Sin sospechar todavía su fatal destino caudillista, el político gana limpiamente en las urnas y se autoproclama un demócrata apasionado y un republicano irreductible. Luego durante el ejercicio de la gestión va descubriendo que el erario le permite fidelizar al votante y convertirlo en un cliente adicto, que los empresarios pueden comer de su mano y que necesita “recaudar” para nuevas campañas y para retener la poltrona. Comienza a hacerlo en nombre de sus ideales y reformas, que precisan para su consumación efectiva lapsos cada vez más extensos. El afán recaudatorio debe realizarse, en muchas ocasiones, al margen de la ley, y en consecuencia van surgiendo heridos e indignados, reporteros molestos que denuncian los chanchullos y fiscales impertinentes que formulan acusaciones. En la cúspide todo se trata de comprar más voluntades y más tiempo, y esas adquisiciones salen cada vez más caras, de modo que se multiplican los sobornos, los escándalos y los fallos judiciales; también el volumen de las dádivas y del gasto público. Hay un momento en el que aquel político reconoce dos cosas: ya es un caudillo popular y cualquier alternancia es muy peligrosa para su equipo, su capital simbólico, su patrimonio y su libertad ambulatoria. No queda más que huir hacia adelante, cooptar jueces, hostigar voces insumisas y “estatizar” compañías para consolidarse como poder permanente. Una ficha, como el dominó, lleva a la otra: ahora resulta imprescindible reformar la Constitución y el sistema comicial para reelecciones infinitas y modificaciones oportunas. Por ese camino, tarde o temprano se necesitará una coartada ideológica para sostener lo que ya dejó de ser, a todas luces, una democracia normal y representativa, y se transformó progresivamente en una anomalía: un régimen feudal. Siempre vienen bien antiguos estalinistas, maoístas agazapados, intelectuales nacionalistas o marxistas de salón que odien más el capitalismo plural y abierto que a los déspotas de partido único; con estos teóricos de su parte, el caudillo avanza entonces munido de algo que nunca soñó: un cierto halo revolucionario y una teoría general, recubierta de nobles objetivos, para gobernar sin contrapesos ni recesos en el poder. Cuando la verdad produzca contratiempos, los teóricos le proporcionarán al caudillo un relato épico o paranoico, que lo exculpará y lo habilitará para seguir horadando el sistema democrático en nombre de la “democracia real”.
Específicamente en la Argentina, una familia probó algunos de estos trucos en una provincia patagónica, se salió allí siempre con la suya, y más tarde amplió y perfeccionó sus métodos y estrategias a nivel nacional. Esa fuerza caudillista y antisistema dominó la política argenta durante casi veinte años, y hoy asistimos a las secuelas de su empeño. El sistema está roto. Se quebraron los puentes con la oposición, con los jueces, con la realidad y con la calle, y los resultados son una economía destrozada, un tejido social desgarrado, un descrédito creciente de la política y una alarmante parálisis institucional que se verifica en todos los planos, desde la mecánica del Congreso –con sus comisiones vacías y sus leyes trabadas– hasta la conformación de la Corte, el Consejo de la Magistratura y la aprobación del presupuesto: el presidente nominal de los argentinos avanza con una lluvia de decretos de necesidad y urgencia, prueba palmaria de su aislamiento dentro y fuera de su propia coalición. Los tres poderes del Estado se encuentran atados de pies y manos, y con funcionamiento mínimo: el Ejecutivo, por sus graves contradicciones internas; el Legislativo, por la muerte de la conversación política, y el Judicial, por acoso y derribo de quienes buscan amnistía para el pasado, impunidad para el presente y colonización para el futuro. Todo lo que sucede en esta nación delirante debe leerse entonces dentro de esta pequeña pero trágica historia: el cesarismo decadente y sus estropicios no son una obra deliberada, sino el producto de una deriva. Y es por eso que vale de poco recordar a cada rato lo que decía la arquitecta egipcia en los sucesivos ayeres, cuando era una justicialista de derecha, luego una consumada neoliberal y más tarde una “republicana de morondanga” antes de convertirse en una perfumada socialista española del Corte Inglés, una áspera líder emancipadora y, finalmente, un emblema del nacionalismo mundial que vino a dinamitar los atisbos de una democracia occidental y a instaurar –bajo la inspiración divina de los entrañables hermanos Castro y del gran progresista Vladimir Putin– un Nuevo Orden para esta patria. Su viaje hacia la antidemocracia fue así largo y de algún modo involuntario; la fue modificando poco a poco, como suele hacer la vida –esa editora silenciosa– con los seres humanos. Hoy se combinan su fortaleza de propósitos con su debilidad de acción; el superpoder que presume con su evidente impotencia. Y sus jugarretas de agenda mediática, con su fracaso para cambiar el curso de los tristes acontecimientos. También la declamada originalidad de su proyecto con el óxido de sus ideas.
El kirchnerismo impugnando a la Justicia tiene la misma credibilidad que Bonnie & Clyde cuestionando la ética del sistema bancario.
En un país donde comer un asado –cacareo proselitista de 2019– se ha convertido en un lujo aspiracional, su política antiinflacionaria consiste en incrementar subsidios y en crear un Estado policial para perseguir almaceneros, y sobre todo en desplegar la táctica del carancho, que ignora el modo de generar riqueza y se limita a rapiñar a los sectores más productivos para calmar a las legiones clientelares y consagrar la consigna de la hora: repartir pobreza, igualar para abajo.
El kirchnerismo impugnando a la Justicia tiene la misma credibilidad que Bonnie & Clyde cuestionando la ética de sistema bancario. La desesperación de estos días es una espectacular admisión de culpa. Y la degradación de todo, incluso de los relatos, no encuentra un límite ni siquiera en los pragmáticos peronistas, que aceptan acaso por primera vez esta nueva y rara pasión por el fracaso sin atreverse a exigir un cambio de rumbo, quizá porque temen la feroz venganza de la autócrata mediante las cajas del Estado, que ella maneja a través de sus gerentes camporistas como un grifo más de su luminoso jardín.
Es célebre el viejo refrán: no interrumpas a tu enemigo cuando se está equivocando. Pero haría mal la oposición en alentar esos negros pensamientos; la negligencia del modelo kirchnerista está destruyendo vidas y podría desembocar cualquier día en un estallido de proporciones; la herencia puede ser muchísimo más dañina y pesada que nunca, y la consigna trotskista “cuanto peor, mejor” solo beneficiaría a una fuerza antisistema de sentido contrario, que probablemente sumaría anarquía al caos. Porque el sistema debe ser regenerado y no hundido, ni siquiera bajo el imperio de las “razones correctas”. Es grave confundir modelo con sistema, y oligarquía estatal con dirigencia política. No hay capitalismo virtuoso sin partidos republicanos y consensos democráticos: nadie debería olvidar cuál es el sistema jurídico y político de las repúblicas más admiradas, ni animar la idea de que es posible alcanzar esa prosperidad dinamitando el centro. Todo es delicado, puesto que experimentamos un 2001 en fetas y asordinado y, por lo tanto, un fin de ciclo y el posible alumbramiento de una nueva respuesta. La última vez que la sociedad actuó bajo esta clase de impulsos y sobre estos mismos bordes, fue facilista y entronizó un caudillo. Veinte años después la catástrofe está a la vista.