La conversación de buena fe debe ser la indispensable. No puede procrastinarse. La necesidad y la urgencia tan notorias dotan al DNU de constitucionalidad manifiesta. Ulteriormente podrá abordarse la minucia.
Que caigan o se modifiquen algunos aspectos puntuales no altera el rumbo conceptual, que es marchar al ancho mundo de la libertad de los argentinos. Los argentinos, asegurado políticamente el derrotero hacia la libertad, ganarán confianza. Entre la libertad y la confianza, todo lo demás sobrevendrá por añadidura. No está de sobra soñar con “la generación del 24″, actora de una renovada epopeya.
Se requieren, sí, abundantísima ejemplaridad –abona la confianza– y firmeza en el timón porque da certezas. Y menos mezquindades partidistas o personales. Lo que nos jugamos es demasiado como para darnos lujos de sordidez o egoísmos. “…Y asegurar los beneficios de la libertad, para nosotros, para nuestra posteridad, y para todos los hombres del mundo que quieran habitar el suelo argentino…”.