Es lógico que tanto analistas locales como internacionales se pregunten cómo es posible que quien es considerado el principal responsable de una gestión económica que ha dejado a la Argentina al borde de la hiperinflación y sin moneda, a su Banco Central sin reservas y a su población en niveles extremos de pobreza, haya terminado siendo el candidato presidencial más votado en las recientes elecciones generales.
Más aún cuando la coalición gobernante a la que representa ha sido jaqueada por resonantes y vergonzosos escándalos de corrupción. El sentimiento de hartazgo que anida en la ciudadanía provocó que en las primarias abiertas (PASO) desarrolladas el 13 de agosto la coalición oficialista exhibiera el peor desempeño en comicios nacionales en la historia del peronismo, con alrededor del 28% de los votos afirmativos, que la ubicaron en el tercer puesto.
Anteayer, el ministro candidato Sergio Massa logró un importante repunte, al alcanzar el 36,7% de los sufragios, que lo catapultaron al primer lugar y le permitirán disputar el 19 de noviembre la segunda vuelta electoral frente al postulante de La Libertad Avanza, Javier Milei, quien cosechó el 30% de los votos, un guarismo levemente inferior al obtenido en las PASO sobre el total de votos afirmativos.
Es probable que aquel sentimiento de hartazgo haya cedido ante un sentimiento de miedo hacia un salto hacia lo desconocido que suponía la candidatura de Milei, y que terminó beneficiando a la oficialista Unión por la Patria. No es, por cierto, la única explicación posible para el triunfo parcial de Massa. Sin dudas, el festival de populismo y el llamado “plan platita”, irresponsablemente ejecutado desde el Ministerio de Economía de la Nación, hicieron lo suyo.
Y rindieron sus frutos en términos electoralistas sobre segmentos de la sociedad atrapados por el clientelismo, al igual que los temores de algunos de los 18 millones de argentinos que, tristemente, dependen parcial o totalmente de los favores del Estado. El hecho de que el gobernador bonaerense, Axel Kicillof, haya alcanzado su reelección con un apoyo cercano al 45% de los votantes constituye también una sorpresa.
Si se tienen en cuenta los desaguisados éticos y morales que marcan a su gobierno y al kirchnerismo en la provincia de Buenos Aires, empezando por los escándalos que han rodeado a su exjefe de Gabinete Martín Insaurralde y terminando con el de las tarjetas de la corrupción en la Legislatura provincial. No puede dejar de sorprender y decepcionar que Federico Otermín, presidente de la Cámara de Diputados bonaerense y delfín de Insaurralde, haya obtenido la intendencia de Lomas de Zamora con más del 50% de los votos.
La elección presidencial está lejos de estar terminada. Plantea, sin embargo, pocas esperanzas para los ciudadanos de a pie que deberán elegir el 19 de noviembre entre un candidato de una fuerza política que ha consentido la corrupción del kirchnerismo y entre un postulante que, en repetidas ocasiones, ha recurrido a la agresión y de cuyas condiciones para el diálogo y la conformación de equipos existen justificadas dudas.
Es factible que, en la presente transición hacia la segunda vuelta electoral, el papel que desempeñen los dirigentes de las fuerzas políticas excluidas de la instancia electoral definitoria pueda ser decisivo, sin olvidar que sus actos nunca podrán suplantar la libre decisión de los votantes. Las principales miradas se posarán sobre la actitud que adopten los dirigentes de la golpeada coalición Juntos por el Cambio.
Si es que esta fuerza política logra encauzar las diferencias internas que, tras su hundimiento electoral, amenazan con aflorar. La responsabilidad de quienes conducen las distintas agrupaciones que integran esta coalición opositora será fundamental, no solo frente al escenario electoral, sino de cara a la nueva etapa política que se iniciará el próximo 10 de diciembre.
Especialmente, frente al hecho de que, en el Congreso de la Nación, ninguna fuerza política contará con mayoría propia: Unión por la Patria tendrá 108 diputados sobre un total de 257 y 34 senadores sobre 72, mientras La Libertad Avanza apenas contará con 37 integrantes en la Cámara baja y 8 en la Cámara alta. Los referentes de Juntos por el Cambio deberían agotar los esfuerzos por seguir un camino compartido.
No menos que eso debería esperar la ciudadanía de una coalición que reunirá alrededor de 93 diputados y 24 senadores nacionales, además de una decena de gobernadores. Y si su unidad corriese peligro frente a la hora de tomar una decisión de cara al ballottage de noviembre, tal vez sería preferible que deje en libertad de conciencia a su militancia. Nada de esto puede implicar, sin embargo, un desentendimiento de los problemas del país.
Es menester que la principal fuerza opositora en términos de representación parlamentaria asuma que, aun tras su fracaso en la elección presidencial, tiene un trascendente rol por delante para ayudar a preservar el sistema institucional de la república impidiendo que este se desvíe por el camino de las tentaciones autoritarias y abogando por el predominio de los valores por sobre los intereses.